Sarah

– ¿Qué diablos haces? ¡Aléjate de ella!

Él está aquí, en mi habitación, arrodillado al lado de la cuna. Iba tras ella desde el principio. Todo ese cuento de pequeño niño perdido eran tonterías. Sabía que el bebé estaba allí y quería llegar hasta ella.

Mira alrededor por encima de su hombro. Culpable, atrapado con las manos en la masa. Y veo su cara, y sé que la pesadilla se va a hacer realidad.

– Lloraba, y he subido para ver si…

– ¡Aléjate de ella!

Paso rápido a su lado, empujándole con el hombro, y cojo a Mia. La aparto de él, la llevo hacia el otro lado de la habitación y me paseo arriba y abajo para intentar tranquilizarla, pero no es fácil calmar a alguien cuando estás furiosa, a punto de estallar.

– No deberías haber subido aquí. Tendrías que haberme despertado.

Claro que no lo ha hecho, porque quería encontrarla y me tenía exactamente donde quería: fuera de combate.

– No sabía qué hacer. Estabas tan cansada.

– Claro que estoy jodidamente cansada. Tú también lo estarías si no hubieras dormido decentemente desde hace meses. Ahora vete, hazme el favor. ¡Lárgate!

Él levanta las manos y recula hasta la pared del otro lado.

– De acuerdo, de acuerdo, me iré. Lo siento. ¿Qué le ocurre?

– Nada. Los bebés lloran. Seguramente sólo tiene hambre.

Se queda ahí, pasmado.

– Te he pedido que te fueras. Lárgate, Adam -digo con mala leche. Él duda-. ¡Lárgate de una puta vez!

Eso le hace moverse. Se va dubitativo hacia la puerta, murmurando:

– De acuerdo, pero puedo volver, ¿verdad?

– No, no. Es mejor que no lo hagas.

– Sarah, por favor.

Esos ojos de cachorrillo no me volverán a engañar.

– ¿No lo entiendes? -le grito-. No te quiero ver otra vez, cabrón. No quiero que vuelvas aquí. Si vuelvo a ver tu cara, te juro que te la destrozaré.

Entonces se va; baja las escaleras y luego oigo cómo se cierra de golpe la puerta de la cocina y también la del patio. Me siento en la cama y me levanto la camiseta.

– Vamos, Mia -le digo-. Cálmate. ¿Tienes hambre?

Lógicamente, sí. Busca con furia durante unos instantes y, luego, se agarra con fuerza. Sólo me duele unos pocos segundos y, cuando la leche sale, empiezo a relajarme.

– Se ha ido, Mia -le digo-. El hombre malo se ha ido. No permitiré que te haga daño.

Pero ahí sentada, pienso en lo que hemos hablado, en todo eso de los números. Cuando me lo ha contado, le he creído, tenía sentido. En la escuela, cuando le vi con su libreta, anotaba números, estoy segura de ello, como esa gente que se dedica a anotar números de trenes. Si es cierto que los ve, está viviendo en una pesadilla como yo, pobre infeliz. Y su cara… por lo que ha pasado.

Niego con la cabeza. No puedo pensar en él. He llegado hasta aquí. Me escapé de casa, tuve a Mia y me gané una especie de vida. No puedo cargar con nada ni con nadie más: tenemos que ser Mia y yo. Y quizá Adam tenga razón. Deberíamos irnos de aquí, ahora mismo. Sacaré a Mia de Londres, lejos de cualquier daño, lejos de él. La llevaré a un sitio donde nunca podrá encontrarnos.


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