Nos decidimos a cruzar la ciudad, pero el lugar por el que pasamos ya no es Londres, al menos no el Londres donde crecí. Nada es como debería ser. Ha cambiado por completo, totalmente. No está exactamente tranquilo porque hay alarmas de coche y antirrobo sonando, y a kilómetros de distancia se oyen sirenas, pero el murmullo de fondo del tráfico ha desaparecido. El ruido con el que te vas a dormir cada noche y te despiertas cada mañana ha desaparecido.
La cabeza me juega malas pasadas. Mientras caminamos, mi mente ve el lugar tal como era antes y empiezo a sentirme como si estuviera colocada cuando veo el cielo donde debería haber un edificio, cuando las paredes ya no están ahí, o cuando la acera ha desaparecido bajo un montón de escombros. Encontramos dos agujeros más en la calzada: uno atraviesa la calle, formando una sima demasiado ancha para saltar por encima, por lo que tenemos que volver sobre nuestros pasos y encontrar una vía diferente para rodearlo.
Dondequiera que vamos, la gente grita pidiendo ayuda. Grupos de personas se reúnen donde haya cualquier motivo para la esperanza; familias, vecinos y desconocidos arriman el hombro e intentan rescatar a los que aún están vivos. Forman líneas dispersas a través de los escombros, pasándose ladrillos, planchas y maderas los unos a los otros. No hay ni rastro de la policía, ni de los bomberos, ni del ejército. Al menos no por aquí, en Kilburn: nos han abandonado; estamos solos. Si no lo hacemos por nuestra cuenta, nadie lo hará.
La idea de ayudar es tentadora, pero ya son casi las ocho de la mañana y Mia es lo más importante; Val y yo estamos de acuerdo en eso.
El primer incendio está a unas calles de distancia. Unos pisos encima de una hilera de tiendas están ardiendo sin tregua, y las llamas salen como un rayo de una de las ventanas hacia el cielo. Dos figuras están en la ventana más alta, atrapadas por el fuego de abajo. La gente ha apilado cajas de cartón, todo lo que han podido encontrar, abajo en la calle, y gritan: «¡Saltad!»
Mientras miramos, las figuras se suben a la cornisa y, cogidas de la mano, se lanzan al aire. Aterrizan en el colchón improvisado, pero no es suficiente. Aterrizan y se quedan ahí, con las manos entrelazadas y los cuellos rotos. Nos quedamos más tiempo del que deberíamos, mientras la gente cubre los dos cuerpos con las ropas que estaban destinadas a amortiguar su caída. Luego nos damos la vuelta y nos alejamos, en silencio, paralizadas por el horror.
Las calles están llenas. Todos los que podían salir por sus propios medios lo han hecho y nadie va a volver a entrar. No hay muchos sitios a los que se pueda volver a entrar, y los edificios que han quedado en pie no son seguros. Algunas personas vagan sin rumbo, otras están sentadas en la acera, con la cabeza entre las manos. La mayoría se une a las tentativas de rescate, yendo adonde se les necesita, respondiendo a los llantos y gritos que se oyen por todas partes.
Por supuesto, no todo el mundo está tratando de ayudar, sino que algunos se están ayudando a sí mismos. Pasamos por muchas tiendas con las ventanas destrozadas. La naturaleza puede haber roto algunas de ellas, pero las palancas y los bates de béisbol han hecho el resto. La gente entra y sale como si fueran las rebajas de enero. Sólo que nadie compra, simplemente se lo llevan todo.
Sigo mirando el reloj: sólo hemos recorrido un par de kilómetros y ya son las nueve y cuarto. Me detengo de nuevo.
– Val, no vamos bien. No llegaremos a tiempo. ¿Qué vamos a hacer?
– ¿Quieres adelantarte y moverte sin mí? Irás más rápida.
Eso es exactamente lo que quiero, pero me parece ingrato.
– De hecho, no -digo-. Quiero llegar allí, pero no quiero estar sola. -Entonces, me tropiezo con algo-. Val, ¿sabes montar en bicicleta?
– Por supuesto que sé, maldita sea. Yo también fui joven, ¿sabes?
Hay Freebikes por todo Londres, toda una fila de ellas a lo largo de la calle, algunas un poco destrozadas, aunque la mayoría todavía está bien.
– Vamos -digo, y corremos a subirnos a un par. Tengo algunas monedas en el bolsillo y saco la mano para poner un euro en la ranura, cuando detrás de mí Val emite un ruido parecido al de un pájaro asustado. Me giro en redondo. Hay más gente que grita y un ruido como el de un trueno. Sin embargo, no proviene de encima de nosotros, sino de debajo, de todos lados, y luego veo lo mismo que todo el mundo: una ola que se despliega por toda la calle. No me refiero a una ola de agua, sino a que la propia calle es la ola, toda ella ondulándose como si fuera una cinta, una hoja o algo así.
No tenemos tiempo para ir corriendo a ningún sitio, así que agarro a Val y la tiro al suelo. En cuanto nos agachamos, somos lanzadas de nuevo hacia arriba. Yo grito cuando algo me golpea en la espalda. Todo lo que no está sujeto al suelo es sacudido como un barco en el mar: coches, motos, gente.
Todas las ventanas que nos rodean están estallando, una lluvia de cristales cae sobre nosotras y luego los propios edificios, los que han sobrevivido al primer terremoto, comienzan a derrumbarse.
– ¡Abajo! -grito-. ¡Esto no ha terminado! -Pero sí lo ha hecho. El movimiento se detiene tan rápidamente como ha empezado. ¿Han sido realmente tan sólo un par de segundos? Aunque el ruido sigue durante un rato, espero a que se desvanezca antes de abrir los ojos y levantar la cabeza. A mi lado, Val está haciendo lo mismo, relajándose poco a poco.
– Oh, mierda. -Por lo menos la voz de Val sigue ahí.
– ¿Estás bien? -digo-. ¿Estás bien?
– Sí -responde ella-, creo que sí. ¿Y tú?
– No lo sé.
Estoy muy maltrecha, no física, pero sí mentalmente. No sé si puedo hacer esto, ni siquiera si «debería» estar haciéndolo.
– Vamos, Sarah, tenemos que encontrar a una niñita. Hemos de encontrar a Mia.
Se me saltan las lágrimas cuando pronuncia el nombre de Mia.
– Mírame. Mírame. Podemos hacerlo -dice-. Podemos hacerlo, Sarah. Podemos cambiar las cosas. Pero aquí no. Necesitamos encontrarla.
– ¿Qué pasaría si nos mantuviéramos alejados de ella? Si Adam no está ahí y yo tampoco, tal vez su futuro, su número serían diferentes. Lo he leído, Val. He leído el número de Mia en la libreta de Adam.
– Es hoy, ¿no?
Ella lo sabe. ¿Cómo es posible?
– Dijiste que no lo habías leído.
– No lo hice. Él me lo dijo.
– Él te lo «dijo». No lo creo. Me dijo que nunca revelaba los números de la gente.
– Fue después de que la viera por primera vez. Estaba muy afectado cuando llegó a casa. Se le escapó.
– De todas formas, no importa. Lo he visto todas las noches desde que me quedé embarazada de ella. El final. Cómo sucede.
– Con la salvedad de que no va a ser como en tu pesadilla, porque Adam no está aquí. Por lo tanto, ya es diferente. Pase lo que pase, Sarah, tú deberías estar allí. Ella es tu hija. Yo no estaba con Terry y lo lamento más que nada…
Ahora las dos estamos al borde de las lágrimas.
– Vamos, Sarah. Hagámoslo.
Lanza un gruñido cuando vuelve a levantarse y me pregunto si se trata sólo de sus achaques normales o si está herida. Compone una delgada línea con la boca y trata de coger una bicicleta.
– Ve tú delante -me dice-. Yo te seguiré. Iré justo detrás de ti.
Tardamos media hora en llegar a Hampstead. A medida que nos acercamos, empiezo a animarme. Tenía miedo, pero por aquí las casas no están tan mal. Hay hileras enteras todavía intactas. Si se pasa por alto algún que otro cristal roto aquí y allá, y las ramas de árbol donde no deberían estar, casi se puede imaginar que el terremoto no ha llegado hasta aquí. Casi.
Entonces la veo: una columna de humo se eleva por encima de los tejados a dos o tres calles de distancia. Detengo la bici y me paro a observar, mientras en mi interior noto que se me forma un nudo en el estómago.
– ¿Eso es…? -Val se para a mi lado.
Alzo la mano hasta mi boca y asiento con la cabeza.
– No puedo hacerlo -digo, y mis palabras son susurros-. No creo que pueda.
Val se acerca y me pone la mano en el hombro.
– Tienes que hacerlo. Es tu hija.
– La casa… Mis padres…
– Yo voy a estar ahí contigo. Ahora estamos aquí. Estamos aquí.
Trago saliva.
– De acuerdo -digo-. Vamos.