No para de llorar. Simplemente, no para.
Empieza sin avisar una noche; de repente comienza a llorar. Darle el pecho no sirve de nada y cambiarla tampoco sirve de nada. La cojo, me la pongo encima del hombro, y la paseo arriba y abajo por la habitación. Después de lo que parecen horas, cae dormida por puro cansancio.
La meto en el cajón que utilizo como cuna y me dejo caer en la cama. El lloro aún me resuena en los oídos, rebota por las paredes como un eco eterno. Me acurruco y me tapo las orejas para intentar que pare. Supongo que me he debido dormir, pero no sé durante cuánto tiempo. Lo único que sé es que sus lloros entran en mis sueños y me arrastran hasta la superficie. En un gesto automático, estiro el brazo hacia ella, que tiene la piel roja, caliente y pegajosa por el sudor.
Intento todos los trucos que conozco: amamantarla, cambiarla, cantarle, pasearme. Y ella llora, llora y vuelve a llorar.
Vinny llama a la puerta y entra.
– ¿Estás bien? He visto que tenías la luz encendida. Bueno, te he oído. Te he traído una taza de té.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco.
– ¿De la mañana?
– Sí.
– No consigo que pare, Vin. No consigo que pare de llorar -digo con voz estridente y temblorosa.
– Dámela. Yo la sostendré mientras tú te tomas la taza de té. A ver qué puedo hacer.
Me la coge.
– Por Dios, Sarah, está ardiendo.
– Lo sé. ¿Qué hago, Vin? ¿Qué hago?
– Será mejor que la llevemos a urgencias, al hospital.
– No puedo. Querrán una identificación, una dirección, todo.
– Tenemos que llevarla a algún sitio; no podemos dejarla así. Simplemente, finge que te has dejado el carné, dales un nombre falso. No pasará nada. Le echarán una ojeada y la curarán: es diminuta, necesita que le ayuden, verán qué le pasa. Venga, ponte algo de ropa. Iré a buscar las llaves del coche.
No tengo sillita para Mia, así que me siento en la parte de atrás y la abrazo.
– Conduce lentamente -le pido.
– Claro.
El hospital es un lugar blanco y brillante. Apenas he salido de la casa durante semanas, y estar aquí resulta agobiante. Hay tanto ajetreo, y es tan grande y está tan limpio… Me miro: una sudadera manchada colocada sobre mi camiseta y pantalones de chándal. Sin calcetines y con los pies calzados en unas zapatillas. Parece que haya estado durmiendo al raso.
– ¿Nombre?
– Sally Harrison.
– Su carné, por favor.
– Oh, vaya, me lo he dejado en casa. Teníamos tanta prisa…
La recepcionista me mira y levanta una ceja.
– ¿No llevas chip?
– No.
– ¿Y el bebé?
– No.
Pueden negarse a ocuparse de ella si no presentas ninguna identificación. La miro, preguntándome qué va a decidir.
– Por favor -suplico.
Levanta más las cejas, pero se limita a suspirar y me pide más detalles. Le doy una dirección y un número de teléfono falsos, y le cuento tantos síntomas de Mia como puedo.
Sólo tenemos que esperar veinte minutos y, entonces, una enfermera nos lleva a la sala de exploración. Entra una doctora: es joven, pero tiene bolsas grises bajo los ojos y su pelo rubio intenta escaparse de una coleta mal hecha.
– Echémosle una ojeada.
La tumban encima de un colchón blanco dentro de un recipiente de plástico parecido a una pecera y le quitan la ropita con delicadeza.
– ¿Cuánto tiempo hace que tiene fiebre?
– Unas doce horas. También hace el mismo tiempo que llora, a rachas.
– ¿Come bien?
– No desde que empezó a llorar.
Se la miran de arriba abajo, le examinan los ojos, las orejas y la boca, y le mueven las manos y los brazos con delicadeza.
– Tiene un poco infectada la zona de alrededor del cordón umbilical. ¿Ve que está un poco roja e hinchada?
Cuando la doctora lo menciona, es evidente. Tiene la piel de la barriga hinchada e irritada donde están los restos del cordón. Dios mío, ¿por qué no lo he visto? ¿Qué clase de madre soy? Llora porque le duele.
– Le daremos antibióticos inmediatamente.
Antes de que me dé cuenta, le inyectan algo en la pierna. Y entonces, saca otra jeringuilla de su envoltorio de celofán.
– No lleva chip, ¿verdad?
– No, pero…
– Es obligatorio.
Me mira con firmeza y sé que no servirá de nada discutir. Aunque quisiera, es demasiado tarde. La aguja ya está dentro y ella ha apretado el émbolo.
– Podemos anotar todos sus detalles en la sala.
– ¿La sala?
– Tenemos que ir con cuidado con las infecciones en esta parte del cuerpo. A veces, pueden provocar tétanos, así que nos la quedaremos hoy mientras vemos cómo responde al tratamiento.
«¿Quedárnosla?»
– ¿No le puede dar simplemente alguna medicina? No queremos quedarnos. Tenemos que ir a un sitio…
– Debemos tenerla en observación. El tétanos puede resultar extraordinariamente peligroso para un bebé tan pequeño y no podemos correr ese riesgo. Tiene aspecto de necesitar un descanso. Pueden pasar el día en la sala de maternidad: pediré una habitación individual, si quiere.
Tengo la sensación de que las cosas se están descontrolando. Ahora que la tienen aquí, no la soltarán. La tienen y le han puesto un chip. Pensar en un microchip en su cuerpo me pone enferma. No quería que le pasara esto. No quería que la etiquetaran y la pudieran localizar de por vida.
Pero, si me ciño a mi historia -carné olvidado, nombre y dirección falsos-, aquí estaremos a salvo, ¿no? Vuelvo a mirar la barriga de Mia, la piel infectada, tersa y brillante, y sé que no tengo otra opción.