Nos quedamos en Londres durante semanas, primero en el hospital de campaña instalado en Trafalgar Square y luego, cuando me dicen que estoy fuera de peligro y que mis quemaduras están empezando a sanar, en el campamento de Hyde Park. No sé a qué esperamos. Supongo que pensamos que las cosas pronto volverán a la normalidad, pero a medida que los días se convierten en semanas, nada parece cambiar, excepto que las colas se alargan y nuestros repartos diarios de comida se reducen.
La ciudad está completamente a oscuras por la noche. La red de suministro eléctrico nacional todavía no funciona. Aquí tenemos generadores, pero nos apagan la luz a las diez y está oscuro como la boca de un lobo hasta el amanecer.
En nuestra tienda de campaña somos cinco, pero parece que seamos quinientos después de otra noche con los niños haciendo travesuras, moviéndose inquietos y llorando. No es culpa suya. Lo que Sarah veía en sus pesadillas ahora nos pertenece a todos, incluso a los niños, especialmente a ellos. Cuando uno de los niños empieza a llorar, despierta al otro que, a su vez, también empieza a llorar y nos despertamos todos. Sarah hace lo que puede, pero no es a ella a quien quieren por la noche. Es a su madre, que ya no volverá a abrazarlos.
Yo también tengo pesadillas. Veo lo mismo una y otra vez: una figura menuda que se aleja de mí entre las llamas. No puedo alcanzarla. No me oye gritar. Nunca se da la vuelta. Sólo estoy ahí, viendo cómo las llamas se apoderan de ella.
Sarah apenas duerme, siempre está pendiente de los niños y de Mia. El caso es que la niña no da problemas. No llora. Come, duerme y vuelve a comer un poco más. Se podría pensar que un bebé de tres meses tendría que ser el que dé más problemas en un lugar como éste, pero es pan comido: tranquila, estable, incluso feliz. Cuando tengo los nervios de punta, cuando creo que no puedo aguantar más, la cojo, la abrazo y empiezo a sentirme humano de nuevo.
Los soldados que están a cargo del campamento empiezan a racionar el agua y sé que ha llegado la hora de irse.
– ¿Adónde vamos a ir? -pregunta Sarah.
– No tengo ni idea. A algún lugar donde crezcan cosas para comer. A algún lugar que esté cerca de un río, para que podamos tener toda el agua que necesitemos. A algún lugar que esté cerca de un bosque, para que podamos quemar cosas y no pasemos frío.
Ella suspira.
– Quieres que vayamos al campo. Allí no hay nada, Adam. Vamos a morirnos de hambre. Moriremos.
– ¿A esto le llamas vivir? Ahora en el campamento hay una epidemia de cólera. Lo están manteniendo oculto, pero he oído que ya han muerto tres personas. Tenemos que sacar a los niños de aquí, Sarah. Éste es un mal sitio.
Ella frunce el ceño y abraza más fuerte a Mia.
– ¿Los chicos tienen malos números, Adam? ¿Cuáles son?
Se me remueve el estómago. Hace tiempo que no hablamos de los números. He tratado de borrarlos de mi mente, de no mirar a nadie ni pensar en ello, porque cuando lo hago, mi cabeza se agota. Ahora vuelven a entrar a raudales, como en un dique roto.
– ¡Los números no importan, Sarah! -grito sin darme cuenta-. No se puede confiar en ellos. Los números cambian. Un mal número se puede convertir en uno bueno. Un buen número se puede convertir en uno malo.
Alarga una mano y me acaricia el brazo.
– Está bien, Adam. Todo está bien. Cálmate. Nos iremos. Vamos a irnos de aquí.
Trato de volver a respirar con normalidad, dejo de mecerme hacia atrás y hacia delante.
– Lo siento, Sarah. No tenía intención de ponerme como un loco. Es sólo que… sólo que…
– Lo sé, lo sé -me tranquiliza-. Hoy es demasiado tarde para que nos vayamos. Nos marcharemos mañana.
Por la mañana, recogemos en silencio las pocas cosas que nos han quedado.
– ¿Estamos haciendo lo correcto? -pregunta Sarah justo antes de abandonar el campamento. Hay círculos oscuros bajo sus ojos y tiene la cara más chupada, aunque sigue siendo bella. No puedo dejar de mirarla y, como ella busca respuestas en mi rostro, su número llena de nuevo mi cabeza y, de repente, quiero que sea real. Su número significa esperanza, amor y luz. Su número me da ganas de creer en los finales felices.
Le cojo la cara entre mis manos y la beso suavemente.
– Sí, Sarah -digo-. Estamos haciendo lo correcto. Estaremos bien, ya verás.
Y quiero creerlo. Lo creo. Lo creo de veras.
Echamos un último vistazo alrededor, luego ella pone a Mia en su cabestrillo, coge a los niños de las manos, recojo nuestras bolsas y nos vamos.