Ahí hay alguien. En el suelo del túnel.
Han blanqueado el túnel: la pintura, la pesadilla, la fecha, todo está tapado. Sigue estando oscuro ahí dentro, pero veo que es ella. Sarah.
Pasé por su casa. No iba a llamar ni nada de eso, no sé lo que iba a hacer, sólo esperar allí, supongo, no lo sé. En fin, sólo llegué hasta la esquina de la calle porque fuera había una furgoneta y tres coches de policía. ¡Dios santo! No cabe duda de que estaban en casa de Sarah porque vi que se llevaban a aquel amigo suyo alto y flaco, con las manos esposadas a la espalda. Me escabullí de allí antes de que me vieran; no necesito esta clase de problemas, pero al hacerlo me quedé sin saber si Sarah también había sido arrestada.
Me puse a deambular por ahí yo solo y, naturalmente, acabé en el túnel. Sabía que lo haría, y aquí está. Me llamó hijo de puta la última vez que la vi. Me tiró una piedra la última vez que estuvimos aquí. Debería dar la vuelta y marcharme, pero no puedo. No puedo estar lejos de ella. Camino hacia ella lentamente, con paso seguro, para que tenga tiempo de verme y de moverse si lo desea, pero no lo hace. Sigue sentada en el suelo cuando llego.
Resulta incómodo, yo de pie y ella sentada, así que me agacho un poco, a cierta distancia. Tiene la niña abrazada junto a su pecho, y entonces caigo en la cuenta: le está dando de mamar. No se ve nada, sólo la niña dentro de su abrigo, pero aun así me pongo rojo de vergüenza, noto la superficie de mi piel caliente dentro de mi ropa.
Está mirando al suelo y lleva la capucha levantada en torno a su cara. Quiero que me mire. Quiero volver a ver su número. Quiero notar esa sensación.
– Sarah -digo.
Mantiene los ojos fijos en el suelo; finge que no estoy ahí. Pero puedo leer su lenguaje corporal, no soy tonto. Quiere que me vaya, aunque no lo haré, no puedo.
– Sarah, soy yo.
Ninguna reacción.
– Fui a tu casa y estaba la policía.
Nada. No sé qué más decir. Digo lo que estoy pensando incluso antes de saber lo que estoy haciendo.
– ¿Lo has notado? ¿Has notado el terremoto?
Entonces me mira y su número me produce una oleada de calor. Parece perpleja.
– ¿Qué terremoto?
– Un temblor, hace aproximadamente una hora. Estaba en Oxford Street. Todo el mundo se agachó, y luego se echaron a reír, como si no pasara nada, pero sí sucedió.
– No he notado nada. Estaba aquí hace una hora y no he notado nada.
– No me lo estoy inventando.
– No digo que lo estés haciendo.
Está hostil. Lo esperaba, pero además es infeliz. Quiero tenderle la mano, quiero atravesar sus barreras.
– ¿Qué ha pasado? -pregunto-. ¿Qué te ha pasado?
Vuelve a quedarse mirando al suelo, pero al menos me habla.
– Vinieron a verme de Atención a la Infancia. Me encontraron.
– ¡Qué coñazo!
– Es más que eso, Adam. Me la quitarán, y ella es lo único que tengo.
– No pueden hacer eso así, sin más.
– Sí pueden, y lo harán. Estaba viviendo con drogadictos, con un camello, en una casa ocupa: no suena bien. Y ahora no tengo adonde ir, así que me imagino que viviré en la calle.
– Podrías venir a casa.
La niña debe de haber terminado de mamar porque Sarah se la pone en el hombro y luego se levanta con dificultad. Le ofrezco la mano para ayudarla, pero no se da por aludida. Pone a la niña en el cochecito.
– Adiós, Adam -dice, y empieza a alejarse, como si ésa fuera su intención.
No se librará de mí así. Estoy intentando ayudarla, ¡por el amor de Dios!
– Sólo quería decir… Tienes que ir a algún lado, a algún sitio que los de Atención a la Infancia aprueben. -Pero antes incluso de que mis palabras hayan salido de mi boca, recuerdo a su padre aplastándome contra la pared-. Sarah, lo siento.
Echo a correr para alcanzarla.
– Escucha, lo siento -digo-. Entiendo por qué no quieres volver a tu casa. Tu padre…
Se para y se da media vuelta.
– ¿Qué pasa con mi padre?
– Es… es un poco raro ¿no?
– ¿Lo has conocido? -Me mira desafiante.
– Sí. Yo… fui a tu casa. Cuando dejaste de venir a la escuela.
– Hostia, ¿qué eres? ¿Una especie de acosador? Vale, ahora me están asustando, como si no lo estuviera ya lo suficiente.
Echa a andar de nuevo, rápido, realmente rápido.
Corro a su lado.
– Sarah, estaba preocupado por ti. Sólo fui para ver si estabas bien.
– No deberías ir a las casas de la gente, no si no te han invitado.
– ¿Qué se suponía que debía hacer? Me dibujaste, Sarah, tú me dibujaste.
– No era más que un dibujo. Todo el mundo estaba haciendo lo mismo.
– No era sólo un dibujo y tú lo sabes. Nadie me ha mirado nunca de ese modo, nadie me ha visto de ese modo.
Se encoge de hombros y se inclina hacia delante, empujando la sillita aún más rápido. El viento y la lluvia siguen azotándonos. Casi tengo que gritar para que me oiga.
– Sarah, te inclinaste sobre la mesa y me tocaste. Tocaste mi cara. No podía olvidarte sin más.
Todavía caminando, se da la vuelta.
– Bueno, deberías haberlo hecho -contesta gritando-. No puedo estar en ningún sitio donde tú estés cerca. Tengo que proteger a mi hija. No importa lo que sienta por ti. No puedes acercarte a ella. No puedo permitirlo.
«Lo que sienta. Lo que sienta…»
– Párate un momento. ¡Por favor, detente!
Pongo la mano en su hombro para tratar de detenerla, pero me la quita de un golpe.
– ¡Déjame en paz! ¡Déjame! Dijiste que podríamos enfrentarnos al futuro; bien, eso es lo que estoy haciendo. Pienso que vas a hacer daño a mi bebé, por eso no quiero volver a verte. Estoy intentando cambiar las cosas, Adam. Estoy intentando hacerlo a mi manera.
– Nunca le haría daño. Nunca haría eso, Sarah.
– ¿Cómo lo sabes? No puedes saberlo. Ves el futuro de la gente, pero sólo parte de él. Aléjate de mí, Adam. No te acerques, déjanos en paz.
Reduzco el paso y luego me paro.
– ¿Adónde vas? -digo a gritos.
– No lo sé, a un lugar seguro.
Se aleja de mí a toda prisa. No la volveré a ver, y de pronto esta idea me hace sentir peor que todo Londres derrumbándose a mi alrededor. Me parece que es lo peor que podría pasarme; tengo que detenerla.
– ¡Sarah! -grito-. Sé lo de tu padre.
No lo sé, estoy improvisando sobre la marcha, pero es algo instintivo.
Se vuelve a parar y se da la vuelta. La alcanzo.
– Te violó, por eso no puedes volver a casa.
Aparta la mirada de mí, tragando saliva.
– Eso es, ¿no? -añado-. Te hizo daño.
Llueve tan fuerte que el agua le cae a chorros por la punta de la nariz.
– Sí, sí, lo hizo -dice, casi para sí misma. Me lanza una rápida mirada, examinando mi reacción. Es extraño; parece sentirse culpable, como si hubiera hecho algo malo y la hubiera pillado.
Quiero decir lo correcto, pero no sé qué es. Está tan nerviosa, cualquier cosa podría estar bien o mal, es imposible saberlo.
– Lo siento tanto.
– No es culpa tuya, no tiene nada que ver contigo -dice, pero todavía tiene esa mirada en los ojos, como si estuviera esperando que yo la juzgase por algo. Doy un paso hacia delante y le rodeo los hombros con los brazos. Seguramente no es lo que debo hacer, pero es todo lo que tengo. Todo su cuerpo se tensa y pienso: «Mierda, he metido la pata, me odia.»
– Nunca, nunca te haré daño, Sarah -digo justo por encima de su cabeza-. Te lo prometo por mi vida.
Sigue allí quieta, como si fuera de piedra.
– No puedes prometer cosas como ésa, nadie puede -dice.
– Sí, sí que se puede -respondo.
Nuestras caras están muy cerca. La lluvia que cae sobre sus pestañas se las está pegando, apelmazándolas. Tengo tantas ganas de besarla que me duele.
– Ven a casa conmigo, Sarah.
– No, no, no puedo.
– No tienes ningún sitio adonde ir; yo tengo uno. Al menos, podrás secarte y comer algo.
Una ráfaga de viento lanza una cortina de agua sobre nuestras caras. Retrocedo un paso para verla bien.
– Hoy es veintiocho -digo-. Tu pesadilla tendrá lugar el día uno, así que estamos a salvo. Las dos estáis a salvo de mí. Ven a casa conmigo esta noche. Huye de este tiempo de mierda. Sécate y entra en calor.
Vacila.
– Ven a casa, duerme un poco y mañana te vas. Podemos pensar en algún sitio seguro para ti. Lejos de mí, lejos de Londres.
No dice nada más. Su expresión sigue siendo seria y sus ojos miran con firmeza a Mia. Da la vuelta al coche y nos ponemos en marcha juntos.