Sarah

No puedo hacerlo. Pensaba que podría, pensaba que quería, pero no puedo. No sé si podré algún día. Sé que Adam es diferente. Le gusto de verdad, y a mí me gusta él, pero esa sensación del peso de su cuerpo encima del mío, de sus manos acariciando mi piel, me asusta. No es lógico, no sale de mi mente, que le desea, que está excitada por estar con él. Está programado dentro de mi cuerpo, como si reaccionara por sí solo, separado de todo lo demás.

Ha pasado mucho tiempo desde que dejé de sentir mi cuerpo como propio. En casa, durante años, le pertenecía a Él. Podía tenerme, tomarme siempre que Él quería. Ahora pertenece a Mia. Como por arte de magia, mi cuerpo ha hecho lo necesario para que se desarrollara, naciera y pudiera alimentarla. No sabía que podía hacerlo, pero pasó. Mi cuerpo lo sabía.

En algún momento, algún día, mi cuerpo volverá a ser mío, pero quién sabe cuándo será eso, o quién seré o cómo me sentiré. Y mientras tanto, Adam se marcha furioso. Se autodenomina el Hombre Elefante, piensa que es repulsivo, pero no es así. No es así en absoluto. «No se trata de ti, sino de mí.» ¡Oh, Dios mío! Es un tópico, pero es verdad. Nunca he querido hacerle daño. Ahora, ¿qué pensará de mí: que soy una puta, una bruja o una calientapollas?

– Parece que nos tendremos que ir de aquí -le digo a Mia-. Lo he estropeado todo, ¿no crees?

Preparo las bolsas con nuestras cosas antes de bajar. Adam está tumbado en el sofá, hecho un ovillo, con los ojos bien cerrados. La tele está encendida, pero no la está viendo. Val está en la cocina, sentada en un taburete, y la habitación está llena de humo. Me detengo en la puerta. Aquí hay demasiado humo para Mia, y el salón está lleno de Adam. No tenemos ningún sitio adonde ir, más vale que nos vayamos.

– La pondré en el cochecito -digo-, e iré a buscar el resto de nuestras cosas.

– ¿Por qué? ¿Adónde vas? -Val apaga su cigarrillo.

– Ha sido muy amable dejándonos estar aquí, pero ahora deberíamos irnos y buscar otro sitio.

– Tienes algún sitio, ¿no? -Me mira fijamente.

– Sí, tengo un par de amigos donde puedo intentarlo -miento.

No quiero que nadie sienta pena por mí o se sienta obligado o algo así. Sólo quiero irme; para empezar, ni siquiera debería haber venido. Nos iremos de Londres y si nos cogen, bueno, pues tendré que solucionarlo.

Me acerco al cochecito e intento acostar a Mia, pero no está cansada. Suelta un grito de genio.

– Por favor, Mia, túmbate, ahora no necesito esto.

Continúa llorando pero la sujeto con la correa y subo a por nuestras bolsas. Cuando vuelvo a bajar, Val está junto a Mia, arrullándola. Eso no ayuda.

– Está bien -digo-, nos vamos ahora. Meto deprisa las bolsas debajo del cochecito y me pongo la chaqueta.

– No tienes por qué irte -dice Val.

Detrás de ella, en el sofá, Adam sigue con los ojos cerrados, pero no es posible que esté dormido, no con todo este jaleo alrededor.

– Se va, Adam -le dice Val-. ¿Ni siquiera vas a despedirte?

Abre los ojos y me mira directamente: su cara no expresa nada. Me siento como si hubiera matado una parte de él.

Doy un paso hacia delante porque esto no puede terminar de este modo. Los malentendidos se han amontonado entre nosotros.

– Adam -digo-, no es culpa tuya. No es por ti, es que…

Da un puñetazo en el sofá.

– ¡Basta ya! -grita-. ¡No digas eso, no vuelvas a decirlo!

– Vale, vale, me voy.

No sirve de nada hablar con él. Le he ofendido demasiado, es mejor que le deje en paz. Voy hasta la puerta principal y la mantengo abierta para sacar el cochecito. Consigo bajar el escalón dando botes. Mia sigue llorando, pero no puedo cogerla en brazos hasta que estemos bien lejos de aquí. Vuelvo para cerrar la puerta y, de pronto, me encuentro a Adam ahí, en la puerta. No tengo ni idea de lo que va a hacer: gritarme, pegarme o besarme. Está silbando con energía, justo en el borde; tiene los puños cerrados y lanza uno hacia mí.

– Aquí tienes -dice.

Da la vuelta a la mano y extiende los dedos. Hay un par de billetes y algunas monedas.

– No, no seas tonto -le digo.

– Cógelo y vete de Londres. Quedan tres días. Llévate a Mia de aquí, lejos de mí.

Mira al suelo mientras habla. Pero cuando dice «mí», levanta la vista con un movimiento rápido para mirarme a los ojos, y ahora no están muertos ni sin vida. Ha vuelto la chispa y la reconozco: hay una punzada de miedo bailando en sus ojos.

– Tómalo -vuelve a decir y pone su mano encima de la mía. Su tacto es muy cálido y mi cuerpo reacciona a ese calor inmediatamente; toda mi piel se ruboriza, y siento un dulce dolor entre las piernas. Ya no me quiero ir, deseo quedarme aquí y luchar contra lo que sea que trata de destrozarnos. Quiero tocar su cara quemada, besarla, para que sepa que no me importa.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a empezar a hacer ruido. Tengo que conseguir sacar a la gente de Londres.

– ¿Tú solo?

– Sí, no lo sé, como sea.

Estamos los dos allí, de pie, como si hubiera un asunto sin terminar entre nosotros. He cogido el dinero, pero él no me ha soltado la mano, ni yo quiero que lo haga.

– Podría ayudarte -digo.

Nos miramos y durante un segundo o dos me pregunto si está pensando lo mismo que yo, que estamos destinados a estar juntos, que podemos hacerlo.

Me suelta la mano y me toca la cara suavemente, como yo hice una vez con la suya.

– No -responde en voz baja y ronca-. Tienes que irte. Es lo mejor que puedes hacer. Llévate a Mia a algún lugar seguro.

Tiene razón; lo he sabido desde el primer momento. La única forma de escapar al futuro, a mi pesadilla, es no estar cerca de Adam el día uno.

– De acuerdo -añado-, me iré. Pero seguiré en contacto contigo ¿vale? Quizá cuando todo esto haya acabado podamos…

No puedo imaginar qué habrá después de Año Nuevo. No sé cómo será el mundo, ni si alguno de nosotros seguirá con vida. Adam lo sabe, ha visto mi número.

– ¿Adam…?

– Sí.

De repente me doy cuenta de que no quiero saber si me queda una semana, un mes o un año. Me dijo que no me lo contaría nunca, y tiene razón. No quiero conocer mi propia sentencia de muerte.

– Cuídate.

Me precipito hacia delante y le beso en la mejilla, donde tiene las cicatrices. Cierra los ojos; yo me doy la vuelta y me alejo rápidamente por el sendero. «No mires atrás, no mires atrás.» No puedo evitarlo; miro por encima del hombro y veo que todavía sigue en la puerta. Tiene los ojos abiertos y está allí, mirándome. Levanta el brazo y se pasa la manga por los ojos, con la cara distorsionada por una sonrisa que no es una sonrisa. No puedo ver cómo llora. Me doy la vuelta y me voy.


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