Sarah

Hay 20.000 cámaras de circuito cerrado de televisión en Londres, ojos que no parpadean observando las calles las veinticuatro horas del día. Te seguirán, te fotografiarán, leerán tu chip, te registrarán: quién, dónde, cuándo. Antes pensaba que desaparecer era sencillo, que bastaba con marcharse y perderse entre el gentío pero, cuando lo intentas, descubres que es prácticamente imposible. Prácticamente.

Me siento confiada cuando salgo de la escuela al final del día. Tengo ropa y dinero. Les he dicho a mis padres que iría al club de fotografía después de la escuela. Se mostraron encantados, un síntoma de que me estaba integrando. Me he conseguido una hora extra.

Voy directamente al Centro de Aprendizaje Integrado y me meto en los lavabos públicos que hay allí. Me encierro en un cubículo, me cambio y me pongo mi ropa. Voy a dejar ahí el uniforme de la escuela -no lo volveré a necesitar- pero, en el último momento, lo guardo de nuevo en la mochila. Llevo poca ropa y puedo utilizarlo como capa extra. Al cabo de dos minutos estoy fuera. Viene un autobús por la calle; corro hasta la parada y me monto; encuentro un asiento en el fondo y me siento allí para mirar por la ventana.

Me da lo mismo adónde vaya el autobús, lo único que me importa es que me lleve más lejos y rápido de donde podrían llevarme mis pies. El corazón me late muy deprisa, por lo que cierro los ojos e intento calmarme. ¡Lo he conseguido! ¡Me he escapado! Nos hemos escapado. Todavía no estamos a salvo, pero a cada minuto, a cada segundo, nos alejamos más, de casa, de la escuela, de él, de Adam.

Adam.

Cuando me senté tan cerca de él, cuando le dibujé, cuando le miré, le miré de verdad, estuve más que segura de que era el chico de mis pesadillas. Pero, visto de cerca, no resulta atemorizador. Es raro, vale, es nerviosillo y no puede estarse quieto, y tiene esa manera de mirarte, como si pudiera ver a través de ti. Pero en vez de asustarme, yo quería devolverle la mirada.

En mi pesadilla estoy aterrorizada. Él está allí conmigo, en medio de las llamas, y me roba mi objeto más preciado, mi bebé, me lo arranca de los brazos y entra con ella en el fuego. Pero el Adam de la pesadilla está chamuscado, tiene un lado de la cara desfigurado y horroroso. El Adam de la escuela tiene una piel preciosa: lisa, caliente, como el capuchino. Cuando la toqué, cuando estiré el brazo y le toqué la cara, tenía el tacto que esperaba: perfecto. Tiene el rostro perfecto y, durante un momento de locura, me imaginé mi cara cerca de la suya, con esos ojos mirando fijamente a los míos, sus labios rozándose con los míos…

El autobús frena de golpe y abro los ojos. Estoy mirando directamente a un escáner del techo. ¡Mierda! ¡Claro! Todos tienen escáneres. Tengo que bajar. Ahora. Pulso el timbre, me levanto y me voy al lado de la puerta. «Vamos, vamos.» La próxima parada parece estar a kilómetros de distancia. Por fin, el autobús chirría hasta detenerse, cruzo el hueco entre las puertas y ando tan deprisa como puedo. Intento no correr: la gente se daría cuenta y lo recordaría. Hay escáneres cada cien metros a lo largo de esta calle, y una enorme pantalla de información pública en la esquina. Esas pantallas muestran fotos de gente desaparecida, ya las he visto antes. Nunca pensé que podrían ser personas como yo… gente que no quería ser encontrada. ¿Aparecerá pronto mi cara? Tan pronto como puedo, me meto en un callejón lateral.

Mientras camino, pienso: «¿Cómo lo voy a hacer?» Si voy a un hotel o a una pensión, me pedirán el carné. Necesito uno falso, o tengo que ir a un sitio donde no me lo pidan. Necesito pasar desapercibida, desaparecer.

No es el tipo de cosa que una puede hacer sola, sin contactos.

De repente, me doy cuenta de mi situación: soy una chica de dieciséis años, de un barrio privado, embarazada y sola en una zona de Londres que no conoce y que lleva dos mil euros en efectivo. ¿Qué diablos estaba pensando? ¿Cómo creía que iba a arreglármelas?

Echo un vistazo al reloj: las 16:40. Dentro de diez minutos, mamá empezará a preguntarse dónde estoy. ¡No tengo tiempo! Al final de la calle, un tren pasa traqueteando; en él podría llegar más lejos. Si pudiera subir a uno sin que me vieran, podría estar a ochenta, ciento sesenta, trescientos veinte kilómetros de aquí esta misma noche, en cualquier lugar del Reino Unido. Tengo dinero. Podría hacerlo.

Eso es. Debo ir a Paddington.

No saber exactamente dónde me encuentro no facilita las cosas. Me tendré que arriesgar: volveré a la calle principal y cogeré otro autobús. Mamá no llamará a la policía hasta, como mínimo, las seis, ¿no? Y entonces ya podría estar muy lejos.

Sí, Paddington es el lugar.

De vuelta a la calle principal, no tengo que esperar mucho para coger un autobús. Me subo el cuello aunque sé que eso no cambiará nada, y miro constantemente el suelo. Llego a la estación de Paddington, compro una botella de coca-cola, descubro dónde están los escáneres y busco un lugar desde donde pueda observar el mostrador de salidas, decidir adónde ir sin ser vista, pero me ven. Mientras hago todo aquello, me doy cuenta de que me vigilan.

Un tipo viene hacia mí.

– ¿Eres nueva por aquí? ¿Necesitas un sitio donde alojarte?

– No -contesto-. Estoy bien. Espero a un amigo.

Me mira de arriba abajo y sonríe.

– Yo puedo ser tu amigo.

Ahora se me ha acercado demasiado. Tengo su cara encima.

– No -repito-. Estoy bien.

– Venga -me dice-. Éste no es un buen sitio para estar sola. Ahora lo puedo oler: aftershave barato para ocultar el alcohol de su aliento.

– Vete a la mierda y déjame en paz -digo, con más valentía de la que siento en realidad. Cruzo la explanada sin pensar ya en los escáneres porque sólo quiero alejarme de ese tipo.

Necesito comprar un billete, subir a un tren, salir de aquí. No sé hacia dónde, eso es todo. Adónde debería ir. Hay una chica de pie cerca de la oficina de billetes: no es mucho mayor que yo. Chaqueta de cuero, tachuelas que rodean toda su oreja. Ha mirado cómo me acercaba, cómo me escapaba del tipo asqueroso que me molestaba.

Me detengo y bebo un trago de coca-cola.

– Están enfermos, ¿verdad? -me dice la chica.

– ¿Quién?

– Los tíos de por aquí. Creen que pueden ligar contigo tan sólo porque estás sola. Gilipollas.

– Sí -respondo. Le ofrezco la botella.

– Gracias -me dice, y echa un trago.

– ¿Vas a alguna parte?

– Sí, fuera de Londres.

– ¿A algún sitio bueno?

– A cualquier sitio.

– Ya sabes que cuando compres el billete te pedirán el carné.

– Oh. -No lo sabía.

– Si necesitas un sitio adonde ir, tengo un piso. Te podrías quedar un par de días, hasta que resuelvas las cosas. Hay un sofá…

– ¿De verdad?

Asiente.

– Sí, claro. He pasado por lo mismo que tú. Sé cómo es. Necesitas un lugar para empezar. Un lugar seguro.

No la conozco. No sé dónde tiene el piso. Pero me gusta, ella y su actitud. Es como yo, ella misma lo ha dicho.

– Bien, sólo durante un par de días…

– Sólo un par de días.

Me devuelve la botella de coca-cola.

– Por cierto, me llamo Meg -se presenta.

– Sarah.

– Venga -me dice-. Salgamos de este mercado de carne.

Y la sigo a través de la estación. Nos engulle la multitud: cientos, miles de personas a nuestro alrededor, pero no pasa nada porque ya no estoy sola.

Tengo un contacto, alguien que conoce los entresijos, y un lugar adonde ir.


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