Se niegan a darme el alta, pero me voy de todos modos. No puedo permanecer más tiempo aquí o me volveré loco. La abuela me trae algo de ropa limpia y me visto mientras la enfermera me cuenta cómo debo cuidar de mi cara. Luego, llega el momento de irse.
Wesley tiene la cabeza encima de un cubo cuando me acerco para despedirme. Levanta una mano, pero no dice nada.
– Espera, Wes -le digo. Quiero contarle que deje la quimio, que disfrute del tiempo que le queda. Al fin y al cabo es un veintisiete, y sólo tiene una semana. Pero luego empiezo a pensar que voy a cambiar todo esto, las cosas para los veintisietes, así que quizá necesitará la quimio: puede que le consiga un poco más de tiempo.
Cuando recorro el ala, me siento ahogado. No puedo evitar mirar la cama que ocupaba Carl. Ahora hay otra persona, y pronto también habrá otra en la mía. Es una cadena de producción interminable de enfermos y heridos; algunos mejorarán y otros no, pero una nube oscura se instala sobre mí cuando pienso en Carl. Continúo sintiendo que fue culpa mía. Lo único que tenía que hacer era permanecer despierto. Y le fallé.
– ¿Qué te pasa? Creía que deseabas irte.
– Nada. Sólo… este lugar.
Mira donde yo miro.
– Has hecho lo que has podido -me dice, leyéndome la mente-. Y yo también.
– No ha sido suficiente.
– Deja de flagelarte. Salgamos de aquí.
Andar resulta sorprendentemente difícil: hace diecisiete días que estoy aquí y tengo las piernas agarrotadas. Los pasillos no se acaban nunca.
– Hay una parada de autobús aquí mismo, a la izquierda. ¿Adam? Adam…
Su voz se va apagando hasta que ya no puedo oír nada. Una chica entra en un coche destartalado en el aparcamiento. Lleva un abrigo colgado encima de los hombros de modo que no se le ven los brazos. Un tipo alto y esquelético le ayuda a entrar; está situado de manera que a ella prácticamente no la veo, pero sólo necesito vislumbrarla para saber quién es.
Es Sarah.
Se ha cambiado el pelo, se ha rapado la mitad, pero es ella. ¡Oh, Dios mío, es ella!
Me quedo ahí plantado como un idiota, mirando cómo se sienta en la parte trasera del coche. El tipo le cierra la puerta y va hasta el asiento del conductor y, entonces, es como si despertara. ¡Se va! En menos de un minuto se habrá ido. ¿Qué estoy haciendo?
– ¿Adam? ¿Dónde diablos…?
Empiezo a andar hacia el aparcamiento y, entonces, echo a correr. El tipo ya ha arrancado, y el coche se mueve. Intento cortarle el paso en la barrera; deberán detenerse allí para salir. El coche avanza lentamente y llego justo antes que él. Hago un gesto al conductor para que se detenga. Parece nervioso, pero de todos modos tiene que parar. Lo hace, baja la ventanilla del copiloto y se asoma.
– ¿Algún problema, colega? -me pregunta.
Miro atrás, pero el reposacabezas del asiento del copiloto no me deja ver.
– Sólo quería… Sólo quería… ¿Sarah?
Se echa a un lado y le veo la cara. Definitivamente, es ella, el rostro que he tenido en mi cabeza, en el que he estado pensando cuando me iba a dormir. Ella jadea y se queda boquiabierta, y entonces recuerdo mi cara, el shock que le debe provocar verla.
Levanto la mano para ocultarla.
– No es tan malo como parece… -empiezo a decir, pero ella aparta la mirada y grita.
– ¡Sal de aquí, Vinny! ¡Sal de aquí! ¡Arranca! ¡Arranca!
– ¡Sarah!
Las ruedas chirrían sobre el asfalto cuando Vinny pisa el acelerador y el coche se lanza adelante un par de metros. La barrera se toma su tiempo. Pongo las manos encima del coche, hacia la ventanilla del pasajero. Sarah no deja de gritar pero, cuando me ve, para de hacerlo y se aparta de mí.
Cuando la barrera empieza a levantarse, Vinny ya ha salido. El metal del coche se me escapa bajo los dedos y me quedo allí, aturdido. Ha sido como la primera vez que me vio, aunque peor. ¿Por qué me tiene tanto miedo? ¿Quién es ella en realidad y quién cree que soy yo?
– ¡Adam!
Miro detrás de mí: la abuela está en la acera, mirándome. Vuelvo lentamente a su lado.
– ¿Quién diablos era?
– Una chica que conozco.
– ¿Qué pasa con ella?
– Me odia. Me tiene miedo.
Se le ensombrece la cara.
– ¿Miedo? ¿Qué le has hecho?
– No le he hecho nada. Sabe algo de mí o al menos cree que lo sabe.
– ¿La gente ha estado hablando? ¿Contando historias?
– No, nada de eso. Se mostró así la primera vez que nos conocimos, el primer día de clase. -Y entonces, caigo en la cuenta y, cuando lo digo en voz alta, parece verdad-. Es diferente, como tú y yo. Tú tienes las auras y yo, los números. Ella tiene o sabe algo.
La abuela no se ríe: no cree que esté chiflado.
Busca dentro de su bolsa, saca un cigarrillo y lo enciende, aspira profundamente y expulsa una nube de humo hacia un cartel que dice:
«Prohibido fumar en el recinto del hospital. Multa: 200 €.»
– En ese caso, será mejor que la encuentres, hijo -me dice-. Tienes que encontrar a esa chica y que ella te cuente lo que sepa.