Él dice que sólo son cuatro pasos. Uno, dos, tres, cuatro. Los números están en mi cabeza mientras me alejo de él, y de Mia. Mi mente les grita mientras el calor me golpea el cuerpo. Cierro los ojos y camino.
Uno, dos, tres, cuatro.
Abro los ojos pero todavía estoy dentro del fuego. Todo arde furiosamente a mi alrededor. ¡Ha mentido! ¡Me ha mentido! Yo confiaba en él y me ha engañado, y ahora él está ahí, con ella, y nunca volveré a verles.
Me doy la vuelta. Tengo que volver. No debería haberle dejado a Mia. El calor me obliga a cerrar de nuevo los ojos y, en vez de a Mia, veo a Adam, sus ojos de color marrón oscuro mirándome directamente, directamente a mi interior. Siento su rostro, la primera vez que le tendí la mano desde el otro lado del pupitre en la escuela y le toqué, y luego su piel tan suave. Adam. El chico que vino a buscarme, una, dos, tres veces. Que me llevó a su casa. Que me cedió su cama. Que se quedó en Londres cuando debería haber escapado. Que me besó.
Y luego alguien me coge de la mano y me da la vuelta, sus dedos huesudos apretando los míos.
– Es por aquí. Sólo unos pasos más.
Mantengo los ojos cerrados y empiezo a caminar de nuevo. El suelo está hecho un desastre y mis pies siguen tropezando con cosas. Los levanto, tratando de pasar por encima, a través, rodeándolos; todo con los ojos bien cerrados.
Y de repente ya no hace calor. El estruendo ha desaparecido de mis oídos. Estoy en el otro lado, en la cocina.
Hay un hueco donde estaba el cuerpo de mi padre, y un rastro a través de los escombros hasta la puerta de atrás. Hay gente que viene corriendo. Unas manos me dan unas palmaditas donde mi ropa está ardiendo y me llevan afuera. Unas voces me lanzan preguntas. El aire fresco me golpea los pulmones, entrando a la fuerza a través del humo que hay dentro de mí.
Trato de librarme de las manos, de las voces. Quiero volver. Quiero estar con Adam y Mia. Tengo que ir a por ellos.
Las voces se unen en un coro, en un grito colectivo.
– ¡Mirad!
Me doy la vuelta y Adam está cruzando la puerta de la cocina. Está ardiendo, con llamas que salen de su ropa y su cabello mientras camina.
– ¡Oh, Dios mío!
Luego está rodeado de gente. No lo veo a través del muro de espaldas, piernas y pies.
– ¡Adam! -chillo-. ¡Adam!
El muro se rompe y lo veo, en el suelo, envuelto en algo de los pies a la cabeza. Le hacen ir rodando de un lado a otro. Y a través de todo ese ruido, de los chillidos y los gritos, mis oídos captan la voz que necesito oír, que significa tanto para mí, que forma parte de mí. Mia. Está llorando. Está viva.
Cruzo corriendo la multitud y me abro paso en la distancia. Ahora están desenvolviendo a Adam, quitándole la manta. La gente enmudece cuando queda al descubierto: su cabeza, sus hombros, su pecho. Está de lado, de espaldas a mí. En la parte posterior de su cabeza no tiene nada de pelo, y su ropa se ha quemado. Tiene la piel llena de ampollas, deshecha.
Tiene los ojos cerrados; su parte delantera, su cara y sus brazos, no están tan mal. Ha sido su espalda la que ha sufrido el calor y Mia todavía continúa en sus brazos.
– Déjenme -digo y deslizo con cuidado las manos por debajo de su cuerpo y la levanto alejándola de él. Está llorando, pero en cuanto la cojo, siento que su cuerpo se relaja. El llanto amaina y, con unos últimos sollozos estremecidos, se detiene y abre los ojos.
– Mia -digo-. Mia.
Ella me mira fijamente con sus ojos tan azules.
– Mia, ahora estás a salvo. Todo va bien. Ahora estás a salvo.
– ¿Está bien?
La voz de Adam es un susurro. Sus ojos también están abiertos.
– Sí -digo-, está bien. Mira, está bien. La has salvado.
La sujeto cerca de su cara para que pueda verla, pero vuelve a cerrar los ojos.
– No puedo -dice-. No puedo mirar.
– Sí, sí, puedes. Ella está bien.
Mia hace gorgoritos y extiende un brazo hacia él. Los diminutos pelillos de su piel están chamuscados, pero su piel es sonrosada, saludable y perfecta. Ella le toca la cara y él abre los ojos.
– Oh, Dios mío -musita.
– ¿Quién es?
– Mia -dice.
Él dice su nombre y empieza a llorar.