Adam

A las dos y veinte estamos delante del Centro de Servicios Integrados del Ayuntamiento y la abuela está fumando un último pitillo para armarse de valor.

– Abuela, ¿qué vamos a decir? ¿Lo has pensado?

Echa la cabeza hacia atrás y lanza una larga bocanada de humo hacia el cielo, luego tira la colilla al suelo y la aplasta con el zapato.

– Lo he pensado. Estoy lista. Vamos, Adam, entremos.

Además de una chaqueta y una falda negras de poliéster, lleva unos zapatos de salón relucientes. Sólo tienen un poco de tacón, pero eso supone cinco centímetros más que las zapatillas o los zuecos que suele llevar, y no puede andar bien. Ha hecho lo que ha podido para ponerse elegante y parecer bien arreglada, pero no puedo evitar pensar que el efecto global está muy cerca del de un travestido. Me ha obligado a ponerme unos vaqueros limpios y una camisa de la escuela; el cuello se me está clavando, así que suelto los dos primeros botones.

– Abuela, deberíamos habernos puesto ropa normal. Me siento como un imbécil…

– Calla, ahora estamos aquí.

Las puertas automáticas se abren ante nosotros y entramos en la zona del vestíbulo. Hay una pantalla táctil que ofrece las opciones: seleccionamos «cita», «14:30» y «Vernon Taylor», y a continuación, se abren otra serie de puertas que nos envían a una sala de espera.

Es luminosa y brillante, con las sillas agrupadas en torno a unas mesas de café con un montón de revistas encima. Las paredes son, en su mayor parte, de vidrio, de modo que puedes ver los despachos del otro lado, pero salpicadas aquí y allá, por encima de ellos, hay unas pantallas en las que se proyectan vídeos de personas que cuentan cuánto les ha ayudado el Ayuntamiento. Entre una secuencia y otra, aparece brevemente un eslogan en la pantalla: «Servicios del siglo XXI para gente del siglo XXI.»

Miro a mi alrededor, a la otra «gente del siglo XXI». Hay una mujer joven sentada mirando fijamente al vacío mientras su hijo corre alrededor de las sillas gritando con todas sus fuerzas y un hombre de unos cuarenta o cincuenta años que lleva una bata encima de la ropa y está hablando solo. El bucle de vídeo se interrumpe y aparece un mensaje en la pantalla.

– Señora Dawson, despacho tres.

Toco ligeramente el brazo de la abuela.

– Esos somos nosotros, venga.

– Despacho tres. ¿Dónde está eso, Adam?

El despacho tres está en la esquina, a nuestra derecha. A través del cristal vemos que ya hay alguien allí, esperándonos, un hombre con un traje arrugado y la cara arrugada a juego. Se levanta a medias cuando entramos, se seca la mano en la chaqueta y se la tiende a la abuela.

– Vernon Taylor -dice.

– Valerie Dawson -responde la abuela y se estrechan la mano.

A mí ni me la ofrece. El despacho estaría vacío si no fuera por una mesa, tres sillas y un ordenador portátil.

– Siéntense, por favor, siéntense. Veamos, señora… mmm…

– Dawson -repite la abuela.

– Exacto. ¿En qué puedo ayudarla?

La abuela respira hondo y se lanza. Suena tan patético como pensaba. Es decir, ¿tú te creerías mi historia si alguien te la contara? Me voy encogiendo mientras permanezco allí sentado, escuchando, incómodo por los tres. Empiezo a mirar la habitación, en busca de una distracción. El niño de la sala de espera nos mira y aplasta la cara contra el cristal de forma que parece el culo de una babosa. La abuela y el señor Taylor no se dan cuenta, pero yo le saco la lengua. Su cara cambia. Se aparta de la ventana tan rápido que tropieza con su propio pie y empieza a llorar. Se sienta allí mismo, en el suelo, mientras su madre continúa ignorándolo.

No soporto que no le presten atención y tampoco que mi gesto le haya hecho llorar. Vuelvo a mirar al señor Taylor. La abuela ya ha llegado al meollo del asunto. El señor Taylor toma notas en el ordenador mientras ella habla, pero cuando menciona la fecha, el uno de enero, deja de escribir y sus ojos se apartan de la pantalla; mira a la abuela y después a mí. Ya había registrado su número, pero vuelvo a toparme con él. Es uno de ellos, un veintisiete, pero se trata de un ahogado. He visto unos cuantos más, he oído correr el agua, la he sentido llenar mis pulmones y mi estómago, arrastrándome.

Continúa mirándome, y entonces interrumpe a la abuela y por primera vez me habla a mí directamente.

– El uno de enero, el día de Año Nuevo. ¿Qué crees que va a pasar?

– No lo sé, algo gordo. Hará que los edificios se desplomen y que las cosas se incendien. También hay agua, mucha agua. -Me pone enfermo tener que contárselo, noto un temblor revelador en mi voz-. Y matará a gente, a mucha gente.

– ¿Sólo eso? ¿No hay detalles? ¿No tienes información real, de verdad?

– Es real. Todo esto es real. Sé que suena irreal, pero no lo es.

La abuela se inclina hacia delante en su silla.

– Siempre ha visto los números, siempre. No pensaba que me creería y por eso he traído esto. -Saca la carpeta de los recortes que me enseñó a mí-. Su madre era igual que él, ¿sabe? Ella también veía los números. Puede que la recuerde: Jem, Jem Marsh, salió en todos los periódicos. Predijo la bomba del London Eye en 2009. Mire, aquí tengo los recortes.

– ¿Abuela?

– Calla, Adam, esto ayudará. Lo hará.

Empuja la carpeta por encima de la mesa. El señor Taylor busca sus gafas en el bolsillo de la chaqueta y empieza a leer.

– Sí -dice en voz baja, como si hablara consigo mismo-, sí, lo recuerdo. ¿Y ésta era su madre? -Levanta la cabeza y me mira, como si me viera por primera vez.

– Sí -contesto.

– Pero ella lo negó después, ¿no? Dijo que se lo había inventado todo.

– Lo dijo para que la dejaran en paz. Eso es todo.

Se inclina sobre la mesa y revuelve los papeles un poco más. Luego se quita las gafas y se recuesta en la silla. Cierra los ojos y pasa un largo rato hasta que vuelve a hablar. De hecho, pasa un largo rato incluso antes de moverse; la abuela y yo estamos intercambiando miradas cuando él vuelve a dar señales de vida.

– Permítanme que les hable de mi trabajo -dice-. Hay gente en los ayuntamientos de todo el país que hace lo mismo que yo. Aplicamos planes que garantizan que podemos afrontar cualquier cosa que nos envíe la vida: inundaciones, epidemias, accidentes, terrorismo, incluso una guerra. Se trata de evaluar los riesgos y planificar por anticipado. Celebramos reuniones regularmente con los servicios de emergencia, el Gobierno y las fuerzas armadas, y existen estrategias, planes y procedimientos para cada eventualidad. -Se inclina de nuevo sobre la mesa y desliza los codos sobre los recortes de la abuela-. Quiero que entiendan que, si sucede algo en Año Nuevo, estamos bien preparados para ocuparnos de ello. Quiero que se vayan de aquí sintiéndose seguros de que los sistemas se crean para ocuparse de cualquier cosa. No quiero que se preocupen más.

Empieza a apilar los recortes de prensa, agachándose para recoger un par que se le han caído al suelo. Es evidente que estamos a punto de ser despachados. Ya ha puesto el piloto automático.

– Tenemos sistemas de alerta temprana, como saben. Previsiones a corto, medio y largo plazo, respaldadas por los sistemas informáticos más sofisticados. Nosotros…

– No se trata sólo de mí -interrumpo-, también hay otra gente. Hay un mural, una pintura cerca de Paddington. La chica que lo hizo lo ha visto todo en un sueño y ha visto la misma fecha que yo. Y todo está en internet, hay gente que sabe que algo va a pasar.

Continúa guardando los recortes en la carpeta.

– Seguramente es una película, o algo de la televisión. Ciencia ficción. Algo que se les ha quedado grabado. Sucede muchas veces, y puede parecer muy real.

– No es una película, maldito cabrón condescendiente, ¡es real! Tenemos que sacar a todo el mundo de Londres. ¿No lo entiende?

– ¡Adam!

– Está bien, señora… ¡ah! Está bien. Siente que esto es real y preocupante pero, en realidad, todo está bajo control. No hay ninguna necesidad de dejarse llevar por el pánico, ninguna en absoluto. Puede dejarlo en nuestras manos.

– ¿Así que hará algo? ¿Empezará a evacuar a la gente?

La abuela intenta atraer su atención, pero él ni se inmuta. Tiene los ojos medio cerrados y sigue recitando la versión oficial.

– No es necesario evacuar a nadie. Los sistemas existen para hacer frente a cualquier eventualidad.

– ¡Tiene que sacar a la gente de aquí! -digo casi gritando-. No es seguro, no…

– Lo peor sería dejarse llevar por el pánico. Ya sabes cómo son los medios. Podrían magnificar una historia como ésta en un abrir y cerrar de ojos, y la gente echaría a correr de aquí para allá como pollos sin cabeza. Si todo el mundo intenta irse al mismo tiempo, el sistema de transporte no lo soportará. Sería peligroso, por lo que debo insistir en que no digas ni una palabra sobre este tema y que lo dejes en manos de los profesionales. -Se pone de pie y tiende la mano a la abuela-. Gracias por venir.

La abuela toma su mano y la retiene, y le echa una de sus miradas. Lo tiene cogido y noto lo incómodo que se siente.

– Así que, en definitiva, hará algo al respecto ¿no? -dice la abuela-. Continuará con este asunto. Se lo dirá a la policía y a los bomberos y a quienquiera que lo tenga que saber.

– Sí, sí, por supuesto. Seguiré los procedimientos que tenemos.

– ¿Lo hará? -La abuela sigue sin soltarle la mano.

– Lo haré. Gracias, señora Dawson. Y si yo fuera usted -dice en voz baja-, pensaría en pedir hora a un médico. Es evidente que el chico está inquieto, trastornado -baja la voz hasta convertirla en un susurro-. Estas cosas pueden venir de familia.

Quiero gritarle a la cara: «Estoy aquí, en la misma habitación que usted, gilipollas», pero por una vez me quedo callado. Lo único que quiero es salir de aquí, fuera de este sitio de mierda blanco y brillante. El niño y su madre ya no están en la sala de espera, sino en otro despacho. El niño está quieto ahora, sentado en el regazo de su madre, chupándose el pulgar. Ella lo rodea con el brazo. Después de todo, ¿se preocupa por él? ¿Estará bien el niño? De repente, quiero saber su número, si este niño va a sobrevivir. Importa. Antes no hemos tenido contacto visual, sólo me ha mirado hasta la cicatriz.

La abuela me tira de la manga.

– Vamos, Adam, ¿qué estás mirando embobado? Salgamos de aquí.

Le dejo que me saque de allí, al viento y a la lluvia que azotan High Street.

– Bien -dice de camino a la parada del autobús-, al menos lo hemos intentado. Nadie podrá decir que no lo probamos.

– Lo único que ha pensado es que me falta un tornillo.

– ¿Tú crees? ¿No crees que estaba escuchando?

– No lo sé, abuela. Pero no decía más que sandeces, ¿no te parece? Jerga administrativa de mierda. Planes y sistemas.

– Bueno, se necesitan planes, ¿no? -No suena convencida.

– ¿Abuela?

– Qué.

– ¿Qué pasa si el tío encargado de resolver una emergencia muere junto con todos los demás?

Se para, se vuelve hacia mí y me mira.

– ¿Es eso verdad? -Asiento-. Mierda.

– ¿Qué vamos a hacer, abuela?

– No lo sé, cariño, no lo sé.

De pie allí, de repente vuelve a parecer una anciana, y pienso: «¿Cómo diablos vamos a hacerlo, cómo vamos a salvar el mundo? Una pensionista y un chaval de dieciséis años. Estamos jodidos, ¿no? El mundo entero está jodido.»

– Pero sé lo que voy a hacer ahora mismo. Me voy a quitar estos malditos zapatos.

Se quita los zapatos, los coge y los lleva hasta una papelera. Después los tira y se dirige a la parada del autobús dando zancadas por la acera húmeda sin zapatos.

– Abuela, no puedes hacer eso…

– ¿No? ¿Quién lo dice?

Llegamos a la parada justo cuando el autobús está frenando, y no me acuerdo de que los recortes de mamá, metidos en su carpeta, siguen encima de la mesa de Taylor hasta que estamos sentados en el bus.


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