– ¿Ha ido bien?
La abuela está encaramada en su taburete de la cocina cuando llego a casa, justo donde esperaba encontrarla. Esté donde esté -aquí, en Weston-, siempre encuentra algún sitio donde encaramarse, algún lugar que es suyo, y se queda ahí, bebiendo té y encadenando un cigarrillo tras otro todo el día.
Me encojo de hombros.
– Supongo.
Aunque nunca parece moverse, no se pierde ni un condenado detalle, la abuela, aunque no estoy preparado para contarle nada de la escuela. Todavía no. No tiene por qué saber que ya me he ganado un enemigo y que he conocido a una chica.
Junior no me molesta, ni tampoco sus amenazas. He soportado a imbéciles como él que me decían cosas como ésa durante toda mi vida. Si quiere que le dé otra paliza, lo haré. No le tengo miedo. Su número, sin embargo, es otro tema. Me lo apunté en el recreo, pero aun así no me lo puedo sacar de la cabeza. Es una muerte horrible y ocurrirá dentro de poco. Y los sentimientos son tan fuertes que me hacen pensar cosas que no quiero. Como que quizá yo esté allí cuando suceda. Quizá soy yo quien sostiene el cuchillo…
Incluso ahora, en la cocina, apoyado en el banco, sudo y tengo la sensación de que voy a desmayarme. ¿Y si mis números son iguales a los suyos? ¿Y si lo que percibí era mi muerte y no la suya? No saber mi propio número me molesta más que ninguna otra cosa. He intentado verlo mediante todos los métodos evidentes: mirar en los espejos, los reflejos de las ventanas, incluso en el agua. Pero nada funciona. Tiene que ser cara a cara y la única persona en el mundo a la que no puedo mirar… soy yo.
Supongo que eso es lo que realmente me preocupa de los veintisietes. Hay tantos, que hay muchas posibilidades de que yo también sea uno de ellos. Hay cientos en la escuela. Y trece en mi grupo de tutoría.
– Despierta, Adam. Te he hecho una pregunta.
La voz de la abuela interrumpe mis pensamientos y mi boca reacciona antes de que mi cerebro pueda detenerla.
– Trece.
¡Mierda! ¿Realmente lo he dicho en voz alta?
– ¿Trece qué, cariño? -me pregunta la abuela.
– Nada. Sólo pensaba en una cosa… de mates.
Ella entorna los ojos y lanza una nube de humo hacia el techo. Tengo que distraerla, así que hurgo en mi bolsa y saco el ordenador de bolsillo que me han dado al matricularme. He estado intentando utilizarlo durante las clases, pero jamás había tenido un ordenador propio. Mamá no permitía que hubiera ninguno en casa. Podía notar cómo la gente me observaba, burlándose: un auténtico paleto.
La abuela lo mira, aunque no parece interesada en él. Tiene la mirada fija en mí y hará falta algo más que un dispositivo de alta tecnología regalado para desviarla de su objetivo.
– Te gustan las mates, ¿verdad? -me pregunta-. Como los números.
¿Me gustan los números? «¿Como ellos?» Ahora me mira y, de repente, no estoy seguro de qué me pregunta. Nunca he hablado a nadie de los números, salvo a mi madre, y a un profesor en la escuela cuando era pequeño, antes de saber qué significaban. Mamá siempre dijo que eran nuestro secreto, algo especial entre ella y yo. Y lo he mantenido así. No se lo he contado a nadie. Cuando ella murió, pensé que la única persona que lo sabía era yo. Estaba solo. Ahora no estoy tan seguro.
– No creo que me gusten los números -digo con cautela-. Creo que son importantes.
– Sí -dice la abuela-. Sí, lo son.
Nos miramos durante un minuto y ninguno de los dos dice nada. La radio está encendida: un boletín informativo en que el Gobierno reconoce que los objetivos de Kyoto no se alcanzan ni a tiros, y los ladridos habituales del perro de los vecinos. Pero el silencio entre nosotros está cargado de electricidad.
– Sé que eres especial, Adam -acaba diciendo la abuela, y un escalofrío recorre mi columna-. Lo vi en ti el día que naciste.
– ¿Cómo?
– Vi, veo, un chico hermoso. Ellos están dentro de ti, tu madre y tu padre. Oh, Dios mío, hay tanto de Terry en ti. A veces, juro que es como si volviera a estar aquí… Es como si nunca… -Deja la frase suspendida. Hay un brillo especial en sus ojos, y los bordes son rosas.
– ¿Qué más, abuela? -Sé que hay algo. Ella traga saliva y me mira profundamente.
– Tu aura; jamás vi nada parecido: roja y dorada. Dios mío, eres especial. Eres un líder. Un superviviente. Hay coraje dentro de ti. Eres fuerte, tienes fuerza espiritual. Te han puesto aquí por un motivo. Lo juro.
Me arriesgo. Tengo que saberlo.
– ¿Y qué me dices de mi número?
Frunce el ceño.
– No veo números, hijo. No soy como tú y tu madre.
Así que lo sabe.
– ¿Cómo sabes lo de los números?
– Tu madre me lo contó. Yo sabía que ella lo poseía desde hacía muchos años y, entonces, cuando descubrió que tú tenías lo mismo, me llamó para contármelo.
De repente, tengo que explicárselo, decirle lo que me he estado guardando todo el verano.
– Abuela: la mitad de la gente de Londres va a morir el año que viene. No me lo invento. He visto sus números.
Asiente.
– Lo sé.
– ¿Lo sabes?
– Sí, Jem me habló de 2027. Me advirtió.
Me llevo las manos hasta los lados de la cabeza. ¡La abuela lo sabía! ¡Mamá lo sabía! Tiemblo, pero no estoy asustado, sino enfadado. ¿Cómo se han atrevido a ocultarme esto? ¿Por qué me han dejado solo?
– ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no lo hizo ella?
La rabia crece dentro de mí, me sube por los brazos y las piernas. Doy una patada a la tabla que hay debajo de los armarios de la cocina.
– ¡No hagas eso!
Quiero romper algo. Vuelvo a darle un puntapié y esta vez la tabla cae al suelo.
– ¡Adam! ¡Basta!
Ahora la abuela está levantada y viene hacia mí. Intenta cogerme los brazos. Me la intento quitar de encima, pero es fuerte, mucho más de lo que uno creería al verla. Forcejeamos unos segundos. Entonces, rápida como un flash, suelta uno de mis brazos y me abofetea.
– ¡Aquí no! -grita-. ¡No en mi casa! ¡No pienso permitirlo!
Recupero la cordura. Veo las cosas como si le sucedieran a otra persona, a un adolescente luchando contra una anciana en su cocina, y noto cómo la vergüenza me llena hasta ruborizarme.
– Lo siento, abuela -digo. Me froto la mejilla en el lugar donde me ha dado. No sé adónde mirar, ni dónde meterme.
– Más te vale -me reprende, y se da la vuelta para poner una tetera al fuego-. Si ya te has calmado, si piensas escuchar de verdad, entonces podemos hablar de ello.
– De acuerdo -le digo.
– De hecho, haz tú el té. Necesito un cigarrillo.
Se sienta y estira el brazo para coger un pitillo, y le tiembla la mano, sólo un poco, mientras saca un cigarrillo y lo enciende.
Cuando el té está a punto, me siento frente a ella.
– Dime, abuela -empiezo-. Cuéntame todo lo que sabes. Sobre mí, mamá y papá. Tengo derecho a…
Observa con atención la superficie de la mesa o finge hacerlo. Tira un poco de ceniza al suelo y entonces levanta la vista para mirarme, deja escapar un poco de humo por la comisura de los labios y dice:
– Sí, tienes derecho, y supongo que ha llegado el momento.
Y me lo cuenta.