Era él.
Y su cara era la misma de mis pesadillas. Con un lado desfigurado, fundido.
¿Cómo es posible que yo supiera que esa cara perfecta acabaría quemada? ¿Cómo sé que le veré en otro fuego?
Pensaba que las pesadillas terminarían cuando naciera la niña, pues empezaron cuando me quedé embarazada, las primeras semanas antes de que conociera mi estado. De algún modo, ella me las trajo, y pensé que quizá eran suyas, que, una vez que estuviéramos separadas, ella se las quedaría; pero me las ha dejado. La noche en que regresamos a casa del hospital, vuelvo a tener las pesadillas. Esta vez veo toda la ciudad devastada: edificios reducidos a ruinas, grietas en el asfalto demasiado anchas para saltarlas; gente muerta en las calles; cuerpos tirados entre los escombros. Y en lo único que puedo pensar es en Mia. No está conmigo, necesito encontrarla.
Me obligo a despertarme. ¿Dónde está? Oh, Dios mío, ¿dónde está mi hija? Mis manos buscan a tientas en el suelo, al lado de la cama. Encuentran la parte superior de su cabeza, tierna y caliente. Está allí, dormida en su cajón.
Sólo ha sido un sueño. No es real.
La pesadilla está llena de mentiras: nunca perdería de vista a Mia. No es más que una broma cruel que me está gastando mi mente, aprovechando mis miedos más profundos, deformándolos y jugando con ellos.
Excepto que… Excepto que… una a una, las piezas de la pesadilla van encajando, como en un rompecabezas. Mia. Adam. Yo.
Hay algo inevitable en todo este asunto.
No lo puedo soportar. Me siento demasiado sola afrontando todo esto a oscuras. Vuelvo a alargar los brazos y la cojo, y me la llevo a la cama junto a mí. La he despertado. Creo que jamás lo había hecho, siempre había dejado que siguiera su propio ritmo de sueño, pero ahora está despierta y no llora. Me la pongo encima de las piernas; le sostengo suavemente las manos y ella me las coge, y nos miramos a los ojos durante mucho tiempo.
– No te voy a dejar -acabo diciéndole-. Jamás te abandonaré.
Espero a que me diga lo mismo. A veces, creo que dar a luz me ha enloquecido un poco, me ha ablandado el cerebro y ha difuminado todos los contornos. Si ahora ella me respondiera: «Jamás te abandonaré, mamá», ni siquiera me sorprendería. Sería fantástico en un mundo lleno de leche e insomnio.
No me habla. Simplemente, mira, mira y vuelve a mirar. Y, gradualmente, los párpados le pesan demasiado. Durante unos pocos minutos, se abren y se cierran, y finalmente, se quedan cerrados. Respira por la boca, y cada respiración es deliciosamente pesada, casi un ronquido. La coloco encima del colchón junto a mí.
Suceda lo que suceda, independientemente de lo que nos depare el futuro, tenemos el ahora, Mia y yo, con las caras tan cerca que respiramos aire de los pulmones de la otra, y tengo la comodidad de compartir su sueño. Y, de momento, eso me basta.
Me vuelvo a adormecer y ahora la niña llora y yo también: estamos atrapadas en un muro de llamas. Moriremos aquí, quemadas vivas. Me da igual lo que me pase a mí, pero no puedo soportar que le suceda a Mia. Doblo mi cuerpo a su alrededor, intentando protegerla; las llamas se están acercando. Hace tanto calor que se me está derritiendo la ropa.
– ¡Sarah! ¡Sarah!
Alguien me sacude el hombro. Es él, Adam. Me intenta decir algo, pero el lugar se está cayendo a trozos a nuestro alrededor. No puedo oírle.
– Sarah, ¡despierta! ¡Despierta!
Abro los ojos, grito y la niña también, pero el aire es frío contra mi cara caliente. Estoy en mi habitación de la casa okupa, y quien me despierta no es Adam, sino Vinny.
– Has despertado a la niña -me dice.
La cojo. Mi chiquitina, la he asustado. Me levanto de la cama y camino arriba y abajo, meciéndola, pero no sirve de nada, de modo que volvemos a meternos en ella e intento darle el pecho. Se agarra a él como si la vida le fuera en ello. Seco las lágrimas del ojo que puedo ver y, poco a poco, se calma, y su continuo mamar también me calma.
– Debes hacer algo, hablar con alguien.
– ¿Un psiquiatra?
– Quizá.
– ¿Hablarle de mi infancia, sacarlo todo?
– ¿Por qué no? Podría ayudarte.
– Mis pesadillas no son acerca del pasado, sino acerca del futuro.
– ¿Cómo?
– Es sobre lo que nos ocurrirá a Mia y a mí. No sólo a nosotras, es mayor que eso. Se trata de algo grande.
– ¿Puedo ver los dibujos? ¿Los hiciste tú, verdad?
Los he hecho en el papel pintado que encontré, pero los he vuelto a enrollar porque no podía soportar sentarme y mirarlos.
– Allí -respondo señalando hacia el rollo de papel apoyado en un rincón de la habitación. Vinny empieza a desenrollarlo, sosteniéndolo delante de él, y entonces, se da cuenta de lo grande que es y lo extiende en el suelo, hasta que los extremos tocan mis zapatos.
– Dios mío -exclama-. Mecagüen Dios y todos los santos. Es ese tío, el chico del aparcamiento. Y los edificios y el fuego. Dios mío, Sarah, ¿sabes qué has dibujado?
Niego con la cabeza y, cuando vuelvo a mirarle veo que tiene miedo.
– La fecha, aquí: 1 de enero de 2027. Es ésa, ¿verdad?
– Es la fecha de mi pesadilla.
– Dios mío.
Se frota la cara con las manos y, cuando vuelve a levantar la mirada, tiene la misma cara de terror.
– No puedes guardarte esto, chica. No, si es real. ¿Lo es?
– No lo sé, Vin, a mí me lo parece. El chico, Adam; lo vi en mi pesadilla antes de conocerle. No tenía esta cicatriz, pero lo vi así; sabía que le sucedería.
– Mierda. Esto es muy raro, muy fuerte. Tienes que contárselo a la gente y sé exactamente dónde. Venga, te lo enseñaré.
– Son las cinco de la mañana, Vin, y estoy dando de mamar a la niña.
Él nunca ha funcionado con el mismo horario que los demás.
– Cuando ella haya terminado de mamar, iremos y te lo enseñaré. Y te conseguiré algunos botes de spray: sé de alguien que tendrá algunos. Debes mostrárselo al mundo.
– Vinny, ¿te refieres a pintarlo en un muro?
– Sí, claro.
– No, de ningún modo.
Entonces, se pone serio.
– Debes hacerlo, no tienes otra opción: has de decírselo a la gente.
– Cierra la boca. No tengo que…
– Sí, sí que debes porque sabes qué es esto, ¿no?
Niego con la cabeza.
Vuelve a mirar el dibujo.
– Es el día del Juicio Final, Sarah. ¡Mierda, has dibujado el día del Juicio Final!