Adam

Junio de 2026


El golpe en la puerta llega a primera hora de la mañana, justo cuando nace el nuevo día.

– ¡Abran! ¡Abran! Tenemos órdenes de evacuar estos pisos. Tienen cinco minutos para salir. ¡Todo el mundo fuera en cinco minutos!

Les oigo correr por el pasillo. Llaman a las puertas, repitiendo las mismas instrucciones una y otra vez. Yo estaba despierto, pero la abuela se había dormido en la butaca. Se ha despertado de golpe y maldice.

– Por todos los santos, Adam. ¿Qué hora es?

Su cara parece arrugada y vieja, demasiado vieja para ese pelo morado.

– Las seis y media, abuela. Están aquí.

Me mira, cansada y recelosa.

– Entonces, todo ha terminado -responde-. Será mejor que vayas a por tus cosas.

Le devuelvo la mirada y pienso: «No voy a ir a ninguna parte. No contigo.»

Lo hemos estado esperando. Hemos acampado en este piso durante cuatro días, hemos observado cómo subía la crecida en la calle. Habían advertido a todo el mundo que era probable que el dique de contención cediera. Lo construyeron años antes de que creciera el nivel del mar, y no resistiría otra tormenta con una marea viva, además del oleaje.

Pensábamos que el agua llegaría y se iría, pero llegó y se quedó.

– Supongo que Venecia debía de tener este aspecto antes de que se inundara -comentó la abuela, con un punto de tristeza. Tiró la colilla por la ventana, que acabó cayendo en el agua; bajó lentamente por la calle hacia el lugar donde estaba el paseo. Y encendió otro pitillo.

Cortaron la luz la primera noche, antes de que el agua de los grifos se volviera marrón. Afuera, la gente caminaba penosamente por la calle gritando a través de megáfonos que no bebiéramos el agua, diciéndonos que ellos nos la traerían, además de comida. No lo hicieron. En su lugar, nos las tuvimos que apañar con lo que teníamos, aunque sin tostadora ni microondas y con la leche cortándose en la nevera, empezamos a tener hambre al cabo de doce horas. Supe que las cosas iban mal cuando la abuela arrancó el celofán de su último paquete de cigarrillos.

– Cuando se acaben, tendremos que irnos de aquí -dijo.

– No pienso irme -le contesté. Aquélla era mi casa. Era todo lo que me quedaba de mi madre.

– No podemos quedarnos aquí. No así.

– No pienso irme. -Fin de la discusión-. Puedes largarte a Londres, si quieres. De todos modos, es lo que estabas deseando.

Era cierto. Nunca se había sentido a gusto allí. Había venido cuando mamá cayó enferma y se había quedado para cuidarme, pero se sentía como un pez fuera del agua. El aire marino le hacía toser. El cielo grande y brillante le hacía forzar la vista y se escabullía enseguida para adentro como si fuera una cucaracha.

– Menos hablar -me dijo-. Y empieza a hacer las maletas.

– No me puedes decir lo que tengo que hacer. No eres mi madre. Y no pienso hacer las maletas -le repliqué. Y no lo hice.

Ahora tenemos cinco minutos para prepararnos. La abuela se despereza y empieza a meter más cosas en su bolsa de basura. Desaparece dentro de su habitación y sale con un montón de ropa y una caja brillante de madera bajo el brazo. Se mueve por el piso sorprendentemente deprisa. Noto cómo crece dentro de mí una ola de pánico. No puedo irme de aquí. No es justo.

Cojo una de las sillas de la cocina y la apoyo contra el pomo de la puerta, pero no tiene la altura adecuada para atrancarla, de modo que empiezo a coger todo lo que encuentro para montar una barricada. Empujo el sofá contra la puerta y pongo encima, primero, la silla de la cocina y, después, la mesita del café. Respiro con dificultad, y me suda la espalda.

– Adam, ¿qué diablos estás haciendo?

La abuela me tira del brazo, intentando detenerme. Sus uñas largas y amarillas se me clavan. Me la quito de encima.

– Apártate, abuela. ¡No pienso irme!

– No seas estúpido. Coge algunas de tus cosas; querrás llevarte alguna…

La ignoro.

– Adam, ¡no seas tan jodidamente estúpido!

Me vuelve a clavar las uñas y, entonces, alguien llama a la puerta.

– ¡Abran!

Me quedo paralizado, y miro a la abuela. Aquellos ojos me muestran su número: 2022054. Aún le quedan unos treinta años, pero no lo parece. Parece como si pudiera desaparecer en cualquier momento.

– ¡Abran!

– Adam, por favor…

– No, abuela.

– ¡Apártense de la puerta! ¡Apártense!

– Adam…

Un mazo destroza el cerrojo. Después, la puerta se hace añicos. En el pasillo hay dos soldados, uno con el mazo y el otro con un rifle, que apunta directamente al piso. A nosotros. Los soldados echan un rápido vistazo al resto de la casa.

– Muy bien, señora -dice el del rifle-. Les tengo que pedir que desmonten la barricada y abandonen el edificio.

La abuela asiente.

– Adam -dice-. Aparta el sofá.

Miro la punta del rifle; no le puedo quitar el ojo de encima. En cosa de un segundo, quizá menos, todo podría acabar. Lo único que tengo que hacer es acercarme a él. Si ha llegado mi hora, el día de partir, que así sea. «¿Cuál es mi número? ¿Es hoy?»

El cañón del rifle es limpio, liso y recto. ¿Veré cómo sale la bala? ¿Saldrá humo?

– Que te jodan -le respondo-. Coge tu jodido rifle y jódete.

Y, entonces, todo pasa en un instante. El tío del mazo lo deja caer y empuja el sofá dentro de la habitación como un jugador de rugby en una melé, mientras el tío del rifle apunta hacia el techo y le sigue. La abuela me da una bofetada.

– Escucha, mequetrefe -me dice entre dientes-. Le prometí a tu madre que cuidaría de ti, y pienso hacerlo. Soy tu abuela y harás lo que yo te diga. Y ahora deja de hacer estupideces. Nos vamos. Y cuida tu jodido lenguaje, ya te lo he dicho.

Me arde la cara pero todavía no estoy dispuesto a rendirme. Éste es mi hogar. No te pueden sacar de tu propio hogar, ¿verdad?

Sí que pueden.

Los soldados me agarran cada uno de un brazo y me sacan del piso. Forcejeo, pero son grandes y son dos. Todo sucede tan deprisa que, antes de darme cuenta, he llegado al final del pasillo, he bajado por la escalera de incendios y me han metido en un bote neumático que se encontraba al final de los escalones. La abuela sube en él después de mí y me pasa el brazo alrededor de los hombros, y avanzamos, a duras penas, a través de las calles inundadas.

– Todo va bien, Adam -me dice-. Todo irá bien.

Algunas de las personas del bote lloran en silencio. Pero la mayor parte de las caras se muestran inexpresivas. Todavía me siento rabioso y humillado. No puedo entender lo que acaba de ocurrir.

No tengo ninguna de mis cosas. No tengo mi libreta. Me invade una nueva ola de pánico. Tengo que salir del bote y volver. No puedo marcharme sin la libreta. ¿Dónde la he dejado? Entonces, noto la punta de algo duro contra mi cadera y bajo la mano hasta el bolsillo. Por supuesto, ahí está. No la había dejado en ninguna parte. La llevaba encima, como siempre.

Me relajo, aunque sólo sea un poco. Y entonces me doy cuenta. Nos vamos de verdad. Nos marchamos. Puede que jamás vuelva a ver el piso.

Tengo un enorme nudo en la garganta. Intento tragarlo, pero no se va. Noto como los ojos se me llenan de lágrimas. El soldado que maneja el bote me observa. No pienso llorar, no delante de él, ni de la abuela, ni de ninguna de estas personas. No pienso darles esa satisfacción. Me clavo las uñas en el dorso de la mano, pero las lágrimas siguen ahí, amenazando con saltar. Me las clavo más fuerte para que el dolor acabe con todo el resto. No pienso llorar. No voy a hacerlo. No.

En el centro de tránsito, hacemos cola para registrarnos. Hay una fila para la gente que tiene algún lugar donde ir, y otra para la gente que no. La abuela y yo no llevamos chip, de modo que debemos mostrar nuestros carnés de identidad, y ella llena unos formularios para ambos donde solicita transporte hasta Londres. Nos clavan un trozo de papel con nuestro número en los abrigos, como si estuviéramos a punto de correr una maratón, antes de llevarnos hasta el vestíbulo y pedirnos que esperemos.

La gente reparte comida y bebidas. Volvemos a hacer cola. Se me hace la boca agua cuando nos acercamos al principio de la fila y puedo ver y oler la comida. Tenemos cuatro personas por delante cuando otro soldado entra en el vestíbulo y empieza a gritar números, incluyendo los nuestros. Nuestro autocar está a punto. Tenemos que irnos ya.

– ¿Abuela…? -Tengo tanta hambre… No me puedo ir sin conseguir algo de comer, simplemente cualquier cosa.

– Disculpen -digo-. ¿Me pueden dejar pasar?

No hay reacción alguna. Todo el mundo finge que no me ha oído.

Lo vuelvo a intentar, mientras el soldado repite los números. Nada. Estoy desesperado. Me lanzo hacia delante, meto la mano en el hueco que hay entre dos personas y busco a tientas. Mis dedos encuentran algo -parece un trozo de tostada- y lo cojo. Alguien me agarra la muñeca y la aprieta tan fuerte que me hace daño.

– Lo siento -digo-. Es para mi abuela. Tiene hambre y hemos de irnos ya.

Levanto la mirada para ver la cara del hombre que me sujeta. Es de mediana edad, de unos cincuenta años, tiene el pelo gris y una cara adusta, y se le ve muy cansado, pero no es eso lo que me sorprende, sino su número: 112027. Sólo seis meses de vida. También veo un flash de su muerte, y es brutal, violenta, un golpe en la cabeza, sangre, sesos…

Dejo la tostada en la bandeja e intento marcharme.

El hombre me suelta la muñeca. Cree que ha ganado, aunque también debe haber visto algo en mí, porque se le enternece la expresión y estira el brazo, coge la tostada y me la da.

– Para tu abuela -me dice-. Venga, hijo. No vayas a perder el autocar.

– Gracias -murmuro.

Pienso en zampármela allí mismo, pero el hombre me observa y la abuela también, por lo que me llevo cuidadosamente la tostada hacia fuera, y cuando la abuela y yo estamos instalados en el autocar, se la doy. La parte en dos y me devuelve la mitad. No hablamos. Me meto mi trozo en la boca y desaparece en dos bocados, pero la abuela saborea el suyo, haciéndolo durar hasta que estamos fuera de la ciudad y seguimos rumbo al este por la carretera principal. La carretera se encuentra en una franja de tierra con kilómetros de campos inundados alrededor. Finalmente ha salido el sol y ha convertido el agua en una lámina de plata tan brillante que no se puede mirar.

– Abuela -le digo-. ¿Y si todo el mundo se inunda? ¿Qué haremos entonces?

Se limpia una mancha de mantequilla con el dedo y se lo chupa.

– Construiremos un arca, ¿qué te parece? Tú y yo. E invitaremos a todos los animales.

Se echa a reír y coge mi mano con la que se acaba de chupar. Tengo unas profundas marcas rojas en forma de media luna en la piel, justo donde me clavé las uñas en el bote.

– ¿Qué te has hecho ahí? -me pregunta.

– Nada.

Me mira y frunce el ceño. Luego, me aprieta un poco la mano.

– No te preocupes, hijo. Estaremos bien en Londres. Allí tienen diques y estructuras preparadas para las inundaciones, y saben hacer bien las cosas. Estaremos bien en la buena y vieja Londres.

Echa la cabeza para atrás, cierra los ojos y suspira, contenta de volver finalmente a casa. Pero yo no me puedo relajar: tengo que apuntar el número del hombre de la cola antes de que se me olvide. Me ha alterado. Acabas desarrollando una intuición respecto a los números de la gente cuando los has visto toda tu vida. Y pienso que ese número no le convenía. Tengo los nervios a flor de piel; me sentiré mejor una vez lo tenga apuntado.

Saco la libreta del bolsillo, y apunto todos los detalles que consigo recordar: descripción (es mejor cuando sé sus nombres), la fecha de hoy, el lugar, los números, cómo morirá. Lo apunto cuidadosamente, y cada letra, cada palabra, me calma un poquito más. Ahora ya está allí, a salvo en mi libro. Puedo consultarlo más tarde.

Vuelvo a guardar la libreta. La abuela empieza a roncar un poco. Está completamente dormida. Miro al resto de los pasajeros; algunos intentan dormir, pero otros están como yo: ansiosos y vigilantes. Desde donde estoy, puedo ver que seis o siete personas todavía están despiertas. Intercambiamos una mirada y, entonces, la apartamos sin decirnos nada, como hacen los desconocidos.

Pero un breve momento de contacto visual es todo lo que necesito para ver sus números, uno distinto para cada uno: las diferentes fechas que marcan el fin de sus vidas.

Salvo que estos números no son tan diferentes. Cinco terminan en 12027 y dos son exactamente el mismo: 112027.

El corazón se me sale del pecho y la respiración se me acelera y entrecorta. Busco dentro del bolsillo hasta que mis dedos vuelven a encontrar la libreta. Me tiemblan las manos, pero consigo sacarla y abrirla por la página correcta.

Esta gente es como el hombre de la cola de la comida: sólo les quedan seis meses.

Van a morir en enero del próximo año.

Van a morir en Londres.

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