El fuego casi no la ha tocado. Está inquieta, pero bien, y vuelve a encontrarse en los brazos de Sarah, donde debía estar.
Sólo hay una cosa que es diferente y que me deja alucinado. No puedo asimilarlo. No lo entiendo.
Se me inundan los ojos de lágrimas. Intento parpadear para tratar de contenerlas. No quiero dejar de mirar su cara, sus ojos.
– Está bien -sigue diciendo Sarah-. Ella está bien. La has salvado.
Y parece ser que lo he hecho. Eso es lo que parece. Y sin embargo. Y sin embargo…
Está cerca de mí. Tiene la mano sobre mi cara, me toca. No sonríe. Me mira, toda solemne. Ahora está más tranquila, me mira fijamente y yo hago lo mismo.
He oído a gente hablar acerca de almas viejas y nunca he entendido de qué iba. Ahora creo que tal vez sé lo que significa. Hay algo atemporal en la persona que me mira. No puede tener sólo un mes de edad: ha visto cosas y ha estado en lugares. Ella lo sabe. Y lo entiende.
Su rostro es lo último que veo antes de perder el conocimiento y se queda conmigo mientras caigo y me hundo en la lejanía. Flota frente a mí, pasa ante mis ojos y entra en mi cabeza. Cambia dentro de mí, pasando del color al blanco y negro y luego al negativo, luz donde estaba oscuro, oscuro donde había luz. Se vuelve del revés, sus rasgos se separan entre sí y bailan, para volver a unirse de nuevo en un orden aleatorio, burlándose de mí acerca de lo que debería ser una cara. Es un juego. Sé que sólo es un juego, pero más que nada quiero que su cara vuelva a ser como debería. Quiero que vuelva a estar bien. Las piezas tienen que volver a encajar de modo que tenga sentido. Si no puedo conseguir que lo hagan, todo va a estar mal. Si no puedo hacerlo, yo también podría morir.
Antes había ruido: llamas crepitantes, silbidos y gemidos desde el edificio en llamas, chillidos y gritos.
Ahora no hay ruido, sólo un silencio que se siente como un alarido.