Adam

Se va, y quizá es lo mejor para los dos, para todos nosotros. Quiero gritar «¡vuelve!». Quiero correr tras ella, hacer que se gire y abrazarla. Pero una parte de mí, la parte buena de mí, está contenta de que se vaya porque ahora ella estará segura y Mia a salvo. Y si no lo están, no seré yo quien les haga daño.

«Lo estamos consiguiendo -pienso-. No tiene que acabar tal como lo hemos visto. Lo estamos cambiando.»

Vuelvo a entrar en casa y me visto bien.

– ¿Adónde vas? -pregunta la abuela.

– A Churchill House -respondo-. Voy a ver a un colega por una pantalla.

Alarga la mano para coger su abrigo.

– No, abuela. Quédate aquí. Voy a hacer esto solo.

Mi cabeza es ahora un hervidero: la posibilidad de cambiar las cosas; la oportunidad de salvar vidas, cientos, miles de ellas.

La abuela tiene todavía el abrigo en sus manos.

– Abuela, no tardaré. Iré a ver a Nelson y después volveré a casa.

– Parece que se está acercando, Adam. No quiero perderte de vista, ya cometí ese error antes. Dejé que tu padre se fuera…

Retuerce el abrigo entre sus manos, estrujándolo. Antes de que me dé cuenta, avanzo un paso para darle un abrazo rápido. Me rodea con sus brazos y me lo devuelve, manteniéndolo un poco más de la cuenta para confortarme.

– Volveré pronto -digo, y me deja marchar.

– De acuerdo -responde-, de acuerdo. Nos veremos más tarde.

Se da la vuelta pero no se dirige a su taburete de la cocina; se sienta en el sofá, delante de las noticias. Y yo estoy fuera, corriendo por la calle. Supongo que tengo la ligera esperanza de alcanzar a Sarah, pero no hay rastro de ella en la calle principal.

Churchill House está sólo a cinco minutos corriendo. Cuando llego, me doy cuenta de que no sé en qué número vive Nelson. Entro en el vestíbulo. El lugar es inmenso; quince plantas y treinta pisos en cada planta. Saco el móvil e intento llamarlo otra vez. Esta vez contesta.

– Nelson, soy yo, Adam.

– Adam.

– Hola, estoy en tu casa, abajo. ¿En qué número vives?

– ¿Estás aquí?

– Sí, tengo que hablar contigo.

– No sé, Adam, no creo que sea buena idea.

– ¿Qué?

– Creo que no deberías estar aquí.

– Nelson, ¿qué te pasa, tío?

– Las cosas han sido… difíciles… raras. Ni siquiera deberíamos hablar por teléfono, Adam.

– Por eso estoy aquí. Para verte y hablar cara a cara.

– No estoy seguro…

Ya he tenido bastante.

– Nelson, deja de decir gilipolleces. Voy a ir a verte aunque tenga que llamar a cada maldita puerta. ¿Cuál es el número de tu piso?

Hay una pausa y pienso durante un momento que me ha colgado.

Después dice:

– Nueve dos siete. Noveno piso.

– Vale. ¡Gracias! Voy.

El ascensor no funciona, así que subo por las escaleras. Me encuentro con tres grupos de personas en el camino: un par de tíos jóvenes, una mujer con un niño pequeño y un bebé en un portabebés, y una anciana con un carro de la compra. Todos son del uno de enero, cada uno de ellos. Este lugar, este edificio va a enterrarlos a todos.

Los primeros cuatro o cinco pisos los subo sin problemas, pero para cuando llego al noveno mis piernas flaquean. El número 927 está al final de un pasillo, abierto por un lado. La puerta no tiene echado el pestillo; Nelson ronda por el vestíbulo, fuera de mi vista.

– Entra -sisea-. Rápido.

– Hola, Nelson. Yo también me alegro de verte -digo.

Casi parece no oírme, simplemente cierra la puerta detrás de nosotros.

– ¿Te ha visto alguien? -Sigue hablando en voz baja.

– ¿Qué?

– ¿Te ha visto alguien entrar aquí?

– No lo sé. Me he tropezado con unas cuantas personas en la escalera, pero con nadie en tu rellano. ¿Por qué hablas en voz baja? ¿Por qué estás tan nervioso?

– Me están vigilando. No me pierden de vista.

– ¿Quiénes son?

– No lo sé. Seguramente el MI5.

No hay luz en el vestíbulo y todas las cortinas están echadas, por lo que todo está bastante oscuro, pero aun así puedo ver que el tic de su cara se está desmadrando y que sus ojos miran vacilantes a todas partes, a cualquier sitio menos a mí.

– ¿De qué estás hablando?

– Lo puse en la paraweb, Adam, como te dije que haría. Lo puse y corrió como un reguero de pólvora. Hay toneladas de cosas sobre Año Nuevo. Toneladas. La gente quiere leerlo, quiere saber. Ahora hay muchísimos indicios: tenías razón, Adam, va a pasar algo gordo.

– ¿Qué va a pasar, Nelson? ¿Lo sabes?

Niega con la cabeza.

– Podría ser un fenómeno natural. Hay un montón de actividad sísmica. Un montón. Al parecer, los niveles de radón están altos.

– ¿Qué es eso?

– Un gas que se encuentra en las rocas de la corteza terrestre. Si los niveles suben, significa que hay actividad. Hay un tío, un profesor, que los está colgando en la paraweb, pero incluso ésa la están cerrando. No pueden evitar que sepamos lo de los volcanes. ¿Los has visto, Adam? Ellos sí que son noticia.

– Sí, pero están en Japón. Aquí no tenemos volcanes.

Nelson suspira.

– ¿En qué curso estás? ¿Once, doce? Has dado tectónica de placas, ¿no?

Mi cabeza gira como una máquina tragaperras. Tectónica de placas, geografía, escuela. Parece que haya pasado un millón de años. No se me quedó nada entonces y ahora no se me ocurre nada, pero no quiero parecer tonto.

– Sí, por supuesto.

– Pues Japón está al otro lado de la placa euroasiática -dice.

– Justo, ya lo sabía.

– Así que si pasa algo en un extremo de la placa, es probable que suceda algo en el otro extremo, en Europa: Grecia, Turquía, Italia. O aquí. Como un terremoto. Y tenemos el gas y ya ha habido un temblor.

– ¿Y qué pasa con el fuego?

El tic de Nelson domina ya toda su cara. Traga saliva.

– Después de los terremotos hay incendios. Tuberías de gas rotas, cables eléctricos. En San Francisco, en 1906, los incendios se prolongaron hasta tres días después del terremoto. Murió más gente quemada que aplastada.

Todavía seguimos en el vestíbulo, pero me empiezan a temblar las piernas. Una combinación fatal: subir nueve pisos y el fin del mundo.

– Nelson, ¿podemos entrar y sentarnos? -Intento pasar por delante de él, buscar la sala o la cocina, pero se cruza delante de mí en el vestíbulo, bloqueándome el paso-. ¿Qué haces?

– No puedes entrar. Mi madre está en la cocina y mis hermanos están aquí.

– ¿No puedes invitar a amigos?

– No, no a ti. No quiero que te vean. Ya tengo suficientes problemas tal y como están las cosas.

– ¿Qué clase de problemas?

– Han rastreado lo que he colgado en internet hasta aquí. Saben que fui yo y ha venido gente: Antiterrorismo, Atención a la Infancia, Inmigración.

– ¿Qué?

– Vinieron todos, todos a la vez. Registraron el piso como una plaga de langostas. Interrogaron a mis padres. Mi madre estaba aterrorizada.

– ¿Son ilegales? ¿Tu madre y tu padre?

– Claro que no, pero vinieron aquí hace veinte años, antes de que existieran los carnés de identidad, antes de que existiera nada, por eso todos sus papeles están caducados. No han hecho nada malo.

– Entonces ¿están bien? ¿No ha pasado nada? Sólo os registraron.

– Ellos no están bien. Yo no estoy bien. Se han llevado mi ordenador y me han llamado la atención.

– Pero no has hecho nada ilegal.

– ¿No? Conspirar para provocar el terror.

– ¿Qué?

– Está en la Ley Antiterrorista de 2018. Conspirar para provocar el terror. Podrían encerrarme, Adam, hasta diez años.

Tiene los nervios de punta, cualquiera podría verlo. Tiene los nervios de punta y es culpa mía.

– Nelson -digo-, lo siento. No lo sabía.

– Yo tampoco. No sabía en lo que me estaba metiendo.

– No debería haberte preguntado. Me voy, te dejo en paz. Solo.

Por fin me mira y su número vuelve a golpearme de lleno: 112027. Ese número de mierda. No se lo merece.

– ¿Qué?

– Sólo prométeme que te irás de aquí.

– No puedo irme sin mi familia.

– Llévatelos también, entonces.

– No es fácil…

– Hazlo, Nelson. Hazlo y ya está.

– Lo haré, los sacaré de aquí.

Me doy la vuelta para irme.

– Adam -dice-, ¿para qué has venido?

– Quería preguntarte algo.

– ¿Qué era?

No puedo preguntarle sobre las pantallas. Ya ha hecho suficiente.

– Nada, no es importante.

– Tiene que haberlo sido.

– Sí, pero ahora ya no importa.

– Dime, Adam, ya estoy metido en problemas. Si hay algo que pueda hacer, alguna forma de devolvérsela a esos cabrones.

– ¡Nelson!

– Son unos matones, Adam. Han asustado a mi madre. Eso es rastrero, es inmoral.

– Sólo pensaba… sólo estaba pensando que podríamos hacer algo con las pantallas de información pública. Piratearlas o algo así.

Sonríe.

– Por supuesto. Por supuesto que podríamos.

– Pero no sin un ordenador.

– Hay ordenadores por todas partes, Adam, incluso fuera de Londres, o eso se rumorea…

– No tienes que hacerlo… ya has hecho suficiente. Ahora cuídate, tú y tu familia.

– No tengo que hacerlo, pero quiero. Van a dejar que mueran miles de personas, Adam. No es justo…

– Cuídate, colega.

Cierro la mano en un puño y lo alargo hacia él. Lo mira durante unos segundos, se aclara la garganta y hace lo mismo, y chocamos los nudillos. Me pregunto si se habrá saludado así alguna vez. Me pregunto si volverá a hacerlo algún día.

– Adiós, Nelson -digo.

Oigo cerrarse la puerta detrás de mí. No soy del tipo de gente que reza, pero mientras corro por el pasillo, lanzo una pequeña plegaria hacia el patio y al cielo gris. «Déjale escapar. Haz que esté bien.» Y quizá lo consiga, porque Nelson puede ser callado y un empollón pero creo que tiene más pelotas que una sala de billar.


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