Sarah

Me duele todo, no sólo el interior de la cabeza. No sé dónde estoy. Creo que estoy tendida boca abajo. Puedo mover los brazos, pero no las piernas. Tengo algo en la boca, pelo o pelusa o algo así, y al tocarlo con la lengua me da náuseas. Me dan arcadas, y trato de escupir para limpiarme la boca.

Alguien grita en la oscuridad.

– ¿Adam? ¿Adam?

Es Val. Está viva y no muy lejos, pero no la veo.

Intento gritar, pero la voz me sale como un susurro.

Tengo las piernas atrapadas debajo de algo. Giro en redondo y me estiro hacia ellas, buscando a tientas para saber qué es. No veo nada, aunque parece uno de los sillones: no es muy pesado, pero es difícil cambiarlo de posición. Tengo las dos manos sobre él y empujo. Se produce un ligero movimiento y me las arreglo para girar las piernas y quedar bien sentada. Otro empujón y se oyen un chirrido y un estrépito, y mis piernas quedan liberadas. El dolor se hace mucho más intenso, como si alguien estuviera clavándome unas agujas tan largas como un pie.

– ¡Por Dios! -No puedo dejar de llorar, y ahora me ha vuelto la voz.

– ¿Quién está ahí? -La voz de Val es áspera y recelosa.

– Soy yo, Sarah.

Hay un silencio. Luego:

– ¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo en mi casa?

– Soy yo, Val. La amiga de Adam, Sarah. Soy yo.

– Quienquiera que sea, ¿puede levantarme? Me siento como un maldito escarabajo. Estoy tirada aquí atrás.

Parece como si estuviera sólo a un par de metros de distancia. No me fío de mis piernas, por lo que empiezo a gatear hacia ella. Debajo de mí, las cosas crujen, se mueven y se me clavan mientras avanzo arrastrándome. Todos los objetos decorativos de Val, esparcidos y rotos; todos sus souvenirs y recuerdos, todas las pequeñas cosas que en algún momento le habían llamado la atención. Intento no pensar en ello cuando otro objeto se hace añicos bajo mi rodilla.

Al extender la mano hacia delante, toco algo blando.

– ¿Eres tú, Adam?

– Soy yo, Sarah.

– Sarah.

Lo dice deliberadamente, como si lo estuviera introduciendo en su cerebro, tratando de recordar.

– La Sarah del bebé -digo-. La Sarah que pinta.

– Sarah. -Parece que ya se estuviera haciendo la luz-. La Sarah del bebé.

– Sí, eso es.

– Oh, Dios mío, recuerdo… ¿Dónde está Adam?

– No lo sé, Val. Lo han encerrado, ¿te acuerdas?

– Oh, mierda. Mi niño. Mi precioso niño.

– ¿Puedes moverte? ¿Estás herida? Tenemos que salir de aquí.

El edificio cruje y gime a nuestro alrededor.

– Val -digo-. ¿Estás herida?

– No. Ni idea. Ayúdame a levantarme.

Nuestras manos se encuentran en la oscuridad, las suyas delgadas y apremiantes, que se aferran a las mías como si nunca fueran a soltarse. Nos las arreglamos para ponernos de pie.

– Salgamos de aquí -le digo.

– De acuerdo, querida, ¿dónde está la puerta?

– No necesitamos puertas, Val, sólo tenemos que caminar.

– ¿Qué quieres decir?

– La fachada de la casa ha desaparecido, Val.

– No seas tonta. Hemos sufrido una pequeña sacudida, eso es todo. Todavía estamos aquí, y la casa también.

– Nosotras sí, pero la mitad de tu casa, no. Sigue andando.

Nos ponemos a andar con mucho cuidado, cogidas del brazo, por los escombros. Hay una media luna sobre nosotras que da la luz suficiente para ver las formas en la oscuridad, pero no se pueden captar todos los detalles. En la calle, alguien se alumbra con una linterna y su destello nos muestra nuestro camino durante unos segundos. Ahora podemos verlo: hay un montón de escombros volcado en el patio donde estaba la fachada de la casa. Tenemos que subir gateando y pasar por encima para salir, pero no hay otro camino.

El haz de luz se aleja de nosotros y volvemos a movernos a ciegas.

Seguimos nuestro camino tambaleándonos sobre los restos de una casa. Un tramo de muro del jardín sigue en pie y nos sentamos ahí, mirando hacia atrás, hacia donde hemos venido.

El aire está lleno de polvo, que lo hace espeso, pero como la luz de la luna se filtra a través de él, vemos lo que ha pasado. Se han hundido las paredes de las fachadas de todas las casas de nuestra hilera. Es como una loca casa de muñecas en la que se puede ver el interior de las habitaciones.

– Hemos tenido suerte de salir de ahí -digo.

– Suerte -repite Val-. Suerte.

Algo se mueve en el suelo junto a mí. Capto el movimiento con el rabillo del ojo y grito.

– ¿Qué es eso?

Espero ver una mano o un brazo o algo así, pero no es humano. Es algo pequeño y negro que se revuelve y se retuerce. Luego hace un ruido, a medio camino entre un gruñido y un aullido. Bajo del muro y me agacho a su lado. Alargo la mano y toco polvo, pero debajo hay un pelaje suave y calor. La cosa responde levantando la cabeza, y a la luz de la luna puedo ver una cuenca vacía donde antes había un ojo.

– Es un perro, Val.

– ¿Un perro? ¿El de Norma?

Le paso la mano por el lomo. Jadea fuerte, pero algo está mal. Su parte trasera reposa plana en el suelo, con las patas abiertas.

– Vamos -digo-, ven aquí. -Me aparto un poco de él y chasqueo los dedos. Se arrastra hacia mí con las patas delanteras, como un comando que avanzara serpenteando sobre su vientre. Arrastra inútilmente las patas traseras-. No tiene bien las piernas. No puede moverlas.

Val se arrodilla junto a mí.

– Vamos a echarle un vistazo. -Y pasa sus manos por el lomo del perro.

– Tiene la espalda rota -afirma-. Será mejor que se lo digamos a Norma. ¿Dónde está Norma?

Miramos a la puerta de al lado. Es sólo un cascarón. A diferencia de la casa de Val, el techo se ha hundido y todo se ha derrumbado.

– Oh, mierda -dice. No veo su cara, ni mucho menos su expresión, pero está ahí, en su voz-. Pobre Norma. Adam nos lo dijo. Él nos dijo que esto iba a suceder. Yo siempre le creí, pero nunca pensé que sería así… Vamos a tener que sacrificarlo. No podemos dejarlo así. ¿Sarah?

Quiere que yo lo mate. Se me eriza el pelo de la nuca.

– No puedo, Val, simplemente no puedo. -Se inclina hacia delante y la oigo escarbando entre los escombros. Ahora tiene algo en la mano.

– De acuerdo, de acuerdo. Buen chico, buen chico.

Se mueve en la penumbra, y levanta la mano por encima de la cabeza. Luego la lanza hacia abajo y oigo un ruido sordo, eso es todo, un ruido sordo. No dice nada, pero recoge el cuerpo y se vuelve dando traspiés hacia las casas.

– ¿Qué estás haciendo?

– Voy a enterrarlo donde debería estar, con Norma.

Me abro paso tras ella y juntas apilamos piedras y ladrillos encima de él. A continuación nos dirigimos de nuevo hacia el muro y nos sentamos.

– Gracias -dice Val. Encuentra mi mano y la coge entre las suyas. Nos sentamos en silencio durante un rato. Estoy paralizada. No puedo asimilar lo que ha ocurrido. Todo estaba tranquilo justo después de que sucediera, pero ahora la noche está llena de ruidos: sirenas, gritos. En esta calle hay gente gritando, personas desesperadas en busca de ayuda, y de pronto me pregunto si quien tiene a Mia también estará gritando. ¿Estarán atrapados en alguna parte o a salvo? ¿Estará llorando, o es posible que estuviera durmiendo mientras sucedía todo? ¿O ya habrá muerto? Tengo su número grabado en la mente, el que he leído en la libreta de Adam. 112027. Es hoy. Ya ha llegado. Podría ser demasiado tarde.

– Val -digo-. Tengo que encontrar a Mia. Ahora es lo único que importa.

– Mia -responde-. La niña.

– Sí. Tengo que llegar hasta ella.

– Por supuesto -dice-, tenemos que irnos ahora. Es sólo… es sólo que…

– ¿Qué?

– No quiero irme sin la urna de Cyril.

¿Cyril? ¿La urna de Cyril? Tengo ganas de gritar. Se preocupa por las cenizas de alguien que murió hace años, mientras que ahora, en algún lugar de Londres, mi bebé me necesita.

– Val, por favor, déjala. No la encontraremos en este solar. Por favor, tenemos que encontrar a Mia.

– Es lo único que me queda de él.

Creo que me va a explotar la cabeza. «No importa. Él murió.» Pero sí que importa.

– Val, no creo que sea seguro volver a entrar ahí. De todos modos, no la encontrarás en la oscuridad.

– Pronto se hará de día. Podríamos quedarnos hasta entonces.

Trato de mantener la calma, pero mi frustración aumenta a cada segundo que pasa.

– Val, de verdad que tengo que irme.

– No llegaremos muy lejos en la oscuridad, es más seguro desplazarse durante el día.

Miro carretera abajo. Hay media luna en el cielo, por lo que no estamos completamente a oscuras. Doy unos pasos por la acera y meto el pie en el vacío. No hay acera. Mi pie cae, cae, cae y trato de encontrar algo a lo que agarrarme como una loca, intentando echarme hacia atrás. Finalmente, cuando estoy metida en el suelo hasta los muslos, mi pie topa con algo.

– ¡Mierda! -grito.

Y de pronto, Val está aquí.

– ¿Sarah? ¿Sarah? ¿Qué ha pasado?

Encuentra mi hombro y su mano huesuda me agarra, me sujeta.

– Me he caído un poco.

Me ayuda a trepar con dificultad.

– No te vayas, Sarah -dice-, no hasta que se haga de día.

Alguien está gritando desde el otro lado de la calle.

– Mi esposa. Está ahí. Ayúdenme. ¡Ayúdenme!

El corazón me late con fuerza en el pecho. Sé lo que voy a tener que hacer, y eso me mata.

– Quédate aquí, Val -susurro-. Voy a tratar de ayudar a esa gente y, cuando haya más luz, sacaremos a Cyril y nos iremos.

– Yo también puedo ayudar -dice.

Así pues, nos quedamos. Nos arrastramos por la calle hasta donde están los vecinos de Val y les ayudamos a mover piedras, ladrillos y maderas. Y entre todos nos las arreglamos para sacar a la mujer de los escombros de su casa. No está muy malherida, pero se encuentra en estado de shock. Su marido se sienta a su lado en la acera, en pijama y bata, y le sostiene la mano.

Nuestros ojos se están acostumbrando a la penumbra, por eso apenas nos damos cuenta de que empieza a clarear y de que el cielo cambia del negro al gris. He estado inclinada hacia delante, con la cabeza entre las manos, pero me duele la espalda, por lo que me pongo de pie y miro a mi alrededor.

– Oh, Dios mío, Val. Oh, Dios mío.

– ¿Qué sucede? ¿Has encontrado algo?

– No. Mira.

Ella también se levanta, se pone las manos en las caderas y endereza la espalda. Luego mira calle abajo y hace un ruido con la boca, algo entre un suspiro y un silbido.

– Dios bendito.

Las casas que nos rodean están destrozadas, pero eso no es lo más espantoso. Es la calle, o más bien el agujero donde antes estaba la calle con el que me he tropezado antes. Tiene diez metros de ancho y cien, doscientos, trescientos metros de largo, como si alguien hubiera cogido el cuchillo más grande del mundo y hubiera rasgado con él la superficie de la tierra.

Me siento como si el cuchillo también estuviera haciendo estragos en mí y sé que no puedo quedarme aquí ni un minuto más. Mi hija está por ahí, en esta ciudad dañada, destrozada.

– Val, por favor, por favor, salgamos de aquí.

– Sí, Sarah, lo haremos. Sólo iré un momento a casa. No tardaré ni un minuto.

– No, Val, mírala. No es segura.

De todos modos, ella empieza a dirigirse hacia allí. Yo le doy alcance.

– Siéntate un minuto. Iré yo.

– Ya sabes lo que estás buscando, ¿no? Una caja de madera que estaba en la repisa de la chimenea.

– Sí, de acuerdo. La encontraré.

Me pongo en camino a través de los escombros. Me cuesta mantener el equilibrio. Sigo dando tumbos, me tuerzo los tobillos aquí y allá al pisar los escombros. La pared del fondo de la sala y los muros laterales siguen en pie; del techo apenas queda nada. La repisa aún está unida a la pared por un extremo; el otro se ha soltado y está inclinado hacia el suelo. La alfombra ha desaparecido bajo una capa de muebles y objetos decorativos rotos. Todo está cubierto de polvo. Me agacho y empiezo a escarbar entre las cosas.

El techo cruje y una lluvia de polvo cae a mi lado.

– ¿La has encontrado? -La voz de Val se abre paso entre los escombros.

No respondo. Ya tengo los dedos arañados y doloridos de ayudar en las labores de rescate durante la noche. Me estoy quedando otra vez sin yemas mientras escarbo. Esto no tiene sentido. No quiero admitir la derrota, pero cada nuevo gemido que llega desde los edificios de alrededor hace que el pánico me invada y me produzca escalofríos. No quiero quedarme aquí enterrada.

– ¡Sal! -grita-. Déjalo. No importa.

No la encuentro. Me pongo de pie y empiezo a darme la vuelta, cuando algo me llama la atención, algo blanco y brillante debajo de un marco. Me agacho y lo examino: un pequeño cisne de porcelana, intacto y en perfecto estado. Me lo meto en el bolsillo y salgo con mucho cuidado de la habitación por última vez.

Val viene a mi encuentro. Me pone su mano en el brazo.

– Pensaba que se iba a caer, que estarías enterrada. Jamás me lo hubiera perdonado. No sé en qué estaría pensando, vieja imbécil y egoísta.

Detrás de mí, el edificio vuelve a crujir.

– Deberíamos alejarnos más -digo.

Salimos a la calle.

– Lo siento por Cyril -digo-, pero he encontrado esto. No está roto.

Meto la mano en el bolsillo y saco el cisne. Lo pongo en la mano abierta de Val, que mira y pasa los dedos por encima.

– Lo compramos en nuestra luna de miel -dice en voz baja, como hablando tanto para sí misma como para mí-. Una semana en Swanage, en la costa sur. Esa semana, él estaba tan caliente como la grasa de un eje. ¡Dios mío, pensé que nunca volvería a andar! -Debe de haber notado que me muero de vergüenza porque inicia una risa gutural que rápidamente se transforma en un ataque de tos-. ¿Demasiada información?

Asiento con la cabeza, muy avergonzada para decir algo.

– Gracias -dice-. Por esto. Algo es algo, ¿no? Aunque es una pena lo de la caja.

– No son más que cenizas, Val; en realidad no es él -trato de decir lo correcto, si es que se puede decir algo correcto en un momento como éste.

– Ya lo sé, querida -dice-, pero había ocho mil libras allí con él.

Me quedo con la boca abierta.

– ¿Ocho mil? ¿Qué habías hecho, robar un banco?

– Yo no, querida, fue Cyril. Dinero para los momentos difíciles, como él decía.

– ¿Quieres que vuelva a entrar?

Ambas miramos hacia la casa, y en alguna parte del interior se produce un fuerte crujido y la chimenea se inclina sobre el techo.

– Oh, mierda, se está cayendo.

La chimenea cae hacia los lados haciendo un agujero en el techo, y luego todo se derrumba, estrellándose estrepitosamente contra el suelo del dormitorio, que a su vez se precipita sobre el salón. Los escombros salen volando e, instintivamente, me doy la vuelta y rodeo con los brazos a Val. Es como la explosión de una bomba. Nos cae una lluvia de polvo encima. Mantengo la cabeza agachada y los ojos cerrados durante mucho rato. Cuando vuelvo a levantar la vista y me doy la vuelta, toda la casa se ha convertido en un montón de escombros.

Val está blanca como un fantasma.

– Podrías haber estado ahí dentro…

– Pero no estaba. Ya había salido. -Le doy un abrazo tranquilizador, pero estoy temblando, los brazos y las piernas se mueven sin ningún control. Ella también me abraza, envolviéndome con sus brazos, meciéndome suavemente de un lado a otro. Entonces se separa un poco y me limpia el polvo de la cara.

– Vamos, Sarah -me dice-. Tenemos que encontrar a una niña, ¿no es así? Vamos, querida, venga. Vamos a encontrarla.


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