Sarah

¿Por qué le pido que vuelva? Porque, mientras calmo a Mia, no puedo quitarme de la cabeza su mirada cuando estaba de pie en la cocina. Él también tiene miedo, como yo.

Y además sabe dónde vivo, de modo que puede volver las veces que desee. No quiero encontrármelo por casualidad, prefiero hacerlo aquí según mis condiciones.

Así que salgo y le encuentro donde espero, en el túnel. Pero no pensaba que estaría así. Se derrumba ante mis ojos. Me retuerce el corazón: ese chico hermoso, chulito, agresivo, y ahora quemado, aterrorizado, desesperado. Llora como un bebé, como mi Mia. Desde que la tuve he cambiado: no soporto oír llorar a la gente. Sé que las lágrimas se pueden calmar, y una parte de mí quiere rodearle con mis brazos, mecerle hasta que se calme, decirle que todo irá bien. Pongo mi mano en su espalda, pero él se la quita de encima. No le culpo: seguramente yo haría lo mismo. Orgullo, ¿verdad? No pasa nada. Es mejor dejar que se desahogue.

Le digo que estaré aquí esperándole, y ahora lo hago. Sé que vendrá, me juego la vida. Y lo hace. Al cabo de cinco minutos de haber vuelto, aparece en la puerta trasera. Le veo a través de la ventana de la cocina, así que voy hasta la puerta.

Está calado hasta los huesos. La lluvia le ha limpiado de sangre gran parte de la cara, pero aún tiene un poco en la frente. No se nota que ha estado llorando, pero él sí que es consciente, y por la vergüenza apenas puede mirarme a los ojos.

– Pasa -le digo. Entra en la cocina, goteando por todos lados. Le doy un trapo de cocina-. Puedes secarte con esto.

Se seca la cara y luego se friega la cabeza.

– Gracias -contesta.

Le vuelvo a mirar. Allí de pie y calado hasta los huesos, tiembla.

– ¿Quieres beber algo? ¿Agua? ¿Cola? ¿Una taza de té?

– Una taza de té, sí, por favor.

Me paseo con el hervidor, la tetera y las bolsitas de té. Resulta extraño hacer algo tan cotidiano con nosotros dos aquí.

– ¿Dónde está tu amigo? -me pregunta.

– En la habitación de al lado -miento. Vinny está fuera, realizando unas entregas.

– Se ha dejado aquí el bate. -Adam mira el bate de béisbol apoyado contra la pared.

– Sé utilizarlo, si es necesario -le digo, y luego me doy cuenta de lo patético que ha sonado-. Soy una chica dura, ¿eh? -Y sonrío, a mi pesar.

Adam no sabe si él también puede sonreír. Le tiembla la comisura de la boca.

Entonces dice seriamente:

– No necesitarás usarlo. No estoy aquí para hacerte daño, Sarah. Nunca te haría daño.

Entonces, oigo la voz de mi padre: «No te hará daño si te estás quieta.» Mentiras, mentiras y más mentiras.

Debo de haber puesto una cara rara porque Adam frunce el ceño y dice:

– ¿He dicho algo malo? Lo digo de verdad, Sarah, no te voy a hacer daño. Sólo quiero hablar.

Me rehago enseguida.

– No, no pasa nada, te creo. Yo también quiero hablar. Sentémonos.

Le conduzco por la habitación de delante, que está vacía.

Mira a su alrededor.

– Pensaba…

– ¿Qué?

– Nada, no importa.

Pensaba que Vinny estaba aquí. Le he dicho que Vinny estaba aquí.

Tomamos el té, yo sentada en un sofá destartalado y asqueroso, él en el otro. Hay tanto que decir, pero cuesta saber por dónde empezar. Es incómodo el silencio entre nosotros. Cuanto más se alarga, peor resulta. Al final, Adam lo rompe:

– Sarah, me estabas llamando cosas, como el demonio. No entiendo por qué. Sólo te he visto un par de veces y nunca te he hecho nada.

Inspiro profundamente.

– Muy bien, sólo hemos coincidido un par de veces, pero te he visto. Te he visto cada noche durante el último año. Apareces en mis pesadillas. Salías en ellas antes de que te conociera. Sabía lo de la cicatriz antes de que sucediera.

Se lleva la mano a la cara.

– Mierda -dice-. Viste mi accidente, el fuego.

– No, no lo creo. Sí que veo fuego, edificios desmoronándose, llamas alrededor, pero la cuestión es… la cuestión es el sueño, mi pesadilla. Creo que es el futuro. No es lo que ha pasado, sino lo que va a suceder.

La mayoría de la gente me tomaría por loca si le contara eso. Adam, no.

– El día de Año Nuevo -dice.

– Sí, ésa es la fecha, la fecha de mi pesadilla. No la soñé hasta que te conocí. Se incorporó a mi sueño la noche después de que te viera en la escuela.

– Te he traído un número -anuncia-. Eso es lo que veo, números. Fechas de muertes. Cuando miro a los ojos de alguien -me mira directamente-, veo un número, la fecha en que va a morir y también siento su muerte. A veces, incluso la veo o la oigo, sólo es un destello. Puedo ver si va a ser violenta o pacífica, si la provoca algo de dentro o de fuera.

El fuego no ha cambiado sus ojos. Son preciosos: pupilas blancas como el cristal, iris marrón oscuro rematado con unos gruesos párpados. Me podría perder en esos ojos, si quisiera… salvo que ahora sé que ve más que los demás, y me pregunto, no puedo evitar hacerlo, qué ve cuando me mira.

– ¿Puedes ver mi muerte?

No aparta la mirada, y yo tampoco. No sé si me ha oído. Mira con tanta intensidad que parece alguien diferente.

– ¿Puedes ver mi muerte, Adam?

Aspira una enorme bocanada de aire, y vuelve a la habitación conmigo.

– Sí -responde. Todo su rostro se endulza. Sigue mirando, pero ahora no sólo se fija en mis ojos. Me recorre de arriba abajo, sigue mi cuerpo, mi cara. Es como si estuviera iluminándome con un foco. Es intenso e incómodo.

– Sabes cuando voy a morir -digo, y mis palabras rompen el hechizo.

Aparta la mirada y responde serenamente:

– No puedo decírtelo, Sarah. No le cuento a la gente el número que tiene. Sería un error.

– No quiero saberlo -respondo-. No tengo miedo. -Mentira-. Simplemente, no lo quiero saber. No me lo digas jamás.

Jamás. ¿Por qué he dicho eso? Como si fuéramos a ser amigos. Como si fuéramos a conocernos durante mucho tiempo. Como si tuviéramos un futuro juntos.

– No te lo diré -responde-. ¿De verdad no estás asustada?

– No tengo miedo de morir, sino de que… -me detengo. «Tengo miedo de perder a Mia. Tengo miedo de que Mia me pierda.»

– ¿De qué tienes miedo?

– De mi pesadilla -contesto lentamente. Al fin y al cabo, es cierto-. Me está volviendo loca. El mismo sueño, la fecha. No puedo vivir con ello, ni hacer nada al respecto.

– A mí me pasa lo mismo -replica-. Hay cientos, miles de personas con números con el día uno, dos o tres. Muertes violentas. Cada vez está más cerca, y ahora sólo quedan cinco días. A veces es como si me aplastara, como si no pudiese hacer nada, salvo que sí quiero hacerlo. Quiero luchar contra ello. Avisar a las personas. Hacer que se vayan. Sacarlos de Londres.

Ahora se está envalentonando: cierra los puños, mueve su cuerpo sentado, casi como si se meciera. Su energía resulta un poco escalofriante, aunque también emocionante.

– Sé que podemos hacerlo -continúa-. Creo que podemos vencer a los números, salvar a la gente. Sólo que no sé cómo…

– ¿Sólo es Londres?

– No lo sé. Hay más aquí que los que había en Weston.

– ¿Weston?

– De donde vengo. Weston-super-Mare, cerca del mar. Vivía allí con mi madre.

– ¿Qué pasó?

– Murió cuando yo tenía ocho años. Un cáncer. Vi su número y no supe de qué se trataba. De modo que se lo conté, bueno, lo escribí y ella lo vio. Lo comprendió porque ella también veía los números. Fue la chica del London Eye en 2009, la que supo que lo volarían. Vio los números de la gente en la cola. Después, tuvo que vivir con ello. Sabiendo su número. Le hice eso…

Su voz se apaga y me doy cuenta de que hace un esfuerzo para no echarse a llorar de nuevo.

– No pasa nada -le digo-. Es normal que estés triste por tu madre. Tengo pañuelos en algún sitio.

Aspira ruidosamente y se seca la nariz con la manga.

– No -contesta-. Estoy bien. No necesito ninguno. Estoy bien. -Se sienta en su silla, y cambia de posición sus brazos y piernas inquietos-. Lo siento.

– ¿Por qué?

– Por todo. Por ser penoso. Por aparecer en tu pesadilla.

Me encojo de hombros.

– No es culpa tuya. No pediste estar allí, ¿verdad?

Se inclina hacia delante y se agarra las manos, entrelazando sus dedos.

– Sarah: ¿y si tu pesadilla no tiene que hacerse realidad? ¿Y si la podemos cambiar?

No tiene que hacerse realidad. Ojalá tuviera razón… ojalá.

– He intentado advertir a la gente -digo-. Está allí fuera, en el mural.

– ¿Por eso lo hiciste?

– No lo sé. Vin me lo sugirió: me oía gritar todas las noches y me dijo que debería dibujarla. Tengo montones de papeles arriba con mis dibujos. Es tan real, Adam. Quería que la gente lo supiera. Quería que desapareciera.

– ¿Se ha ido? ¿La pesadilla?

– No.

Vuelvo a sentarme en el sofá, exhausta de repente. De pronto, todos esos meses de noches interrumpidas me empiezan a hacer efecto.

– Pareces agotada -me dice-. Me iré.

Se ha puesto de pie. Yo también empiezo a levantarme.

– No pasa nada -me dice-, no te levantes. Ya encontraré la salida… sólo… ¿te parecería bien que volviera algún día?

Me vuelvo a dejar caer, con toda la energía completamente agotada. Estaba tan dispuesta a enfrentarme a él, a luchar contra el demonio de mi pesadilla. Pero Vinny estaba en lo cierto. Es sólo un muchacho, un chico tan alterado como yo. Estoy agotada y quiero que se vaya.

Pero también quiero que vuelva.

– Sí -respondo-. Puedes volver.

Entonces sonríe, con una especie de sonrisa torcida, porque tiene la piel rígida en la zona quemada. Hay algo en esa piel que me enternece por dentro. Pasa cerca de mí y duda durante un segundo.

– Adiós, Sarah -me dice.

– Adiós.

Cierro los ojos antes de que salga por la puerta y me veo arrastrada hacia un sueño profundo y libre de pesadillas.


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