Lo único que quiero, lo único que he querido desde que me la quitaron, es volver a ver a Mia. Para cogerla en mis brazos.
Cuando veo el humo que se eleva por encima de los tejados, ya sé que es mi casa, y vuelvo a estar sumida en mi pesadilla. Ha estado prolongándose en un bucle dentro de mi cabeza durante un año, mientras que fuera, en el mundo real, la vida me ha estado atormentando: «Aquí está tu hija, aquí está Adam, se acerca, se está haciendo realidad.» Ahora sé que éste es el momento en que ambas se funden, la fantasía y la realidad, el futuro y el presente. Pero, es retorcido e inesperado. Estoy aquí con Val. Adam no está. Pero, con o sin él, voy a tener que hacerlo. Voy a tener que entrar en mi pesadilla.
El estómago se me revuelve.
No sé si Mia está viva o muerta. «Siento» que está viva, pero tal vez sólo sea una ilusión. Ahora sé su número y he visto su sentencia de muerte.
Mientras Val y yo pedaleamos hacia la casa es como si estuviera fuera de todo esto, viendo una película… o en un sueño. Los músculos de las piernas se me tensan al pedalear. Mis manos, doloridas y ensangrentadas, sujetan el manillar, pero no siento el dolor. El aire está lleno del olor acre del humo: edificios en llamas, muebles calcinados, gente quemada. Los sonidos son los de la gente y el fuego, no hay tráfico, ni aviones, sólo el crepitar de las llamas, y los gritos y chillidos de las personas en peligro.
No tengo tiempo para pensar en volver a casa. No tengo tiempo para darme cuenta de que la calle está prácticamente igual, salvo dos árboles y un poste de luz que están cruzados en la calzada. Las puertas de la casa están abiertas.
Las vigas de madera del techo están en llamas, arrojando humo negro hacia el cielo, crepitando y estallando.
Dejo caer la bicicleta en la entrada y corro hacia la casa. Hay un gentío reunido allí. Me abro paso a empujones. En medio de todos están Marty y Luke, sentados en el suelo, entre un mar de piernas. Me zambullo junto a ellos en la grava.
En un primer momento, no parecen reconocerme. Por supuesto, desde que me fui me he afeitado la mayor parte de la cabeza, y además han pasado unos meses.
– Luke, Marty, soy yo, Sarah.
Dos pares de ojos buscan mi cara, y luego Marty se tambalea hacia delante y me echa los brazos al cuello, mientras que Luke se pone a llorar.
– ¿Dónde están mamá y papá? -pregunto.
– Allí.
– ¿Está ahí la niña?
Marty asiente con la cabeza.
– El bebé estaba con nosotros, pero no dejaba de llorar.
– ¿Dónde está? ¿Arriba? ¿Abajo?
Niega con la cabeza. Echo un vistazo a la casa. El dormitorio de la parte de delante se ha derrumbado sobre la habitación de debajo.
– ¿Estaban delante? ¿En la sala de estar?
Se encoge de hombros.
Alguien me da un toque en el hombro. Levanto la cabeza y veo a una mujer, la señora Dixon, que vive en la misma calle, dos puertas más abajo.
– ¿Sarah? -dice-. ¿Eres tú? -Me mira como si acabara de aterrizar procedente de otro planeta.
– Sí, soy yo. He vuelto.
– ¿Dónde has…? Tus padres… tus padres. -Cuando mira hacia la casa, se produce una explosión en el interior que revienta una ventana, el vidrio, el marco y todo.
– ¡Atrás! ¡Atrás todo el mundo!
– Señora Dixon -digo-, ¿puede llevar a los chicos a la calle por mí? Es demasiado peligroso que se queden aquí.
Ella frunce el ceño.
– Por supuesto, pero ¿adónde vas a ir…?
La fachada de la casa está ardiendo, por lo que esprinto hacia un lateral, protegiéndome la cara del calor mientras aprieto el paso. La cocina está en la parte de atrás. Mirando a través de la puerta, puedo ver a un hombre tumbado boca abajo en el suelo.
– Oh, Dios mío.
Es papá. Sé que es él.
– ¿Qué es esto? -Val está junto a mí.
– Nada. Hay alguien ahí. En el suelo.
– Oh, Dios santo.
– Val, regresa fuera. Vete a algún lugar seguro.
– No me voy a ninguna parte. Estoy aquí para ayudar.
No tengo tiempo para discutir con ella. Tiro de la manija de la puerta de la cocina pero está cerrada. Cojo una maceta y rompo con ella el cristal. Entonces alcanzo la llave del otro lado, la giro y ya estoy dentro.
Papá está tumbado boca abajo, inmóvil. Me agacho y le toco el cuello: está frío. Presiono, tratando de encontrarle el pulso, pero no noto nada. Está muerto. La cocina está hecha un desastre, pero no hay nada que muestre que ha sido golpeado por algo. Parece que se ha caído allí donde estaba.
Incluso muerto, le tengo miedo. Estoy esperando que de repente abra los ojos, me coja la mano o grite.
«Basta, Sarah, basta ya. Déjalo. Ya no está. ¿Dónde está Mia?»
Val está de pie detrás de mí.
– ¿Él es…?
– Sí -le digo.
Camino hacia la sala y grito:
– ¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien aquí? -La sala está bloqueada por los escombros del derrumbe. No hay manera de pasar, no se puede subir al piso de arriba.
Ahueco las manos y lo intento de nuevo:
– ¿Hola?
No hay respuesta, excepto el crujido de las maderas sobre nuestras cabezas, y el goteo constante de escombros y cenizas delante de nosotras. También hace calor, que procede de arriba.
Y entonces lo oigo. Me quedo absolutamente quieta y escucho. Es un sonido que conozco muy bien, forma parte de mí. Val está detrás de mí en el pasillo. Ella también grita. Me vuelvo y le pongo una mano en el brazo.
– Chist. Escucha.
– Es demasiado peligroso, Sarah. Deberíamos salir de aquí.
– ¿Puedes oírla?
Ella se queda quieta y ladea la cabeza hacia un lado.
– No, Sarah. Lo siento. No puedo.
Se produce un estrépito tremendo encima de nosotras y se escucha el escalofriante sonido de la madera que se desgarra. Nos agarramos la una a la otra, agachamos la cabeza al mismo tiempo y nos protegemos con los brazos.
Yo grito cuando algo grande me golpea en el hombro. El ruido parece no terminarse nunca; astillas, crujidos, material que cae por todos lados. Cuando por fin todo vuelve a quedar en silencio, abro ligeramente los ojos y echo un vistazo a través de la protección de mis brazos: apenas puedo ver ya la sala. Han caído más trozos del techo, llevándose también los pasamanos y la mitad de las escaleras. La fachada de la casa está en llamas, pero ahora también lo está la parte de atrás. Hay fuego por todas partes a nuestro alrededor. Me estiro un poco y miro hacia arriba, al tejado, donde hay un agujero de tres o cuatro metros de diámetro a través del cual veo directamente el cielo abierto. La brecha está creando una corriente, porque también hay llamas, que arrastra todo lo que encuentra a su alrededor y arde hacia afuera y arriba.
– Oh, mierda -dice Val-, tenemos que salir de aquí. Sarah, tenemos que salir.
Tiene todo el cabello cubierto de polvo y ceniza, y todavía le está cayendo más encima, en la cara, en las pestañas.
– La he oído, Val -le digo. Ella levanta la vista hacia el techo y luego hacia mí otra vez. Tiene los ojos muy abiertos por el miedo.
– No lo creo -dice ella-. Creo que «querías» oírla.
– ¿Crees que no conozco la voz de mi propia hija?
– Sí, pero…
– Está viva en alguna parte, lo sé.
Me pone las manos sobre los hombros.
– La mitad de esta casa ya se ha hundido. Podría estar en cualquier parte.
– Está cerca. La he oído. No puedo dejarla. Me necesita.
– No es seguro. Tenemos que irnos.
– No puedo marcharme.
– Sarah, si está ahí debajo -y señala con la cabeza hacia el montón de escombros que ocupan el salón-, no podremos sacarla de aquí. Tendríamos que entrar desde arriba; debemos salir mientras podamos.
Se produce un fuerte estrépito encima de nuestras cabezas.
– Por favor, Sarah.
Las dos miramos hacia atrás, hacia el sitio por donde hemos entrado. Hay un muro de llamas tapando la puerta de la cocina, lenguas amarillas y anaranjadas bebiéndose a lengüetazos el techo, tratando de alcanzar el cielo. Pero en el corazón de todo ello hay una oscuridad, una forma oscura, una sombra. Los bordes borrosos se van volviendo nítidos y las dos damos un grito ahogado. Se trata de un hombre que camina hacia nosotras a través de las llamas.
«Mi papá. Mi papá está aquí.»
Pero no puede ser. Está muerto. Le he visto. He sentido el frío de la muerte en su cuello. No es Él, es…
– Adam -musita Val-. Oh, Dios mío, es Adam.
Ella da un traspié hacia delante y cae en sus brazos cuando él surge de en medio del fuego. Tiene un aspecto diferente, mayor tal vez. Parpadeo y mi pesadilla me llena la cabeza. «El desconocido con la cara cubierta de cicatrices coge a mi bebé y entra en las llamas.»
Mi bebé. Mi bebé. ¿Dónde está?
– Son sólo cuatro pasos y llegarás al otro lado de las llamas -grita Adam para hacerse oír por encima del ruido-. Fuera de aquí, abuela. Ya estoy yo. Yo me ocuparé de esto.
Ella se aferra a sus brazos, sus profundos ojos color avellana buscan su rostro.
– Abuela, no voy a discutir contigo. Vete. Cuatro pasos y estás fuera. Saldremos enseguida.
Ella asiente con la cabeza.
– De acuerdo -dice-. ¿Adam…?
– Ahora no. Vete. Te veo en un minuto.
Él le rodea los hombros con un brazo y, discretamente, le indica la dirección correcta. Ella levanta la vista de nuevo hacia él y luego medio camina medio corre hacia la cocina. Se ve su perfil, tal como se veía el de él, durante un momento, y luego desaparece.
– Adam… -digo, pero me detengo. Lo oigo una vez más -un llanto débil, casi como el de un animal- y Adam también lo oye. Lo veo en su rostro.
Se escucha apagado, hacia un lado de donde estamos. Ambos alargamos al mismo tiempo la mano hacia la puerta del armario de debajo de las escaleras. Hay un pomo pequeño y redondo, y hay que presionar un botón en el centro. Mi mano lo alcanza primero y el botón me quema la punta del pulgar cuando lo toco. Abro la puerta y pego un grito, llevándome una manga hasta la nariz. Hay un hedor insoportable: vinagre, alcohol y mierda.
El interior del armario está oscuro y mis ojos tardan un poco en adaptarse, y entonces las veo. Mia: viva, sonrosada, retorciéndose en los brazos de mamá. Uno de los lados de la cara de Mia está salpicado de sangre, pero no es suya. Mamá tiene una gran herida en el cuero cabelludo y cortes en la cara. La sangre se ha derramado sobre ella y sobre Mia; ella no la ha limpiado, porque no sabe que está ahí. Tiene los ojos abiertos y me mira directamente, pero no ve nada: está muerta.
Me arrastro junto a las dos. Hay vidrios por todo el suelo, botellas rotas y su contenido; whisky, ginebra, encurtidos. Fragmentos como navajas me cortan los vaqueros, rebanándome la piel de las rodillas y las espinillas. Me inclino hacia delante y cojo con cuidado a Mia de los brazos de mamá.
– Tranquila, tranquila -le susurro-, ahora ya te tengo.
La estrecho entre mis brazos, inclinándome para besarla en la cara, sentir su calor, el olor de su piel de bebé. Noto sus ropas húmedas en las manos, por donde pierde el pañal, y huele a vómito y a pipí. Pero es su vómito, su pipí, y yo los aspiro con gratitud.
Mi pequeña.
Mi vida.
Viva y de nuevo en mis brazos.