Adam

Cuando dejo a Nelson, no voy directamente a casa. Debería hacerlo, debería ir a casa, hacer las maletas y subirme en el primer autobús que salga de Londres, con o sin la abuela. Pero, en el fondo, no quiero dejarle todo el trabajo a Nelson. Quiero intentarlo y hacer algo, como el asunto del Gherkin o de Tower Bridge, de modo que me dirijo al centro para intentar por última vez despertar a la ciudad.

Acabo otra vez en Oxford Street y oigo cantar a cierta distancia, así que sigo el sonido. Escucho una voz que resuena a través de un megáfono y a la multitud que corea las consignas. En primer lugar, no entiendo lo que están diciendo; luego, cuando distingo las palabras, me doy cuenta de dónde estoy. Debo de estar en Grosvenor Square: es la manifestación que vimos en la tele la noche pasada.

– No a la guerra, no a la guerra, no a la guerra.

El sonido resuena en los edificios, incluso en las calles de los alrededores. El ambiente en la plaza es sobrecogedor. Hay policías de uniforme apostados cada pocos metros. Paso rozándolos y me introduzco entre la multitud. El tío que lleva el megáfono está en algún lugar de la cabecera de la manifestación; no lo veo pero le oigo bien y, de pronto, sé lo que tengo que hacer. He de llegar hasta él y cogerle el megáfono. No se me ocurre preguntarme si podré, simplemente voy tras él.

Es una multitud enorme, pero el ambiente es genial. Hay muchísima gente joven, algunas familias, e incluso niños muy pequeños y algunos viejales, incluso mayores que la abuela. Todos están allí por la misma razón; son personas que piensan que si bastante gente grita lo suficientemente alto, alguien escuchará.

Me abro camino entre ellos, acercándome al centro del ruido, y entonces descubro al hombre del megáfono. Es de mediana edad, uno de esos tipos que no quiere reconocer que se está quedando calvo porque casi no tiene pelo por encima de la cabeza pero que luego lo lleva largo hasta los hombros. Me infiltro entre espaldas, hombros y brazos hasta que me sitúo justo a su lado. Podría quitarle el megáfono desde aquí, pero ése es el plan B. Primero intentaré el plan A.

Toco al tío en el hombro, y él se da la vuelta y me mira, dos veces cuando ve mi quemadura, y entonces suelta un botón del megáfono para apagarlo.

– ¿Todo bien, colega? -pregunta.

– Sí, genial -digo-. ¿Puede probar cualquiera?

No está seguro; no le gustan la guerra, ni los americanos, ni el Gobierno, pero sí que le gusta controlar el megáfono.

– Quiero ser como tú, tío -añado-. Quiero cambiar el mundo.

Una sonrisa se extiende por su rostro.

– Claro que puedes, de acuerdo, jovencito -dice-. Me pasa el megáfono. -Pulsa el botón rojo y mantenlo apretado cuando hables por el extremo. No tengas vergüenza, ¡dale caña! Yo te presentaré.

Se aleja, pone la boquilla del megáfono a la altura de su cara y pulsa el botón rojo.

– Tenemos aquí un joven guerrero por la paz. Quiero que deis una cálida bienvenida a… -Hace una pausa e inclina la cabeza hacia mí.

– Adam -susurro.

– … Adam. Oigamos a Adam.

Toda la multitud vitorea como loca. No tienen ni idea de quién soy, pero aclamarían cualquier cosa; es esa clase de mañanas y ese tipo de multitud. Cojo el megáfono; pesa más de lo que esperaba, pero respiro hondo, lo sostengo a la altura de la boca y aprieto el botón.

– ¡No a la guerra! -grito-. ¡No a la guerra!

Paro y la multitud corea la consigna detrás de mí. Vuelvo a gritar lo mismo un par de veces más hasta que están de mi parte. El calvo me da una palmada en la espalda y alarga la mano para coger el megáfono pero todavía no he acabado. No he hecho más que empezar.

– Nadie quiere esta guerra -grito. El sonido retumba por toda la plaza y es fantástico-. Nadie quiere esta guerra, pero dentro de tres días Londres va a ser arrasada. Toda la ciudad será destruida. -Ahora la multitud se ha quedado más silenciosa, incluso se oyen algunos abucheos-. El temblor de ayer sólo fue el principio. Vendrán cosas mucho peores. Mucho, muchísimo peores. Tenemos que salir de Londres e irnos antes del día de Año Nuevo.

Se oyen más insultos y abucheos.

– Manteneos a salvo. Mantened a salvo a vuestras familias. Salid de Londres. Marchaos hoy, ahora.

Toda la gente a mi alrededor intenta callarme.

– ¡No!

– ¡Piérdete!

– ¡No a la guerra!

El calvo trata de coger el megáfono, pero yo lo estoy agarrando con fuerza.

– La gente va a morir aquí. Salvaos. Salvad a vuestras familias. Salid de Londres.

Ahora hay más gente empujándome. Alguien logra arrancarme el megáfono de las manos y le suelto un puñetazo. Se apiñan a mi alrededor, por lo que no sé a quién estoy pegando; ellos devuelven golpe por golpe, y pies y manos se abalanzan sobre mí. Me tapo la cara con los brazos, pero eso me deja el cuerpo al descubierto y alguien me alcanza en el estómago. El aire sale de golpe de mis pulmones y me desplomo hacia delante.

La violencia se extiende entre la multitud. La gente empuja para llegar hasta mí, luego se ven obligados a retroceder y hay pánico en el ambiente. Intento mantenerme de pie, pero tengo que salir de aquí. Agacho la cabeza y embisto a la multitud. Es difícil porque estamos como sardinas en lata y la gente me agarra; sin embargo, consigo llegar al extremo de la manifestación en pocos minutos.

Delante de mí hay una hilera de botas lustrosas. Me enderezo un poco y miro hacia arriba, a una pared de escudos antidisturbios.

– ¡Dejadme salir! -grito-. ¡Tengo que salir antes de que me maten! -La pared no se mueve-. ¡Dejadme salir, dejadme salir!

Doy un paso hacia delante y aporreo con el puño uno de los escudos. El escudo de al lado avanza hacia mí. Genial, un hueco, voy a salir de aquí. Una porra me machaca el hombro. Un golpe y estoy en el suelo. No siguen pegándome, no lo necesitan. Los tíos retroceden y la pared vuelve a ser compacta. Me rasguño la cara con el cemento y, durante unos segundos, no sé lo que está pasando, dónde estoy, o si estoy vivo o muerto. Debería moverme o ponerme de pie, pero me resulta imposible. Ni siquiera sé en qué dirección se está de pie.

La gente que hay detrás de mí, los que estaban dándome puñetazos y patadas, han cambiado de parecer. Se están desgañitando y rugen enfurecidos contra la policía.

– ¡Libertades civiles!

– ¡Brutalidad policial!

– ¡Fascistas! ¡Hacedles fotos! ¡Tomad nota de sus números!

Vuelvo a notar manos por todo mi cuerpo, no empujándome ni agarrándome como antes, sino sosteniéndome, tranquilizándome.

– ¿Estás bien, amigo? ¿Puedes oírme?

Abro los ojos despacio. Al menos media docena de objetivos me están apuntando, con un montón de caras tras ellos, un batiburrillo de números.

– Lo hemos grabado todo en una película, colega. No se saldrán con la suya. ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? Lo pondremos en las noticias del mediodía.

Yo no quiero todo este jaleo, sino simplemente salir de aquí e ir a casa con la abuela, pero lentamente sus palabras se me calan dentro. «Todo en una película. Las noticias del mediodía.» Y recuerdo por qué estoy aquí.

– El uno de enero -digo, mirando directamente a la cámara más próxima-, tenéis que salir de Londres. Todo va a estallar el día de Año Nuevo.

La gente intenta hacerme callar. No es eso lo que quieren oír, pero yo sigo.

– Londres está en peligro. Lo de ayer no fue más que el comienzo, será aún peor. Diez veces, cien veces peor. La gente va a morir; salid, salid de Londres.

Las cámaras me enfocan mientras me ayudan a ponerme de pie. La gente me cose a preguntas. ¿Quién te ha golpeado? ¿Cuántas veces? No les respondo y me ciño a mi propio guión. La sangre me gotea desde la cara a la boca, pero no paro. Es mi oportunidad, éste es mi momento, estoy hablando a la nación, y ruego a Dios que ésta escuche.

Nos retienen en la plaza durante seis horas; no dejan entrar ni salir a nadie. Tienes que hacer pis donde estás; las mujeres se agachan, mientras sus amigas forman una barrera alrededor de ellas. Pedimos agua: no la traen. Pedimos que nos permitan marcharnos, discretamente, sin ningún jaleo: nos dicen que nos tienen aquí por nuestra propia seguridad.

De vez en cuando, alguien pierde el control. Empiezan a discutir o a intentar abrirse paso a empujones a través de la pared de escudos. Reciben la misma medicina que yo: se precipitan sobre ellos porras y botas hasta que lo derriban, y después se vuelve a formar la pared.

Cuando las cámaras se alejan de mí, intento hablar con la gente, sólo con una o dos personas a la vez. La cuestión es que me gustan. Antes no me había dado cuenta o me burlaba de ellos, hippies de pelo largo que piensan que pueden cambiar el mundo, pero escuchándolos me doy cuenta de que piensan en las cosas, en los grandes temas: el futuro del planeta, la gente de otros países que pasa hambre, que está siendo oprimida. Se preocupan, lo que me hace sentir como si hubiera pasado por la vida con los ojos cerrados.

Muchos de ellos son del uno de enero. Les digo que tienen que irse, camino entre la multitud manteniendo la misma conversación una y otra vez.

– ¿Irnos? Ni siquiera podemos salir de Grosvenor Square.

– Sí, pero después de hoy. Id a casa, coged algunas cosas y os vais, nada más.

– ¿Por qué dices eso?

– Lo veo, puedo ver el futuro, tío.

No saben cómo tomarme; algunos son amables, piensan que estoy loco y si son agradables conmigo, me alejo de ellos. Otros simplemente mueven la cabeza y esperan a que me vaya.

– Prométemelo -digo-, prométeme que te irás de Londres.

Unos cuantos lo hacen, supongo que les he asustado, o simplemente por complacerme. Pero a medida que avanzo a duras penas de una persona a otra, puedo predecir quién me va a decir que se va, y ninguno de ellos es un veintisiete. Empiezo a obsesionarme un poco; tengo que encontrar un veintisiete para decirle que tiene que irse, pero por mucho que lo intento, no puedo hacerlo. Me siento frustrado y supongo que me estoy poniendo nervioso. Noto que la gente empieza a mosquearse conmigo pero no puedo detenerme. Al final, alguien me para.

Hablo con una mujer; es una guapa veinteañera a la que le queda justo una semana de vida.

– Vamos -digo-. Tienes que prometerme que te irás. Ya sólo quedan unos días, tienes que ir a un lugar seguro. Aquí va a morir mucha gente, ¿sabes?

No quiere mirarme a los ojos, y continúa mirando a la multitud, y entonces alguien interviene, un tipo grande, varios centímetros más alto que yo, sin un pelo en la cabeza.

– No quiere hablar contigo ¿vale? Déjala en paz, la estás asustando. Las cosas ya están lo bastante mal aquí para que vayas molestando a todo el mundo. ¿Por qué no cierras el pico durante un rato y nos das un respiro a todos?

Otro día, en otra parte, podría haberlo aceptado, pero hoy ya me han maltratado lo suficiente.

– Es cuestión de vida o muerte, eso es todo -digo, levantando las manos en señal de que me rindo-. Estoy intentado salvar vidas. -Después me alejo de ellos y miro entre la multitud hacia los escudos que nos mantienen encerrados.

Es una larga espera hasta que nos dejan marchar. La gente se sienta en el suelo, aunque saben que la humedad es de meados, no de agua. Las conversaciones se van apagando lentamente hasta que cientos de nosotros, quizá incluso un par de miles, estamos sentados en silencio y esperando.

El final no resulta demasiado dramático. Unos minutos después de hacerse completamente de noche, la policía se va, sin más; sin declaraciones ni instrucciones. Un minuto están allí y al siguiente desaparecen en fila india por las calles laterales y se meten en sus furgonetas.

Miro a mi alrededor. La gente se pone de pie, desalentada. Están enfadados por como han sido tratados, pero demasiado cansados y molestos para seguir dando la tabarra con el tema, aparte de refunfuñar entre dientes. Tengo las piernas completamente entumecidas; cuando me pongo de pie, tengo la sensación de que me van a flaquear. Cambio el peso de una pierna a la otra para que la sangre vuelva a fluir de nuevo, mientras siento un hormigueo en las plantas de los pies.

Salgo de la plaza arrastrando los pies y me dirijo a la parada del autobús. No me doy cuenta de que no llevo la cartera ni la tarjeta hasta que la cola empieza a desfilar para subir al autobús y sólo tengo dos personas delante de mí. Al meter la mano en el bolsillo, me doy cuenta de que está completamente vacío. En algún momento de las últimas seis horas, una persona de este grupo encantador, moralista y salvador del mundo se lo ha llevado todo. Todavía me queda el teléfono y alrededor de veinticinco céntimos. Pero ¿a quién puedo llamar? ¿A la abuela? No puede llevarme a casa desde aquí, así que voy a tener que ir andando.

Busco en los demás bolsillos, pero no encuentro nada útil y estoy bloqueando la cola. La gente empieza a quejarse detrás de mí; entonces alguien me aparta de un empujón y me quitan de en medio. Esta vez no puedo tomarme la molestia de empezar a repartir golpes a diestro y siniestro; sería inútil y me falta energía, todo el mundo está cansado. Ha sido un día largo y quieren irse a casa, y yo también. Me alejo de la parada del autobús y echo a andar. Hay kilómetros hasta casa pero ni siquiera lo pienso. Tan sólo pongo un pie delante del otro, con la cabeza baja, atravieso calles y plazas, y paso por delante de hileras de tiendas. Todo lo que veo son las losas del pavimento y hormigón, pies y piernas. Por eso casi me lo pierdo. Un milagro, lo único que podía hacerme sonreír al final de este larguísimo día.

Llego a un lugar donde los pies no se mueven; hay multitud de gente reunida en la acera. Tengo que mirar hacia arriba para orientarme entre ellos y entonces veo lo que les ha hecho detenerse. En las pantallas de información pública que hay encima de una hilera de tiendas aparece un mensaje: «URGENTE: EVACUAD LONDRES AHORA.» Después otro: «SALGAN DE LONDRES AHORA. AVISO DE INCIDENTE GRAVE: EVACUAD LONDRES.»

– ¡Oh, Dios mío, lo ha conseguido!

Quiero lanzar los brazos al aire pero, en vez de eso, miro las caras de la gente a mi alrededor: están perplejos y asustados.

Justo en ese momento empieza a vibrar el teléfono en mi bolsillo: un mensaje de texto. Lo saco y pone lo mismo. Los mensajes de la pantalla están siendo enviados a mi teléfono. También les pasa lo mismo a todos los que están aquí. Toda la gente que va por la calle mira sus teléfonos y luego a las pantallas.

Marco el número de Nelson pero me sale el contestador. La emoción bulle en mi voz cuando dejo un mensaje.

– Nelson, preciosidad, lo has conseguido. No sé cómo, pero lo has logrado. Gracias, tío, mantente a salvo.

La gente empieza a marcharse. Algunos echan a correr, apartando a los demás a empujones. Estaba reventado cuando he salido de Grosvenor Square, pero ahora se me han vuelto a activar todos los cilindros. Echo a correr yo también; me voy a casa, meteré unas cuantas cosas en la maleta, y la abuela y yo nos iremos de aquí esta noche.


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