Adam

Cierra los ojos y así parece más tierna, más joven. Tiene la piel muy pálida, casi blanca. Cuando paso a su lado, estamos tan cerca que huelo su perfume de almizcle, y lo único que deseo es rodearla con mis brazos, abrazarla, enterrar mi cara en su pelo y aspirar su olor.

Me quedo en la puerta unos segundos, observándola. Podría quedarme así toda la eternidad.

En algún lugar de las habitaciones que tengo encima, empieza a oírse un ruido. Profundamente dormida, Sarah también debe de notarlo, porque se agita un poco antes de volver a calmarse. El ruido es débil, como el maullido de un gatito, de una especie de animal, pero tiene algo que me inquieta. Rodeo mi sofá y paso de puntillas al lado de Sarah para meterme en el pasillo. Levanto la mirada para observar el final de las escaleras: no veo rastro de nadie, sólo ese lloriqueo. De pie allí, creo que sé de qué se trata.

Me debato: quiero encontrarlo y quiero salir corriendo. Quizá me puede la curiosidad, quizá es algo más que eso. Esta casa y Sarah, estaba destinado a encontrarlas. Estaba destinado a estar aquí y ahora, a oír este ruido. Si ahora salgo corriendo, tendré que volver en otro momento y afrontarlo. Asciendo sigilosamente las escaleras desnudas. En el primer piso, el ruido todavía queda por encima de mí. El corazón me palpita en el pecho y oigo mi respiración al entrar y salir el aire de mi boca abierta.

Subo hasta el piso de arriba. Ahora, el ruido es más fuerte y suena cada vez más desesperado. Hay cuatro puertas en el descansillo: las empujo una a una, quedándome un poco atrás, como si esperara que al otro lado hubiera un hombre apuntándome con una pistola. Primero, el baño: con moho en las paredes y un grifo goteando sobre una mancha oxidada en el lavamanos. Luego, una habitación con ropa tirada por el suelo, un colchón sobre tablones y una guitarra recostada contra la pared. Una segunda habitación con un sofá viejo como cama y montones de libros, revistas y diarios por todos lados. Todas vacías.

Queda una habitación.

La puerta está entreabierta. Ahora, el ruido me llena los oídos y está claro que no se trata de un animal. Me detengo fuera. No puedo hacerlo. «Vamos -me digo-. Vamos, has llegado hasta aquí.»

Abro más la puerta y me quedo allí. Comparada con el resto de las habitaciones, ésta se encuentra sorprendentemente ordenada. En una esquina, hay un colchón con un edredón puesto de través, y montones de ropa, mantas y toallas dobladas pulcramente en unas estanterías: alguien se ha esforzado, se nota.

Al lado de la cama, hay un gran cajón en el suelo. Desde la entrada, lo único que puedo ver son dos manitas rosadas agitándose en el aire.

Camino hasta allí y bajo la mirada: el bebé tiene la cara roja de tanto llorar. Sus ojos están fuertemente cerrados y sus párpados están mojados por las lágrimas. Agita los brazos por encima de ella y también los pies: izquierda, derecha, izquierda, derecha, rozando la sábana.

Me agacho.

– ¿A qué viene tanto ruido? -digo.

De repente, sus brazos y piernas se detienen y abre los ojos. Son de un azul brillante, como los de su madre. Se me corta la respiración.

– No. Oh, por favor, Dios mío, no.

Como una bala en el cerebro, su número me golpea:

– 112027.


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