Adam

– Es verdad o acción, tan simple como eso.

– No quiero jugar a nada.

– Entonces, ¿por qué estás aquí?

– Quiero que nos dejes en paz a mi abuela y a mí.

– Tu abuela se pasa mucho tiempo en casa, ¿no? Sentada en esa silla de la cocina. No se mueve demasiado, ¿verdad? Un objetivo sentado, se podría decir.

Hay una ventana en la parte trasera de la casa. La propiedad empieza al otro lado de la pared, cientos de ventanas, todas en nuestra dirección y hemos recibido una nota a través de la puerta todos los días.

– Eso es lo que quiero detener, esas estúpidas amenazas. Ella no tiene nada que ver con esto, es entre tú y yo. Así que, hagámoslo, una pelea justa, sin trampas.

Mis palabras suenan más valientes de lo que me siento, pero así es como hay que actuar con gente como Junior. Tienes que hablar como ellos.

– Pelearé contra ti, si quieres, pero antes quiero algunas respuestas. Quiero saber por qué miras a la gente. Quiero saber qué escribes en la libreta. Quiero saber por qué escribiste eso de mí.

– ¿La verdad?

– La verdad.

– ¿Y qué gano yo a cambio?

– Diré a los chicos que paren, que dejen de vigilar la casa.

– ¿Por qué tendría que creerte? Es evidente que te encanta.

– ¿Que me encanta? ¿Mirar cómo tu vieja se mata fumando? Preferiría ver cómo se seca la pintura, tío.

– Así pues, ¿tengo tu palabra?

– Sí, tío. Tienes mi palabra.

Los demás nos observan. Hay un zumbido en el aire: se preguntan cómo acabará esto, preparados para saltarme encima si hago el primer movimiento.

– Sentémonos -digo-. Hablemos como hombres, tú y yo.

Estamos en un viejo almacén. Tienen un fuego encendido en una esquina, con cajas dispuestas alrededor. Las llamas se reflejan en sus ojos cuando se inclina hacia delante.

– Venga, dime. ¿Qué son esas mentiras que escribes?

«No debes contarlo. A nadie. Nunca.» Pero quizá se lo pueda contar a Junior. De todos modos, no me creerá, y tampoco cambiará nada para él, no tendrá meses de agonía, no como mamá, porque hoy es su último día.

Cojo aire.

– Cuando miro a la gente, veo un número. Es la fecha de su muerte. Suena raro, pero es cierto. Siempre los he visto y no puedo hacer nada al respecto.

– O sea, ¿que puedes ver mi número?

Está jugando conmigo, intentando hacerme pensar que me cree.

– Sí.

– Y lo apuntaste en tu libreta. ¿Es el número que vi?

– Sí.

– ¿Hoy?

Me quedo callado. Son las nueve y media, hace frío y es de noche. La lluvia cae sobre el tejado ondulado. Le quedan tres horas y media de vida, como mucho. No parece probable. Todos sus colegas están aquí: ellos son cuatro y yo estoy solo.

Mira a su alrededor y abre completamente los brazos.

– Así pues, ¿dónde está, tío? ¿Cómo va a suceder?

Esto es horrible, enfermizo.

– ¿Cómo va a suceder, Adam? Lo he leído, he leído lo que has escrito. Hay un cuchillo, sangre. ¿Quién será? Aquí no hay nadie, salvo nosotros. Aquí nadie quiere pelear conmigo, excepto tú. ¿Eres tú? ¿Me vas a matar?

Empieza burlándose de mí, pero, entonces, su voz se vuelve seria. La lengua se mueve por delante de sus labios, y hay algo en sus ojos aparte de su número. Tiene miedo, quizá tanto como yo.

No quiero ser el responsable de su muerte. Este tipo no me gusta. Es un gusano y quiero que me deje en paz, pero no quiero matarle: no quiero matar a nadie.

Quiero que los relojes dejen de hacer tictac. Quiero que el tiempo se detenga. Quiero que los números desaparezcan.

El calor del fuego me está quemando la cara. Alguien lanza un tablón en el centro y una ceniza roja y caliente se levanta alrededor, provocando que aparezcan un millón de chispas en la oscuridad.

– Me voy -digo poniéndome de pie-. Junior, he venido aquí para pelear contigo, pero no quiero hacerlo. Te he contado la verdad, mi verdad, de modo que ahora me puedes dejar tranquilo. Era nuestro trato, ¿no?

Hace un gesto a los demás, que se me tiran encima, cogiéndome desde atrás, poniéndome los brazos tras la espalda.

– Soy un hombre de palabra. Dejaré en paz a tu vieja, pero no te creas que te vas a ir de rositas. Has dicho que habías venido aquí para pelear, así que lucharé contra ti de forma justa, sin trampas. Cacheadle.

Doy puntapiés, pero ello no les ahuyenta. Me saltan encima y me pegan con las manos, me abofetean, hurgan en mis bolsillos. Encuentran mi cuchillo, claro. No lo escondí: lo tenía a mano, oculto bajo el cinturón, para poder cogerlo si era necesario.

– Has traído un cuchillo.

– Legítima defensa, colega.

– Yo no voy armado. -Levanta las manos para mostrarlas.

– No te creo.

No puedo ser el único que haya traído un cuchillo. Se vuelve los bolsillos y abre la chaqueta para mostrarme que allí no lleva nada. Mierda, el único cuchillo que hay aquí es el mío. Y ahora estoy indefenso y expuesto.

– Has venido aquí para utilizarlo contra mí. Has venido aquí para matarme. -Se me acerca, y me clava el dedo en el pecho-. Bien, pues no pienso achantarme. No me vas a matar. Mañana tendrás que coger tu libreta y tachar mi número, porque hoy no me pienso ir a ningún sitio. Te has equivocado.

Me pega con fuerza en el estómago.

– El único que tendrá problemas esta noche eres tú, perdedor.

Me da otro puñetazo, al final de las costillas. Y otro. Y otro. Intento hacerle frente pero, con los brazos sujetos tras la espalda, no puedo hacer nada. Ahora me golpea en la cabeza. Me ha partido los labios y me cae sangre. Su olor me introduce más en la pesadilla.

– Ya basta, Junior, dijiste que sería justo.

Alguien habla, el tipo que me ha cacheado.

– Cierra el pico.

– Ya tiene suficiente, mírale.

– ¡He dicho que cierres la puta boca!

– ¿Y quién me obligará?

Únicamente medio oigo lo que dicen. La cabeza me ha caído hacia delante, y no me siento las piernas. Si estos tíos no me sujetaran, ya estaría en el suelo.

Junior no se detiene, está fuera de control. Más puñetazos en el estómago; acabo vomitando sangre. Me está matando. No necesita ningún cuchillo: le basta con sus puños.

– Déjale.

Otro puñetazo.

Ya no puedo ver nada. El espacio detrás de mis ojos se ha vuelto rojo. Estoy cayendo hacia delante, y, de repente, caigo. Se oye un grito, un gran gemido de rabia, y alguien me da un golpe en el hombro y caigo a un lado. Después, gruñidos, pies arrastrándose, gritos, voces pero no palabras, y el espacio detrás de mis ojos pasando de rojo a negro.

El fuego suspira cuando caigo dentro. Los brazos y las piernas no me responden y no puedo apartarme. Me obligo a abrir los ojos y veo cómo suben cenizas minúsculas, puntos de luz elevándose, encima de mí y a mi alrededor. A través de las llamas veo cómo brilla el cuchillo, la mirada de sorpresa en los ojos de Junior, y su número parpadeando como una luz fluorescente encendiéndose y apagándose.

On, off. On, off, on. Off.

Alguien grita.

Las llamas me lamen la cara, me llenan las fosas nasales con el olor a carne quemada.

Alguien grita.

Soy yo.


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