Metemos el cochecito en el salón. Mia está dormida, con las manos a ambos lados de la cabeza.
– ¿Puedo utilizar el baño?
– Claro, está arriba, todo recto. Creo que mi abuela sigue durmiendo ahí arriba.
– Oh, vale.
Mientras ella está arriba, preparo un té y echo una mirada desesperada por los armarios, buscando algo que ofrecerle. Lo mejor que encuentro es un viejo paquete de Pop-Tarts y una lata de sopa de tomate.
Cuando baja tiene mejor aspecto que al subir.
– Tengo el pelo completamente hecho polvo, lleno de rizos sarnosos, no tiene muy buen aspecto -dice-. Debería cortármelo.
– Puedes darte un baño si quieres, el agua sale bastante caliente. Lávatelo y empieza de nuevo.
– ¿Puedo? ¿Puedo utilizar tu baño? Nunca había mucha agua caliente en la casa okupa.
Mira hacia atrás, al cochecito que está en el salón.
– Estará bien -digo-. Me quedaré aquí por si se despierta. -No tengo ni idea de bebés, ni la más mínima idea-. ¿Quieres ropa limpia? Podría buscar algo si lo deseas; de mi abuela, no mía. La idea de que se ponga mi ropa me hace derretirme por dentro.
– No, no, estoy bien. Sólo un baño.
– Lo prepararé -digo, y echo a correr escaleras arriba-. Echo un poco de gel de baño bajo el grifo del agua caliente. Al instante, la habitación se llena de un olor químico, dulce. Hurgo en el armario de la ropa y busco la mejor toalla. En cualquier caso, es grande y está limpia.
– Gracias. -Sarah está en la puerta, me ha seguido hasta el baño.
– No tiene importancia. ¿Tienes hambre? Tengo algo de sopa.
– Sí, de hecho, me estoy muriendo de hambre.
– La calentaré y podrás tomarla después de bañarte.
Vamos a rozarnos al pasar, pero no puedo evitar pararme a su lado. Huele a la ciudad, a tráfico y a mugre, y a piel sin lavar. Es excitante; está tan cerca de mí que apenas tendría que moverme para besar ese punto en que el cuello se encuentra con el hombro.
– Gracias -vuelve a decirme, y me doy cuenta de que se siente agobiada, que quiere que me quite de en medio.
La dejo sola, intentando no pensar en ella mientras se quita la ropa, entrando en el agua jabonosa, tumbándose y cerrando los ojos… Me obligo a hacer algo normal, como abrir la lata de sopa y echar el contenido en un cazo. Después, dejo el abrelatas y me apoyo en la encimera de la cocina de forma que el plástico duro de la puerta del armario me presiona la entrepierna. Me duele. «No pienses en ello. No subas.» Pero se me pone dura, dura, y aún más dura cuando pienso en apretar en otro sitio, en un lugar suave y sumiso. La saliva me inunda la boca, cierro los ojos y escucho los ruidos de arriba; su piel rozando el plástico al cambiar de postura, la ducha que se abre y se cierra, y después el borboteo del agua al salir por el desagüe y bajar por las tuberías.
«El agua baja por las tuberías. ¡Mierda! Ha terminado. Estará abajo en un momento.»
Me pongo de pie rápido, tanto que siento un ligero mareo. «Debo parecer normal. Rápido, prepara la sopa.»
Enciendo el gas bajo el cazo, y tengo el tiempo justo de coger un trapo de cocina para sujetarlo delante de mis pantalones cuando Sarah aparece. Lleva una toalla envuelta alrededor del cuerpo y otra en la cabeza, como un turbante. Parece tan joven; sin maquillaje, sólo la piel limpia y rosada. Piernas rosadas, pies rosados, brazos rosados, manos rosadas. No esperaba esto. Es como una visión, un ángel. No puedo apartar los ojos de ella.
Ella no parece notar el efecto que ejerce sobre mí.
– Tenías razón -dice, frotándose el pelo con la toalla-, mi ropa estaba muy guarra. ¿Me puedes dejar algo? La tuya me iría bien.
– Sí, desde luego. Espera que acabe con esto. -La sopa está hirviendo y se está saliendo del cazo. Me aparto de ella para servirle un plato. Mi polla sigue luchando por salirse de mis vaqueros, así que continúo sujetando el trapo de cocina mientras le pongo el tazón de sopa en la mesa.
– Creo que no tenemos pan, aunque puede que haya algunas galletas saladas -digo.
– No te preocupes. Esto es estupendo. ¿Tú también vas a tomar un poco de sopa?
– No, no tengo hambre. Iré a buscar algo de ropa.
En mi habitación encuentro una camiseta y unos pantalones de chándal que servirán, pero en cuanto a la ropa interior, no puedo llevarle mis calzoncillos, eso estaría fatal. Tampoco puedo buscar entre las cosas de la abuela. Para empezar, está durmiendo en su habitación y, aunque no fuera así, preferiría cortarme las manos.
Cojo toda la ropa y bajo. Mia se ha despertado y Sarah la tiene en brazos, enseñándole algunos de los adornos que la abuela tiene en la repisa de la chimenea. Los ojos de Mia se salen de sus órbitas. Sus manos rozan la caja de madera pulida que ocupa el lugar de honor. Sarah se aparta.
– No lo toques, Mia -dice-. No toques esas cosas tan bonitas. -Entonces frunce el ceño-. ¿Qué es eso?
– Las cenizas de mi bisabuelo. La abuela no va a ninguna parte sin ellas.
Se aleja un poco, haciendo una mueca.
– ¡Uf!
– Aquí tienes -digo tendiéndole la ropa que he ido a buscar-. Esto podría servirte mientras lavamos la tuya.
Mia gira la cabeza hacia mí cuando oye mi voz y suelta algo parecido a un chillido. Nos coge por sorpresa. Sin tan siquiera pensarlo, tiendo los brazos para cogerla.
– ¿Es esto normal? -pregunto a Sarah. Ella está tan sorprendida como yo.
– Sí, supongo que sí.
Cojo a la niña y la sujeto con torpeza.
– Ponle la mano en la espalda para que no se vaya hacia atrás. -Sarah mueve mi mano y la coloca en el punto exacto.
La cara de la niña está cerca de mi hombro. Estiro el cuello hacia atrás para verla.
– Hola -digo.
Me mira atentamente. Me da un vuelco el estómago cuando veo otra vez su número. ¿Por qué una personita tan pequeña, tan bonita, tiene que morir?
Me pasa la mano por la cara, por el lado malo; sus dedos se tuercen y me los clava.
– ¡Mia, no hagas eso, le harás daño! Ven aquí, dámela. -Sarah da un paso hacia delante, lista para cogerla.
– No, está bien. No me hace daño. -Es mentira. Uno de sus dedos ha encontrado una llaga, pero no quiero que me la quite. No había tenido un bebé en los brazos en mi vida. Es mágico. O quizá lo sea simplemente esta niña. Ella no se aparta de mí, ni se altera por mi cara: sólo mira.
Cuando miro a Sarah, está sonriendo por primera vez hoy. Es la primera vez que veo su sonrisa: le transforma la cara.
– Eres bueno con ella -dice-. Le gustas; normalmente se pone a berrear como una loca si se la doy a alguien.
– Es innato -digo. Es broma, pero dentro de mí me siento como un héroe.
Y entonces oímos pasos en las escaleras y entra mi abuela. Su mirada va del cochecito a Sarah, que está ahí envuelta en sus toallas.
– ¡Hostia! -dice-, tenemos la casa llena. ¿Qué es todo esto?
Sarah vuelve a encogerse de hombros, a la defensiva.
– Hola -dice-, soy Sarah. Yo sólo…
– Eres la chica del hospital, la que pintó la pared.
– Ésta es mi abuela -digo-, Val.
Pero ésta no sonríe. Me mira, y su cara palidece.
– Deja a la niña, Adam. ¿Qué crees que estás haciendo?
– No pasa nada, abuela, le gusto.
– ¡Déjala!
– Abuela, basta ya.
Se acerca a mí para quitarme a Mia de los brazos. Mia está asustada, esconde la cabeza en mi hombro.
– ¿Qué te pasa, abuela? A la niña le gusto.
– ¿Que qué me pasa? ¿Qué te pasa a ti? Has visto su mural, ya sabes lo que pasa.
Los dos miramos a Sarah.
– Lo sé, lo sé -dice ésta-, pero todo está bien ahora. Hoy está bien.
La abuela se da media vuelta.
– ¿Quieres que ella lo conozca, que confíe en él, que recurra a él el uno de enero? ¿Eso es lo que quieres?
Sarah tuerce la cara.
– No, por supuesto que no. No lo sé, no lo sé.
– ¿Por qué estás aquí?
La dureza de la voz de mi abuela oculta otra cosa. También tiene miedo, pero no creo que Sarah se dé cuenta. La abuela puede intimidar bastante, y ahora lo está demostrando.
– ¿Por qué estoy aquí? Han detenido a los amigos con los que vivía. No tengo a nadie ni adónde ir. Pero si no me quiere aquí, me iré. Encontraremos otro sitio.
Levanta las manos y las pone en la barriguita de Mia para cogérmela, y una de ellas me roza el brazo. La siento tan cálida sobre mi piel, tan suave. Siento sus huesos a través de su piel y la sensación es como una descarga eléctrica que me despierta.
– Abuela, Sarah necesita un lugar donde pasar la noche. Le he dicho que podía quedarse aquí. Puede dormir en mi habitación y yo lo haré en el sofá. Es una noche, abuela, y le he dicho que no hay problema.
La abuela me mira. Durante una décima de segundo, no sé si estamos al borde de una pelea de mil demonios, pero se encoge de hombros un poco y mira a Mia.
– De acuerdo -dice-. No voy a echarte a la calle, pero es un error. Puedo sentirlo. -Se acerca a mí-. Así pues, ¿quién es ésta?
– Mia -contesta Sarah.
La abuela se acerca a la niña, que se aparta hacia atrás pero no puede evitar mirarla a hurtadillas.
– No tengas miedo -dice la abuela, acariciándole suavemente la mejilla-. No soy una bruja grande y mala. Soy una bruja buena.