Adam

Ella ha desaparecido.

Al día siguiente voy a la escuela realmente obsesionado. Pienso encontrarla y hablar con ella. No puedo esperar. Pero no aparece, ni ese día ni el siguiente. Empiezo a preguntar por ella a la gente, a otros chicos del grupo de tutoría, pero nadie sabe dónde está. De hecho, nadie sabe gran cosa de ella.

Me está destrozando la cabeza. La conexión entre nosotros -esa electricidad- es en lo único en que puedo pensar. Tumbado en la cama toda la noche, noto su mano en mi cara y empiezo a sudar. No lo soñé, fue real, como lo es el dolor que siento en las pelotas cuando pienso en verla, en abrazarla, en tocarla…

Es tan injusto. La única persona en la escuela que me veía tal como soy y ahora ha desaparecido.

– ¿Dónde se ha metido tu novia?

– Con una mirada bastó, ¡entonces se fue al carajo!

– Ja, está completamente solo.

No me gusta lo que dicen, sus comentarios estúpidos e ignorantes, pero intento pasar de ellos. No son importantes. Aquí nada lo es.

Aguanto las clases y parece que esté perdiendo el tiempo: los profesores no saben nada. Se pasan el día hablando de historia y geografía, literatura y ciencias, cuando yo sé que todo se irá al garete dentro de pocos meses. Todo son palabras, sólo palabras: placas tectónicas, calentamiento global, agotamiento del petróleo, agotamiento del agua. No consigo ver qué relación tiene con lo que ocurre fuera, en Londres, ahora. Algo ya ha empezado allí, algo que lo va a cambiar todo, que va a matar a la mitad de la gente de esta aula. La escuela no tiene nada que decir sobre eso.

Tengo que encontrar a Sarah. Sabe algo, estoy seguro. Está fuera, en alguna parte, y no la voy a encontrar aquí sentado. El profesor ha colocado un mapa del mundo en la pantalla delantera y nos ha pedido que copiáramos la forma de las placas tectónicas en el mapa base que nos ha enviado a los ordenadores de bolsillo.

Hurgo dentro de mi mochila para sacar mi ordenador y, en su lugar, saco el estuche de Sarah. Lo recogí después de que se marchara de la clase de arte, aunque lo guardé para ella, para devolvérselo el próximo día con el retrato que me hizo. Abro la cremallera y miro dentro: sólo hay lápices, bolis y gomas, pero parece que esté mirando algo íntimo. Vuelvo a cerrar la cremallera y algo me llama la atención: hay algo escrito dentro, su nombre y dirección claramente escritos con pluma negra. Lo resigo con el pulgar, tal y como hice con la carta de mi madre, confiando descubrir algo de ella. Lo leo un par de veces y las palabras se me pegan a la cabeza. Durante el resto de la clase, las resigo una y otra vez de modo que, cuando suena el timbre, ya sé lo que voy a hacer.

En vez de ir a casa, compruebo la dirección de Sarah en mi ordenador de bolsillo, que me muestra vía satélite el camino hasta allí. Hay más de seis kilómetros hasta Hampstead y tardo un poco más de una hora pero no me importa caminar. Parece lo correcto. Hacer algo parece lo correcto.

Empiezo a pensar que me he equivocado cuando llego a su barrio. Todo son casas aisladas, grandes, con puertas eléctricas. ¿Realmente Sarah vive aquí? Sé que va a la escuela con un coche pijo, he oído que la gente hablaba de ello, pero esto es otra cosa. Puedo entender por qué prefiere quedarse aquí a venir a la escuela. Si viviera en un sitio como éste, nunca me iría.

El número seis está oculto tras un gran muro de ladrillo con dos cámaras encima. La puerta es metálica, sólida, para que no puedas ver qué se oculta detrás. Hay una rejilla con un intercomunicador y un botón debajo. Es el único modo de entrar, así que pulso el botón. Una voz de mujer responde casi al instante.

– ¿Sí?

Me aclaro la garganta.

– He venido a ver a Sarah. Soy un amigo de la escuela.

– ¿De qué escuela?

– Forest Green.

Se hace un largo silencio. Luego, la puerta comienza a abrirse. Lo interpreto como una invitación a entrar y empiezo a pisar la entrada de gravilla. La casa me deja sin respiración. Está pintada de blanco, y tiene unas enormes columnas apuntalando el porche delantero. Hay un Mercedes negro aparcado al lado de la puerta, al lado de un Porsche rojo. ¡Dios! ¡Su familia no sólo es rica, es súper rica!

Se abre la puerta delantera cuando me acerco, aunque no aparece la mujer con la que he hablado por el intercomunicador, sino un hombre. Es grande y alto, y lo parece aún más porque está en la entrada, y yo estoy al final de las escaleras. Lleva unos mocasines negros, brillantes y caros; unos pantalones de vestir oscuros y una camisa blanca y elegante, y va arremangado. Se ha aflojado el nudo de la corbata. Me mira como si fuera algo que el gato ha traído a casa y observo su número: 112027. Otro. El padre de Sarah.

No me invita a entrar.

– ¿Sabes algo de Sarah? -me pregunta-. ¿La has visto?

Así que tampoco está ahí. Ha huido.

– No -respondo-. Hace días que no la veo y pensé que quizá estaría aquí. Quería hablar con ella.

– ¿Hablar con ella?

– Sí, somos… somos amigos -suena patético cuando lo digo.

– ¿Es amiga tuya?

No me cree o al menos no quiere creerme. No me gusta él ni tampoco su tono.

– Sí -contesto-. Me siento con ella en la clase de arte.

– Y te gusta, ¿verdad?

¿Adónde quiere ir a parar?

– Sí, como ya he dicho, somos amigos.

Sale de la casa y empieza a bajar las escaleras.

– Hacía pocos días que iba a la escuela -dice-. Y ahora ha huido. ¿Qué le hiciste? En la escuela, ¿qué le dijiste?

– Nada, no le dije nada. Sólo éramos amigos. Eso es todo.

Me fijo en su lenguaje corporal y sé que debería salir de aquí. Empiezo a retroceder, aunque no soy lo bastante rápido. Una mano me agarra por el cuello y me clava contra una de las columnas. Se inclina de forma que su cara está cerca de la mía, y concentra la fuerza en su mano, de modo que empiezo a ahogarme.

– La tocaste, ¿verdad? Le pusiste tus sucias manos encima, encima de mi hija.

– No -consigo decir-. No, nunca.

– No pudiste evitar tocarla, ¿verdad? Eres asqueroso. Asqueroso.

Ahora tengo su número en mi cara. Es un veintisiete pero, a diferencia del resto, hay algo distinto en su muerte: viene de su interior, con el dolor irradiando a través de su cuerpo, bajando por el brazo y aplastándolo.

– ¿Gary? ¿Qué ocurre?

Por encima de su hombro, veo una mujer dentro de la casa. Debe de ser la madre de Sarah. Lleva puesta una bata y va descalza.

– ¿Qué ocurre? ¿Han descubierto algo?

Su padre me suelta.

– No -le responde-. No es nada.

Me alejo de él, llevándome las manos al cuello, con el pecho palpitando mientras intento recuperar un poco de aliento.

– Nada -dice. Mira cómo bajo de la entrada tambaleándome y echo a correr. Las puertas todavía están abiertas, gracias a Dios; salgo de allí y bajo corriendo por la carretera. No me detengo hasta que me deshago de esa sensación asquerosa y llego a un sitio donde hay tiendas, cafeterías y casas que dan a la calle.

Entro en la primera papelería que encuentro y compro una coca-cola. La abro justo después de pagarla.

– ¡Eh, en la tienda no! ¡Llévatela fuera! -me grita el tío que hay detrás de la caja registradora, pero lo ignoro. El azúcar de la bebida entra en mi sangre y empiezan a desaparecer mis temblores. Dios mío, cómo lo necesitaba. Pensaba que iba a matarme. ¡Menudo gilipollas! De acuerdo, está preocupado por su hija, pero eso no es normal, ponerse de ese modo, casi dejándome sin respiración.

Apuro la lata y se la ofrezco al tipo de la tienda. Inclina la cabeza hacia el contenedor de reciclaje y me da los cinco céntimos, como si aquello lo estuviera matando.

– Gracias, colega -le digo, y salgo de la tienda y empiezo a andar hacia casa. Me duelen las piernas y camino lentamente, pero mi cabeza no para de funcionar. No está en casa ni en la escuela. ¿Dónde diablos se ha metido?


Загрузка...