Es más rápido ir por el canal. Más directo y no hay nadie, no a esta hora de la noche. He corrido durante todo el camino y la adrenalina sigue bombeando por mis venas. Se ven algunos trozos del camino a la luz de los edificios cercanos, pero en su mayor parte está oscuro, así que sólo veo unos cuantos metros por delante.
Ahora paso por un trecho más oscuro, estoy llegando a la callejuela que atraviesa la calle principal y va a casa. Hay algo en el suelo, ahí delante, un montón de ropa, quizá. Entonces distingo un pie y unos centímetros de una pierna pálida entre un zapato y los bajos de unos pantalones. Me da un vuelco el corazón. ¿Qué es eso? Lo más probable es que sea un maniquí que han sacado de un escaparate y han tirado junto al canal. ¡Dios mío, es escalofriante!
Me doy cuenta de que he dejado de correr. Me he parado totalmente, aunque no quiero acercarme a esa cosa porque me está asustando.
«No seas imbécil -me digo-. Es plástico, una muñeca, eso es todo.»
Me obligo a seguir andando, pero es tan real. A medida que me acerco, veo los brazos y la cabeza; tiene una mano apoyada en la mandíbula que le tapa parte de la cara. Sólo lleva puesta una camiseta, por lo que se le ven casi los dos brazos. El plástico es pálido y suave, casi blanco.
Mi estómago se revuelve de nuevo. Un maniquí no puede doblarse de ese modo; no distingo la forma. Se me hace un nudo en la garganta: es un cuerpo, he encontrado un cadáver. ¡Mierda! Doy otro paso hasta llegar a su altura. La mitad de la cabeza está afeitada pero lleva una línea de pelo erizado.
– ¡Sarah! -me atraganto con la palabra mientras sale de mi boca.
Esa cosa es Sarah. Está sola, en este lugar frío y oscuro. No hay rastro de Mia.
No puede estar muerta, su número es 2572075. Los números no cambian, ¿o sí? ¿Es ella la prueba de que pueden cambiar?
Me agacho a su lado y le toco la mano: está helada. La aparto de su cara, la acuno entre las mías y me la llevo hasta la boca. Le beso los dedos.
– Sarah, Sarah -repito su nombre una y otra vez. Mi aliento es como humo en el aire oscuro que se abre paso entre sus dedos. La miro fijamente a la cara: con los ojos cerrados parece tan joven. La miro y la vuelvo a mirar hasta que mis ojos empiezan a perderla de vista. Se me saltan las lágrimas y veo su boca borrosa. Parpadeo y las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas y entonces la veo con claridad, aunque sigo sin ver su boca con nitidez, como si hubiera una neblina a su alrededor.
¡Es neblina! ¡Mierda! Le bajo la mano con suavidad y me inclino hacia ella. Pongo los dedos cerca de sus labios y siento el aliento cálido que sale de su boca. Me quito la chaqueta de un tirón y la tapo con ella. Busco a tientas el teléfono en mi bolsillo y marco el 999. No pasa nada; después me doy cuenta de que está parpadeando la señal de batería baja y la llamada se corta del todo; la pantalla se queda en blanco, completamente inútil. No puedo dejarla mientras voy a buscar ayuda: apenas respira. Le paso el brazo por debajo de la espalda y la levanto para ponerle bien la chaqueta; meto sus brazos en las mangas como si estuviera vistiendo a un niño. Luego la pongo tan cerca de mí como puedo y le froto los brazos y la espalda, en un intento de pasar el calor de mi cuerpo al suyo.
– ¡Sarah, Sarah! Vuelve, vuelve conmigo.
Sus ojos siguen cerrados, y me estoy quedando helado. Llevo aquí sólo unos minutos y ya estoy tiritando. ¿Cuánto tiempo habrá estado aquí?
Pongo un brazo detrás de su espalda y el otro bajo sus piernas y la levanto con dificultad hasta llevarla hacia mi regazo. Después, echo una pierna hacia delante y, tambaleándome, me pongo de pie. Nos balanceamos como locos durante unos segundos hasta que consigo mantener el equilibrio. Soy terriblemente consciente de que el agua está sólo a uno o dos pasos. Sarah, con la cabeza colgando, es un peso muerto en mis brazos. La levanto de forma que su cuello descanse en mi brazo y la cabeza esté acurrucada en mi hombro, y luego me pongo en marcha tan rápido como puedo.
Encuentro la callejuela y pronto salgo a la calle principal, medio andando y medio corriendo por la acera. La gente mira pero nadie me ofrece ayuda ni trata de detenerme. Sólo se apartan y continúan con sus asuntos. Cuando llego a Carlton Villas, la verja está abierta y la puerta tiene el pestillo sin echar. Cruzo la puerta con cuidado y entro en el salón, donde está la abuela.
– ¡Dios santo, Adam! ¿Qué es esto?
– Quítate de en medio. Déjame llevarla hasta el sofá.
Se levanta para que pueda tumbar a Sarah allí.
– Oh, Dios mío, mira cómo está.
– Lo sé, trae unas mantas.
La abuela sube las escaleras a toda prisa y coge el edredón de mi cama. Arropa bien a Sarah, asegurándose de que sus brazos queden tapados.
– Más vale que tú también te pongas algo -dice-. Espera aquí.
Me trae una gruesa sudadera con capucha.
– Pondré a hervir agua -dice-. Siéntate allí, cerca del calor.
Hago lo que me dice. La tele suena de fondo, pero tardo un rato en darme cuenta de que las imágenes que están mostrando son de Grosvenor Square. Incluso entonces, no caigo realmente en la cuenta hasta que aparece una cara en la pantalla, un chico con ojos de loco y la cara ensangrentada gritando algo a la cámara.
– La gente va a morir aquí. ¡Idos, idos de Londres!
– Llevas todo el día en la tele. -La abuela me pone una taza de té en las manos-. Ten cuidado, está caliente. He estado sentada aquí, mirándote, preguntándome cuándo diablos iba a volver a verte. Esos cabrones te han tenido encerrado ahí todo el día. ¡Cerdos!
Está todo en la pantalla; la concentración, la policía dándome de palos con una porra y yo cayendo al suelo. Sé que soy yo y sé qué ha pasado, pero es de lo más extraño verlo en la tele de la abuela. Para empezar, soy un espectáculo, un verdadero espectáculo, con la cara sucia y los ojos espantados. Y lo que estoy diciendo, sueno como si estuviera chiflado. Pongo la taza en el suelo, a mi lado, y me inclino hacia delante con la cabeza entre las manos, gimiendo.
– ¿Qué te pasa, Adam? ¿Te encuentras mal?
– No, no es más que… más que… -No puedo expresarlo con palabras. Qué grande es todo esto, qué inútil es intentar hacer algo, qué frustrante es ser yo, atrapado en este cuerpo, con esta cara.
– Bébete el té, sólo te has tomado la mitad.
Alargo el brazo para coger la taza y, cuando me incorporo, miro a Sarah en el sofá. Está despierta, al menos tiene los ojos medio abiertos, y su número, su precioso número, está ahí. Vuelvo a dejar el té en el suelo y me arrastro para arrodillarme a su lado.
Le acaricio la frente.
– Sarah -digo-. Estás en casa, con nosotros. Te he encontrado y te he traído a casa.
No sé si me ha oído; no dice nada. Tiene los ojos sin vida y mira al frente, sin verme.
– Sarah -continúo-, ahora todo está bien, te vas a poner bien.
Quiero que me mire pero no lo hace. En cambio, vuelve a cerrar los ojos, aunque mueve los labios. Me acerco a ella para oír lo que dice.
– Se ha ido -susurra-. Me han quitado a Mia. Se ha ido.