Adam

Nos damos cuenta de que ha habido otro corte de luz cuando todavía estamos en el autobús. Está empezando a oscurecer, pero las farolas están apagadas y las tiendas están cerrando. A estas alturas, saben lo que se puede esperar: los cortes de luz duran desde un par de horas hasta unas doce. No tiene sentido tener abierto cuando oscurece si no hay luz, las cajas no funcionan y no se pueden aceptar tarjetas.

A medida que nos acercamos a nuestra parada, la cara de la abuela se nubla.

– No puedo aguantarlo, Adam. Otra noche a oscuras en casa.

– ¿A qué otro sitio podríamos ir?

Se encoge de hombros tristemente.

– No lo sé, podríamos quedarnos en el autobús hasta que encontremos algún sitio donde haya luz.

– ¿Eso es lo quieres? ¿De verdad?

– No -responde-, me da igual. Nos sentaremos durante un rato, ¿no? y veremos si lo solucionan. Esta puñetera vez no nos han avisado, así que igual se ha jodido algo en algún lugar y ahora lo están arreglando.

Ya en casa, nos dirigimos a la cocina. Siempre tenemos velas preparadas; encendemos un par y nos sentamos a la mesa. La calefacción está desconectada, de modo que nos quedamos con los abrigos puestos. La abuela busca su suministro de chocolate de «emergencia», un par de barritas Snickers, y ya tiene apañado el té.

– Abuela, creo que ese tío, Taylor, sabe algo.

– ¿Sabe qué?

– No te estaba escuchando, no hasta que mencionaste la fecha. Fue entonces cuando reaccionó.

– Pero no lo dijo, ¿no?

– Bueno, él no lo diría, al menos no a gente como nosotros.

– ¿Crees que hará algo al respecto, Adam?

– No creo. Tenía muy claro que quería que nos mantuviéramos callados y que no provocáramos el pánico entre la gente. Creo que no hará nada en absoluto. Abuela, no tiene ni idea de lo grave que va a ser. Intenté decírselo…

– Sé que lo intentaste. Los dos lo hicimos. -La punta de su cigarrillo es una chispa roja en la oscuridad de la cocina-. Pase lo que pase, hemos hecho lo que debíamos. Utilizamos los canales apropiados.

– Pero no es suficiente, abuela, no lo es. Tenemos que hacer algo más.

– Bueno, tienes a tu pequeño amigo, comosellame, trabajando en este asunto.

– Nelson, sí. Me pregunto cómo le estará yendo.

Nos quedamos en silencio. Al cabo de un rato, la abuela dice:

– Lo siento, cielo, no puedo soportarlo más, me estoy quedando helada. Me voy a la cama.

Coge una de las velas y se va arriba. Pulso el botón de mi reloj digital para iluminar la esfera: 18.32. ¡No puedo irme a la cama a las seis y media! Y tampoco puedo quedarme sentado sin hacer nada.

Continúo pensando en nuestra visita al Ayuntamiento. Debería haber dicho más, haberle obligado a que me escuchara. ¿Cómo obligas a alguien a que te escuche en una ciudad como Londres? Si todavía estuviera en Weston, haber hecho algo en el paseo marítimo, podría haber escrito un mensaje enorme en la arena o colgar una pancarta en el muelle, donde todo el mundo la viera. ¿Por qué no puedo hacerlo aquí? ¿Hacer algo en la calle?

El viento golpea la ventana -el ruido es terrible afuera-, pero ya no puedo quedarme sentado. No puedo quedarme sin hacer nada. Cojo la vela y cruzo el salón; en el recibidor, la apago y la dejo en el suelo. Me pregunto si debería decirle a la abuela que voy a salir, pero ya está roncando. Y volveré antes de que se dé cuenta de que me he ido.

Fuera, los faros de los coches forman un río de luz en la oscuridad. Los autobuses continúan funcionando y cuando veo uno que avanza lentamente, echo a correr hasta la parada siguiente y lo detengo. Paso la tarjeta y busco un asiento. Nos movemos durante diez, veinte, treinta minutos: todo el oeste de Londres está a oscuras.

Me echo la capucha hacia delante y cierro los ojos. No sé adónde voy y la verdad es que no me importa. El ruido del motor, la lluvia que azota la ventana, las toses de los otros pasajeros, todo empieza a arrullarme y me adormezco. Me despierto de golpe, cuando el motor se para a sacudidas, y abro los ojos. Todos los pasajeros están bajando en fila. Me pongo de pie y salgo dando un traspié. Estamos en el final de la línea, Marble Arch, donde termina el trayecto del autobús. El arco está bañado de luz y las luces navideñas centellean por todo Oxford Street hasta donde me alcanza la vista. La acera está llena de gente, empujándose unos a otros en esta vía de Londres. Es como si hubiera aterrizado en otro planeta. La abuela tenía razón, deberíamos haber venido aquí y habernos sentado en un café o algo por el estilo, formar parte del mundo normal.

Deambulo entre la multitud de compradores nocturnos de gangas que caminan por Oxford Street. Llevo la capucha puesta y la cabeza baja: no quiero ver sus números. Quiero sentirme parte de algo, estar en un lugar donde no parezca que todo está a punto de irse a la mierda. Durante unos minutos, puedo fingir que así es como va a seguir: Londres continuará como siempre, la gente trabajando y yendo de compras, comiendo en los restaurantes y yendo a tomar una copa, acudiendo a los espectáculos y las rebajas del West End.

El bolso de una mujer me golpea en las piernas.

– Lo siento -se disculpa.

Instintivamente, la miro: es una veintisiete. Le quedan cuatro días de vida. Toda la historia vuelve a agobiarme y, de repente, esta calle se convierte en el peor lugar del mundo para mí. Tengo que salir de aquí, alejarme de toda esta gente. Me está asfixiando.

«Respira lentamente, aspira por la nariz y espira por la boca.»

Hay cuerpos por todas partes a mi alrededor, apretujándome. No me llega el aire a los pulmones, se me queda atascado en la garganta, mi pecho empieza a palpitar.

«Aspira por la nariz.»

No puedo hacerlo. Todo está empezando a girar, los edificios, las caras.

«Mira hacia abajo, mira hacia abajo.»

Incluso la acera se mueve y tiembla bajo mis pies. Caigo de rodillas y, entonces, sufro un ataque de pánico. Me arrollarán, me aplastarán contra el suelo. Pero no soy el único que está en esa posición: todo el mundo a mi alrededor se agacha, se pone de rodillas, agarrándose los unos a los otros; todo el mundo está en el suelo. La mujer con la bolsa de la compra grita:

– ¡Oh, Dios mío!

Y entonces se para, casi antes de que empiece. Ningún movimiento, ninguna vibración, todo como debería ser. La gente empieza a ponerse de pie.

– ¿Qué ha pasado ahí?

– ¡Jo!

No se oyen más gritos, sólo risas nerviosas. Todo el mundo está bien. No ha sido más que un temblor que no ha causado ningún daño. Algo de lo que hablar al regresar a casa.

Me quedo allí durante un ratito, respirando lentamente, aspirando y espirando, aspirando y espirando, hasta que me aseguro de que estoy bien. Me calmo y miro a mi alrededor: no hay señal de que haya pasado algo. Los edificios están bien, no hay grietas en las ventanas, no se ha caído ningún letrero. Todas las personas a mi alrededor están bien, desconcertadas pero no conmocionadas.

Me quedo quieto mientras Oxford Street recupera la normalidad. La sangre bombea ya por todo mi cuerpo y se me ha puesto la piel de gallina.

Así es, así es cómo empieza.

Debería estar pensando en la abuela, en si ha notado el temblor en Kilburn, en si la ha despertado. Pero no pienso en ella. Hay una chica por ahí cuyas pesadillas están empezando a hacerse realidad. Si ha notado lo que acabo de sentir, estará tan asustada como yo.

Sarah.


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