Sarah

Vine aquí sólo con la mochila de la escuela. Ahora no tengo la menor idea de cómo voy a hacer las maletas para dos. Supongo que lo único que realmente necesito es ropa, pañales y toallitas. Ya nos las apañaremos respecto a lo demás.

No sé adónde vamos, sólo que tenemos que salir de aquí. No tengo dinero suficiente para un billete de tren, quizá para uno de autobús. Puede que Vinny me diera algo de pasta, pero no puedo pedírsela: ha hecho tanto por nosotras. Se ha comportado como un amigo de verdad.

Mia duerme mientras recojo las cosas; me detengo para observarla, con la boca abierta y los brazos estirados por encima de la cabeza. Una ola de pánico empieza a crecer dentro de mí. ¿Me las arreglaré sola con ella? ¿Y si no puedo encontrar ningún sitio donde quedarme? Afuera hay tormenta y el cristal vibra en el marco de las ventanas. No puedo salir a la calle sin ningún sitio adonde ir y sin nadie a quien acudir. No con un bebé.

Me dejo caer en la cama, todavía no derrotada, pero comprendiendo de repente la realidad de mi situación. Tengo que pensar con previsión, necesito un plan.

La tormenta es tan fuerte que no oigo que llaman a la puerta hasta al cabo de un rato. En algún momento, me doy cuenta de que se oye otro ruido bajo las escaleras además de la vibración, el chirrido y el crujido. No viene de atrás: hay alguien en la puerta delantera. Nunca viene nadie por allí. Paso los pestillos, aunque no hay ninguna llave para el cerrojo. La puerta no se abrirá.

Me inclino y levanto la ranura del correo.

– ¿Quién es?

Puedo ver un cinturón brillante de charol ceñido en la mitad de un abrigo. Se hace una pausa y, entonces, una persona se agacha para situar su barbilla a la altura de la ranura.

– Me llamo Marie Southwell, soy de Servicios de Atención a la Infancia.

«¡Mierda!»

– Quiero hablar con Sally Harrison. ¿Es usted?

Por un segundo, siento un gran alivio. ¿Sally Harrison? Es un error, dirección equivocada. Entonces, recuerdo que soy yo, el nombre con el que me registré en el hospital.

– Tendrá que dar la vuelta hasta atrás, meterse por el callejón y entrar en el patio. La esperaré allí.

– De acuerdo.

Dejo que la ranura del correo se cierre y entro corriendo en la cocina para recoger algunos platos y tazas sucios, meterlos dentro de un armario y cerrar la puerta. La mujer que aparece en el callejón de atrás parece desgarbada, pero lista. Lleva unas botas negras de charol a juego con su brillante cinturón. Me muestra su identificación y la dejo entrar en la casa, comprendiendo de pronto qué aspecto debe de tener ésta para un desconocido. Grasa y suciedad en el techo, cacas de rata en el suelo, el bate de béisbol apoyado en la pared.

– ¿Una taza de té? -le pregunto, confiando en distraerla, pero sus ojos están por todas partes, observándolo todo.

Sonríe.

– Sí, por favor. Con leche y sin azúcar.

Actúo con extrema torpeza al intentar preparar el té. La leche está en la encimera. Cuando la añado al té se forman coágulos blancos; lo tiro por el sumidero.

– Mierda, la leche se ha cortado. Lo siento. Prepararé un poco más de té. ¿Lo puede tomar solo?

– No se preocupe por el té. ¿Nos sentamos? Sólo es un seguimiento rutinario. De usted… y del bebé. ¿Está aquí?

– Sí, en el piso de arriba.

– Me gustaría verla. Cuando hayamos terminado de charlar.

– De acuerdo. -Me tiemblan las manos. Me las seco en los vaqueros y me siento-. La niña está bien, no le pasa nada.

Levanta la vista de los papeles que ha dejado encima de la mesa de la cocina.

– No, no, claro que no le pasa nada. Simplemente parece que antes ambas os habéis escabullido del sistema. Sólo es rutina.

– ¿Cómo… cómo nos ha encontrado?

– Le pusieron un chip en el hospital, ¿no? A la niña, a Louise.

– Sí, pero…

– El hospital informó a Servicios de Atención a la Infancia y la localizamos aquí.

Localizada. Me quedo sin palabras: vayamos donde vayamos, nos pueden encontrar.

– Nunca quise que le pusieran un chip. Simplemente, lo hicieron.

– Bien, sí, sé que a mucha gente no le gusta la idea, pero no duele y ahora es un requisito legal.

– Lo sé. Pues bien, la ley apesta.

Puedo oírme a mí misma diciendo esas palabras, y me doy patadas, pensando: «Para, compórtate con normalidad, y se irá.»

Tensa un poco la sonrisa de su cara.

– Bien, ya está hecho, y esto implica que podemos darle el consejo y ayuda que necesita. ¿Está en contacto con el padre de Louise?

– No -respondo enseguida-. No, ni siquiera sabe que existe.

– Necesitaré sus detalles porque tenemos que pensar en la pensión alimenticia. Él debería pagar una manutención.

– No quiero su dinero. No quiero tener nada que ver con él.

– Pero le vendría bien un poco de dinero… -Mira alrededor.

– Estoy bien, me las apaño. Aquí tengo amigos que me echan una mano.

– Tiene derecho a dinero propio.

– No lo quiero. No quiero nada de nadie, sólo que me dejen en paz.

– Me temo que no funciona así, no cuando se tiene un hijo. La autoridad local tiene el deber de cuidarlo, de asegurar el bienestar del niño en el distrito.

«¿Cuidarlo? ¿Cuidarlo? ¿Quién cuidó de mí cuando todavía estaba en casa? ¿Quién se molestó en averiguar qué ocurría cuando empecé a faltar a clase? No miraron más allá de las verjas de hierro y de la entrada de gravilla. No hay nada malo en esa casa, simplemente ella es mala gente.»

– Podemos solicitarlo en línea ahora mismo, si lo desea. He traído mi portátil.

– Le he dicho que no quiero nada.

– Quizá la próxima vez…

– Ahora bajaré a Louise, si lo desea. Ella está bien y yo, también. Ambas estamos bien.

– Me gustaría ver su habitación, si puedo. ¿Dónde está la habitación de la niña?

Suspiro.

– Claro.

Y la guío escaleras arriba, con los casquillos vacíos, el papel pintado roto, las puertas del pasillo casi fuera de sus goznes. Mia sigue durmiendo en su cajón: está limpia, a salvo y bien. Eso es lo que quieren saber, ¿no?

– Estaba a punto de irse -afirma Marie, al ver las bolsas de plástico llenas de ropa y pañales.

– No, sólo hacía limpieza. No es fácil tenerlo todo limpio aquí…

«Cállate. Aquí está bien.»

– No -responde-, no es fácil. Ya lo veo.

Mis dibujos están apilados por toda la habitación. Se acerca a uno de los montones y coge el que está encima.

– Está hecha toda una artista. Son buenos.

Entonces, ve el siguiente: salen Adam y Mia, en mi pesadilla. Se inclina para cogerlo y frunce el ceño.

– ¿Qué es esto?

– Nada, no es nada. Sólo una pesadilla. Dibujé una pesadilla.

– Es… poderoso, inquietante. ¿Éste es el padre?

Empiezo a reír, pero entonces digo:

– Sí, es él. Escoria. Me abandonó antes de saber siquiera que estaba embarazada.

Es ridículo, es evidente que miento. Mia está tumbada en la cuna, con la piel blanca como un lirio y los ojos azules para demostrarlo, pero no parece que Marie haya visto esa prueba.

– Deberíamos poder encontrarle -afirma-. Tiene un rostro muy… característico.

– No quiero que le encuentren, ya se lo he dicho. No quiero tener nada que ver con él.

Ambas oímos cómo se cierra la puerta trasera. Vinny y los chicos han vuelto.

– ¿Sus compañeros de casa?

Asiento.

– Examinaré rápidamente a Louise, y después la dejaré tranquila.

Se arrodilla al lado del cajón. Los chicos están eufóricos; puedo oír el jaleo que arman en la cocina y empiezo a preguntarme en qué estado se encuentran.

– Todo parece en orden -dice Marie-. No hay razón para despertarla.

Se pone en pie y se sacude el abrigo con las manos.

– Volveré la semana que viene, y entonces podremos repasar el tema de las ayudas. Tiene derecho a ellas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -respondo. Me siento como si una excavadora me pasara por encima. Vuelvo a estar dentro del sistema, a constar en él oficialmente, pero no pasa nada. La semana que viene a esta hora hará tiempo que me habré ido. Bajamos las escaleras, conmigo delante. Maldigo la puerta delantera porque podría haber hecho que ella saliera por allí y así no tener que pasar al lado de los chicos. No pinta bien. Tengo que sacarla por detrás, pero camina pegada a mí. No hay tiempo para minimizar los daños.

Tienen el papel de aluminio, las cucharas y las jeringas preparadas. Vinny, Tom y Frank están en la cocina, montando la de san Quintín.


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