24 dic. 07
El Blazer de color verde oscuro volaba por la autopista, entre los barrios periféricos de Sacramento, mientras la música country atronaba en los altavoces. Justin conducía a más de ciento cuarenta por hora y cantaba siguiendo la música. Se quitó la camiseta y alcanzó la de camuflaje que tenía en el asiento trasero. El Blazer zigzagueó un poco. Con tranquilidad, Cameron se inclinó hacia delante y sujetó el volante.
– Entonces ¿concertaremos una visita justo a la vuelta? -preguntó-. Quiero terminar con esto.
– Por supuesto.
Justin le acercó una mano y le acarició la nuca. Ella le puso la suya encima y se la apretó con impaciencia antes de apartarle. Miraba por la ventanilla los árboles que desaparecían volando a su paso.
Por la radio empezó a sonar Brooks & Dunn y Justin cantó con ellos utilizando como micrófono una pistola descargada que sacó de la guantera. En el punto álgido de My Maria, subió la voz como un tirolés. Cameron sabía que él la veía sonreír en el reflejo de la ventanilla.
– Un arma no es un juguete -le dijo.
– ¿Ves? Ya te has vuelto vieja.
Justin salió de la I-5 por la calle Q y se dirigió hacia el este. Cameron vio a un pequeño grupo de soldados cuando el Blazer dobló la esquina en la calle Nueve. Era difícil no ver a los soldados, vestidos con los uniformes de camuflaje. No pasaban precisamente inadvertidos frente a la fachada de estuco del Nuevo Centro.
Justin, con una sonrisa, redujo la velocidad al pasar cerca del grupo.
– Szabla, Tank. Dios santo, ¿ése es Tucker?
– ¿Quién es ese otro tipo? -preguntó Cameron, señalando a Savage, que se encontraba apoyado contra la pared, un poco apartado de los demás.
– No lo sé. Debe de tener unos cincuenta años. Se parece a tío Dicky con resaca.
Savage lanzó un escupitajo a la placa de la calle P que se estrelló justo en el centro y quedó colgando de él como una estalactita amarilla. Szabla se encontraba de cara al edificio, lanzando ganchos de boxeo al aire y hablando en voz baja para sí misma. Tank estaba totalmente quieto, con los brazos cruzados sobre el inmenso pecho.
Justin aparcó, él y Cameron salieron del coche y se dirigieron hacia los demás.
Tucker los vio primero y les saludó con la mano. Tucker, con una mandíbula fuerte, muy americana, los ojos azules y el pelo liso y rubio, parecía un modelo de gafas de sol o un funcionario de las SS, según la seriedad de su expresión. Creció en centros de acogida hasta los doce años después de que sus padres le abandonaron en una parada de camiones. Un hoyuelo en el lóbulo de la oreja izquierda recordaba el piercing que se hizo unos años atrás con un clavo. Hacía un poco más de un año que había abandonado el servicio activo y se había perdido de vista. Cameron siempre pensó que había algo vulnerable en su tímida sonrisa, una ligera expresión de inseguridad a pesar de su buen aspecto. A menudo se había preguntado cómo le iría.
– Eh, chicos -dijo Tucker con el acento lento y suave de Alabama.
Al acercarse, Cameron se dio cuenta de que Tucker tenía un aspecto algo diferente, no exactamente enfermo pero sí cansado, como si acabara de salir de una angustiosa pesadilla. Tucker sonrió.
– Eh, Tucker -respondió Cameron al tiempo que Tank la envolvía en un gran abrazo.
Tank, un tipo grande como un edificio, llevaba un corte de pelo que le hacía la cabeza cuadrada. Cameron y Justin sospechaban que sentía una fuerte atracción por Cameron; en situaciones fuera de combate, ella era la única persona a quien permitía que le tocara. Supuestamente, Tank había sido el primero de clase durante su entrenamiento en el Curso de Supervivencia Submarina de las Fuerzas Especiales de la Armada, en Coronado; más adelante fue artillero con Justin en el Equipo Ocho y su envergadura le permitía acarrear una M-60. Nadie sabía casi nada del pasado de Tank, pero se rumoreaba que jugaba como centro en el Notre Dame.
Tank no era muy hablador.
– ¡Szzzaaabbbllaaa! -soltó Justin con una sonrisa. La ese de Szabla era muda, lo cual daba un ritmo al nombre que los soldados pronunciaban como una palabrota afectuosa, Zabla. El nombre, junto con un rottweiler de 50 kg llamado Draeger era lo que le quedaba de un breve matrimonio que contrajo demasiado pronto.
Szabla se volvió hacia Justin, todavía en postura de luchadora, e hizo como que le largaba dos ganchos a la cara. Szabla, una mujer negra de rasgos regulares y bien definidos, era atractiva a pesar de su apariencia dura. Tenía los músculos de los brazos mejor definidos que la mayoría de los soldados hombres y Justin aseguraba que se podía colocar una cerveza en el estante que era su tríceps. Como siempre, llevaba un top con tirantes para mostrar su forma física; esta vez era uno verde caqui. Szabla mostraba más su forma física que su inteligencia, así que era fácil olvidar que había estado en el Cuerpo de Entrenamiento de los Oficiales en Reserva, que había estudiado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y que pertenecía a la Hermandad Universitaria Phi Beta Kappa. Fue ingeniera antes de la graduación y, después de graduarse, fue la primera mujer que pasó por el entrenamiento del Curso de Supervivencia Submarina. Aunque se quedó en la reserva de las Fuerzas Especiales, trabajaba como ingeniero de estructuras en una empresa del centro de Sacramento.
– ¿Despidiéndote de la señorita?
– No -respondió Justin-. Soy vuestro enfermero.
Szabla echó la cabeza para atrás y en la frente se le dibujaron muchísimas arrugas.
– ¿Jugando a papás y a mamás? Esto no es una reunión de Avon.
Cameron se encogió de hombros.
– No sé qué sucede. Mako nos envió a ambos a la reunión informativa. -Se acercó a Savage y le alargó la mano-. Cameron Kates.
Savage bajó la vista hasta la mano y miró hacia otro lado. Cameron bajó el brazo y decidió no hacer ningún comentario, ya que no podía averiguar el rango en aquel uniforme ajado. Al apartarse de él, se dio cuenta de que sólo iba calzado con una bota.
Savage le siguió la mirada hasta el calcetín.
– Una noche difícil -comentó.
Cameron volvió al lado de Szabla, que enarcó las cejas.
– Por lo que parece -dijo Szabla-, ése no está por la igualdad.
Cameron le dio una palmada a Tucker en el pecho.
– Parece que tenemos una reunión aquí, ¿eh?
Tucker se balanceó sobre las piernas un tanto nervioso y esbozó una sonrisa con los ojos clavados en el suelo.
– Sí. Supongo. He estado… Como que me he dejado caer un rato por aquí, ya sabes. -Rió brevemente-. Ya sabes cómo es.
Cameron observó que tenía los ojos ligeramente morados, como si le hubieran golpeado.
– ¿Quién es el oficial al mando?
Justin la miró, sorprendido.
– ¿No te has enterado? Derek.
– ¿Mitchell? -Szabla silbó.
– Está bien -dijo Cameron, a la defensiva.
Justin le pasó la mano por la espalda, pero Cameron se apartó un poco para impedir muestras de intimidad delante de los demás soldados.
Szabla bufó.
– Mira, chica, después de pasar por lo que ha pasado…
Derek dobló la esquina; se estaba quitando la chaqueta.
– Siento llegar tarde.
Con su 1,93 de estatura, Derek resultaba poco intimidante, lo cual sorprendía sobre todo porque tenía constitución de jugador de defensa y por su entrenamiento extensivo en matar a otras personas. Tenía el pecho fornido, las mangas de camisa casi no podían abarcarle los bíceps y una cintura asombrosamente estrecha, que contrastaba con los poderosos cuádriceps. Si no fuera por la barba de tres días, la firmeza de sus mejillas le darían un aire juvenil.
Saludó a Justin con la cabeza y, con una mano, agarró a Cameron por el cuello, haciéndola levantarse sobre las puntas de los pies.
– Me alegro de verte, Cam. -Dejó vagar la mirada y luego la volvió a centrar en Cameron-. Me alegro mucho. -Con una sonrisa, se dirigió a Justin-: Bueno, ¿cómo te sientes después de que haya secuestrado a mi compañera de natación para esta misión?
Justin se encogió de hombros.
– Sírvete tú mismo, por favor.
Derek miró a Cameron y le guiñó un ojo.
– Deberías conseguir un hombre de verdad.
Justin se rió.
– Eso es lo que siempre le digo.
Derek saludó a Tucker con un movimiento de la cabeza y luego le dio una palmada a Tank en el hombro. Tank no se movió.
– Hola, teniente.
Szabla se inclinó un poco hacia delante y le ofreció la mano a Derek, que se la estrechó, demorando el gesto unos momentos.
Derek se acercó a Savage y lo miró de arriba abajo. Savage no se molestó en mirarle a los ojos.
– ¿Por qué no te presentas al pelotón?
Savage no le hizo caso. Derek se inclinó hacia delante y acercó el rostro a unos centímetros del de Savage. Savage, todavía apoyado contra la pared, le miró a los ojos, sin preocuparse de cambiar de postura. Finalmente, los desvió hacia los demás.
– Tenemos siete hombres. -Miró a Cameron y a Szabla y añadió-: Esto hacen cinco. No es un pelotón. No es ni medio pelotón.
– A efectos prácticos, es una escuadra, y la dirigiré como tal. -Derek hizo una pausa y se incorporó-. Te he dado una orden.
Savage se pasó la lengua por las encías; los ojos azules brillaban con una mirada dura y fría como el cristal.
– Savage -contestó-. William Savage.
– ¿Me tomas el pelo? -dijo Justin-. ¿Savage? Vale, ok, tío. -Miró a Derek-. Si él es Savage, yo soy Polladura.
– Y yo quiero ser Arrancapollas -señaló Szabla-. O algo así.
– Ya lo eres -sonrió Justin.
Szabla le dio un pequeño empujón.
– Si tenéis algún problema con mi nombre -le dijo Savage mientras se pasaba la mano por la corta barba-, puedo haceros el favor de grabároslo en la memoria.
– Sí, pero intenta no tropezarte con tu andador cuando te acerques -respondió Justin, y rió negando con la cabeza-. Savage. Es fantástico. Es jodidamente brillante.
Una mujer que pasaba por la calle con dos niños, al ver al grupo de soldados cambió de acera. Giraron en Roosevelt Park y los niños empezaron a correr hacia el parque riendo.
Savage levantó una mano y pasó los dedos por debajo de la oreja de Justin justo antes de que éste se la apartara de un manotazo. Savage se frotó los dedos y los olió.
– Todavía un poco húmedo.
– ¡Ah! -dijo Justin, ligeramente ruborizado-. ¿Sin comparación con tus camaradas de la Guerra Civil?
– Vietnam. Equipo Uno. Pelotón Bravo, artillero.
– Creí que ya nos habíamos olvidado de los veteranos de Vietnam -dijo Szabla-. ¿No era ésa la política nacional?
– Mira, jodida furcia…
– Jodida furcia -repitió Szabla, y silbó con admiración-. Bonito, muy bonito. ¿Dónde le has encontrado, teniente? ¿Lo has reclutado en una prisión?
– En realidad, sí -respondió Derek.
Un silencio denso se impuso. Savage sonrió, satisfecho.
– Joder -dijo Tank.
Cameron tocó a Derek en el hombro.
– ¿Tienes un minuto, por favor?
Derek la siguió al otro lado de la calle, hacia el parque. Cameron se detuvo al lado del parque de juegos y puso el pie sobre un columpio.
– ¿Qué es lo que está pasando? -preguntó.
Él no respondió y Cameron se lo quedó mirando, fijamente y con seguridad. Finalmente, Derek suspiró.
– Es una misión de baja prioridad.
– Creo que esto no define la situación con exactitud. Somos el último recurso, Tucker parece enfermo y Mako ayudó a escapar a un preso.
– Mira, Mako no tiene los hombres, pero parece que los de arriba se han apoyado en él. Creo que uno de los tipos del Nuevo Centro avisó de un terremoto en Santa Cruz y dio un plazo de doce horas a los residentes para que evacuaran. Salvó algunas vidas, incluida…
– La de nuestro secretario de la Armada, Andrew Benneton -acabó Cameron, con una sonrisa.
– Los favores, como la mierda, caen hacia abajo. Ya sabes cómo es: El secretario de la Armada llama al comandante, quien llama al comandante en jefe del Equipo Tres, quien llama a nuestro oficial de Operaciones favorito, John Mako, quien, con discreción y bastantes problemas, debe reunir una escuadra de las Fuerzas Especiales de la Armada.
– Entonces, Mako reunió a unos cuantos reservas y dio por acabada tu excedencia.
Derek asintió con la cabeza.
– Él salva el culo siempre y cuando consiga soldados entrenados en el Curso de Supervivencia Submarina de las Fuerzas Especiales de la Armada. Estamos aquí para representar la función. Lo mejor que yo podía hacer era requerir a viejos compañeros de pelotón. Nadie quería esto. Es una gilipollez de misión, proteger al calzonazos y devolverlo a casa lo antes posible. Si parece una chorrada, es porque lo es.
Cameron silbó y echó un vistazo a los niños que corrían por el césped. Una niña intentó dar una voltereta y cayó de espaldas al suelo.
– ¿Cómo está Jacqueline?
Derek se mordió el labio y desvió la mirada.
– Nunca se sabe la fuerza que se tiene hasta que pasa algo como esto. Lo que se puede llegar a soportar. -El rostro se le tensó en una expresión desagradable, como si hubiera masticado algo amargo. Murmuró-: No tienes idea de lo que es perder un bebé.
Cameron bajó la mirada, incómoda.
– No. No, no tengo ni idea.
Derek apartó esos pensamientos y se dio la vuelta, en actitud de trabajo.
– Voy a dirigir esta escuadra como se dirigían los pelotones antes de que limitaran el número a dieciséis. Szabla tiene grado administrativo O-2 y, por tanto es la siguiente en rango, así que ella será el segundo oficial al mando. Créeme, Cam, preferiría que lo fueras tú.
Cameron no sabía cómo interpretar sus rápidos cambios de humor; imaginó que eran baches en el camino del proceso de luto.
– Por lo menos, no tenemos ningún marinero vociferante a bordo -continuó Derek-. Vosotros cinco tenéis grado E-4 o superior, aunque Savage y Tucker hace tiempo que no entrenan profesionalmente. Como te dije, misión de baja prioridad.
Cameron sonrió:
– Vaya una escuadra.
– ¡Eh! -gritó Szabla desde el otro lado de la calle-. ¿Acabáis ya vuestra reunión de té con pastas?
Derek le hizo una señal indicándole que se callara y continuó:
– Ecuador se encuentra en un estado de ley marcial, por primera vez desde 1978, creo. Con una gran influencia de Naciones Unidas. En las altas esferas se habló de involucrar a la OTAN para tener un poco más de control, pero los franceses no estaban de acuerdo. Será bastante complicado en Guayaquil, pero seguramente tendremos vía libre cuando lleguemos a las islas.
– ¿Tan peligroso es Guayaquil? -preguntó Cameron.
– No -respondió Derek-. El centro de la ciudad se encuentra acordonado: básicamente es un campo de Naciones Unidas. Fuera de él todavía existe bastante criminalidad, como siempre, pero las cosas van marchando. Supongo que no es lugar para un civil, pero tampoco es Borneo. Esos científicos están aterrorizados a causa de ese tipo que desapareció.
– O a lo mejor nos utilizan para facilitarles la entrada.
– Probablemente las dos cosas. -Derek levantó un puño al aire-: Voy a necesitar tu inteligencia y tu mal español.
Derek bajó el puño y le puso la mano encima de la de ella. Le sonrió y unas cuantas arrugas se le desplegaron en las mejillas. Cameron percibió una zona de la barbilla mal afeitada y sintió una súbita tristeza. Derek había envejecido una década desde la última vez que le vio, hacía un mes.
– ¿Estás seguro de que estás preparado para esto? -le preguntó-. Todavía no hace seis semanas.
– Lo sé, pero esta misión es un baile de salón. Las piernas me seguirán. -Sonrió, casi con timidez-. Mako ha confiado mucho en mí. Al principio no quería hacerlo. Pensé que no estaba preparado.
– ¿Y qué te hizo cambiar de idea? -le preguntó Cameron.
– Saber que tú estabas aquí. -Derek bajó la vista y se observó el dedo pulgar unos instantes. Cuando levantó la vista, los ojos mostraban determinación-: Vamos a poner esto en marcha.
Donald miró a Rex desde el otro lado del oblongo disco de granito que era la mesa de reuniones del Nuevo Centro. Por toda la habitación había gráficos y diagramas colgados de las paredes; la información parecía saltar desde ellas: los oscuros tonos azules de los mapas de profundidad, las flechas circulares de las corrientes del océano y las quebradas líneas de las temperaturas de la superficie, que dubitativamente apuntaban hacia arriba. Había cinco ordenadores en funcionamiento a pesar de que Rex y Donald eran los únicos que compartían aquella oficina del piso superior. Los demás científicos trabajaban en los cubículos de los pisos inferiores, o en el laboratorio del sótano.
– Estoy impresionado de que hayas conseguido llegar a tiempo -dijo Donald.
El doctor Donald Denton, un caballero bajito, de formas ligeramente redondeadas y de ojos amables, lucía una mata de pelo blanco que se le disparaba en todas direcciones. Se negaba a peinarla o cepillarla. Solamente vestía de lino: camisas de lino de todo tipo de corte y estampado, americanas de lino para las circunstancias solemnes, pantalones de lino tan arrugados que parecían de pana. La piel le brillaba con un vivido tono rojizo, como si acabara de hacer algún esfuerzo físico en aquel mismo momento. La verdad es que odiaba el ejercicio físico. Afortunadamente para él, como presidente del Nuevo Centro, y como codirector de investigación, el único ejercicio que hacía era dar unas cuantas vueltas a la piqueta.
Todavía sin resuello, Rex se quitó el casco de ciclista y lo tiró en una esquina.
– Bueno, no todos los días consigue uno su propio equipo de las Fuerzas Especiales de la Armada.
Donald se inclinó hacia delante, al tiempo que soltaba el aire con fuerza, y sacó dos jarras llenas de un líquido de aspecto desagradable teñido de rojo de una caja con el interior acolchado.
– ¿Unas extrañas muestras de orina? -preguntó Rex.
– Muestras de agua. De Frank. Fechadas el 27 de octubre. El correo desde Ecuador, como puedes imaginar, casi se ha interrumpido. Llegaron en un avión de carga ayer por la noche, tarde, y me las he encontrado aquí esta mañana al llegar.
Rex levantó una de las jarras y la observó a contraluz. En el interior del líquido turbio se arremolinaban las partículas.
– Una es de Santa Cruz; y la primera cosa que hizo al aterrizar en Sangre de Dios fue recoger la segunda muestra. Imagino que las envió de vuelta con el mismo barco que le desembarcó. Las llevaré al laboratorio después de la reunión, a ver qué aparece. Ah, casi me olvido. -Donald se inclinó hacia delante y sacó una hoja de papel doblada de su bolsillo trasero. Se la dio a Rex-. Échale un vistazo a esto.
Rex tomó la hoja y la observó.
– ¡Seis mil cuatrocientos dólares! -silbó-. ¿Para qué diablos es esto?
– Parece que Frank pidió que le mandaran a la isla uno de esos frigoríficos de energía solar para tejidos y muestras. Una oscura naviera lo colocó en un carguero de aceite que salía de Manta y que se lo llevó en dos días. -Le quitó la factura y leyó-: «Costes de expedición: cuatrocientos dólares.» -Meneó la cabeza y añadió-: Lo que no entiendo es por qué necesitaba un frigorífico tan grande.
Rex se encogió de hombros.
– A lo mejor no lo necesitaba. Quizá no sabía qué había pedido. Quizá le mandaron un tamaño equivocado para timarle. Timarnos. Para timarnos a nosotros. ¿Te pasó los gastos?
– Por favor, ya conoces a Frank. Nunca estaba localizable en las inspecciones. Le molestaba que le distrajeran de su trabajo. No se le podía molestar con el transporte del equipo de comunicaciones.
– Ah, sí. Su famosa rutina.
Donald se restregó un ojo.
– Por eso tardé tanto tiempo en enterarme de que había desaparecido. -Tamborileó los dedos sobre la superficie de granito y continuó-: Tengo que confesar que me alegro de que tengas una escuadra militar de protección. Me aseguraron que eran los mejores.
Llamaron a la puerta con un golpe fuerte y Donald se puso de pie. Abrió la puerta y apareció Savage, ligeramente encorvado y todavía calzado con una sola bota y el calcetín. A su lado, Tucker agitaba una mano y lo observaba.
– Hola -dijo Donald-. Soy…
Savage dio una palmada a Donald en el hombro y entró. Tank entró en la habitación detrás de Tucker y se dio un golpe en la cabeza con el quicio de la puerta. Derek apareció detrás con la mano tendida hacia Donald.
– Derek Mitchell. Soy el OAM de esta operación.
Donald le dio la mano con evidentes señales de duda:
– ¿OAM?
– Oficial al mando.
– Szabla dobló un brazo por encima del pecho y practicó una rotación de muñeca que evidenciaba su bíceps. Donald se volvió despacio hacia Rex, que le devolvió la mirada, impasible, sentado en una silla cuyo respaldo cedía a su peso.
– Bueno -dijo Rex, mirando al techo-. Vamos a empezar el juego.
Después de hacer las presentaciones, la escuadra se reunió alrededor de la mesa. Derek se sentó a un extremo al lado de Rex y Donald, de cara a los soldados. Cameron se sintió aliviada al observar que tenía un aspecto más sereno que antes, más profesional.
Rex estudió a Derek con un esbozo de sonrisa en los labios.
– ¿Seguro que no necesitaremos más hombres?
– Dos de nosotros somos mujeres -dijo Szabla-. Siguiendo con la mejor tradición naval, preferimos que se refieran a nosotras como «tías» o «damas».
Rex se rió, pero Derek le miró con dureza. Donald se levantó y cruzó las manos sobre el generoso vientre.
– Bueno, ya he repasado el itinerario con el teniente Mako.
– Estoy a punto -dijo Derek-. Tendré tiempo para informar a los demás antes de salir esta noche.
– Vale -dijo Rex-. Porque ya es bastante malo que seáis siete. Pero lo que es seguro es que yo no puedo llevar a cabo una misión de tal importancia…
– De tal importancia -repitió Szabla.
Rex la miró.
– ¿Qué demonios significa eso?
– Significa que, tal como están las cosas, no creo que una expedición científica sea de la mayor…
– Déjame manejar esto, Szabla -dijo Derek.
– … Importancia y que para ello debamos utilizar soldados de primera categoría…
– Szabla -interrumpió Derek, en tono de advertencia-. ¿Qué parte de «déjame manejar esto» fue la que no entendiste?
– Creo que la de «déjame», teniente. Tiene un problema con el imperativo -respondió Justin con una sonrisa dirigida a Szabla.
Ésta levantó la mano con la intención de darle un revés, pero Justin la agarró por la muñeca a pocos centímetros de su nariz.
Cameron estuvo a punto de decirles a Justin y Szabla que se callaran, pero se contuvo para no pasar por encima de Derek. Se puso las manos entre las piernas y apretó las rodillas con fuerza.
– ¿De primera categoría? -preguntó Rex.
Savage se llevó la mano a la nuca y se arrancó una pequeña costra que, acto seguido, examinó y lanzó al suelo. Volvió a pasar los dedos por encima de la herida y se limpió los restos de sangre en los pantalones.
– Rex -dijo Donald con suavidad-, no creo…
Derek se levantó y se apoyó encima de la mesa mirando a sus soldados.
– Vamos a dejar algo claro. Escoltaremos al doctor Williams porque ésa es nuestra misión. -Dirigió la mirada hacia Rex, quien se la devolvió, evidentemente impresionado por su considerable envergadura-. Pero usted no tiene por qué poner las cosas más difíciles de lo necesario.
– Simplemente discrepo de la elección del término «de primera categoría» como calificativo. -Rex señaló a Savage-. Ese tipo tiene aspecto de haber salido de una cloaca.
Savage le saludó con la mano y siguió atándose la bota, que se encontraba encima de la mesa.
– Lo único que importa -dijo Cameron- es el objetivo de la misión.
– ¿Quién trajo a la scout?
– ¡Szabla! -dijo Derek-. No estoy bromeando.
Donald se quitó las pequeñas gafas y las limpió con evidente nerviosismo.
– Me gustaría… Si es posible, me gustaría discutir…
Rex se inclinó hacia delante:
– Volaremos a Guayaquil, tenemos que parar ahí para pasar la noche. ¿Cómo? No lo sé. Eso es cosa suya. Obviamente, no queremos nada con la ONU. Pasaremos la noche de Navidad en Guayaquil, una encantadora ciudad polucionada por la industria y centro cultural del universo. Recogeremos al doctor Juan Ramírez, profesor de Ecología de la Universidad de Guayaquil, quien me ayudará en mi trabajo. Luego volaremos a Baltra, donde se encuentra el único aeropuerto operativo de las Galápagos. Fue una base militar de Estados Unidos, así que eso debería poner a flote vuestro barco.
Savage eructó. Rex eligió hacer caso omiso de él.
– Luego tendremos que colocar el equipo telemétrico en la estación Darwin, en Santa Cruz, y regañar a quienes todavía permanezcan en el Departamento de Sismología por dejar que su trabajo se vaya a la mierda. Entonces podremos irnos a Sangre de Dios, donde asumiré la extraordinaria, ambiciosa e impresionante tarea de equipar la isla con baratijas y juguetes geodésicos: seis unidades de GPS, para ser más exacto.
– ¿Qué tal es el terreno? -preguntó Cameron.
– Bastante variado. Desde suelos de lava a selva densa.
– ¿Llevaremos GVN? -preguntó Szabla.
Rex dirigió a Derek una mirada de desconcierto.
– Gafas de visión nocturna -explicó Derek. Dirigiéndose a Szabla, respondió-: No. No es una operación encubierta y, además, colocaremos los GPS de día. No necesitamos ataviarnos con todo el equipo de combate, no es exactamente una zona caliente.
Szabla se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.
– ¿Cómo funcionan estas unidades?
– Miden el índice de deformación del suelo. Necesitamos seis unidades para tener una red. Remitirán la información a la estación Darwin y los científicos de allí, a su vez, nos remitirán la información a nosotros a través del ordenador.
– ¿Por qué no recibir directamente la información ahí?
– Por desgracia, el equipo telemétrico no es tan avanzado. Sólo puede enviar la información en línea recta. La distancia entre Ecuador y Sacramento es demasiado grande, y la línea de curvatura entre los dos puntos impide que la transmisión llegue a destino.
– ¿«Línea de curvatura»? -preguntó Tucker.
– La tierra es redonda -respondió Rex con una sonrisa irónica.
Tucker apretó los labios.
– Ah, claro.
Derek se inclinó hacia delante y apoyó los codos encima de la mesa.
– Creo entender que el transporte por la isla es un problema.
– Sí, pero lo tengo todo arreglado en cuanto aterricemos en Baltra. Es sólo que los aeropuertos están enredados en burocracia militar. Navegar entre las islas es un coñazo logístico, pero no es nada político. -Rex miró a los demás-. En total, es un viaje de ocho días: dos de ida, cuatro en Sangre y uno de vuelta. Si todo va bien, estaremos de vuelta por Año Nuevo. El trabajo de ustedes consistirá en evitar que me peguen un tiro, me apuñalen o me descuarticen, en facilitarme el tránsito por los aeropuertos evitando registros, en ayudarme a cubrir Sangre de Dios y a colocar el equipo en su lugar.
– ¿No hay ya científicos allí que podrían hacer todo esto… -preguntó Cameron- y ahorrarnos el viaje?
– Ésa es una buena pregunta, señorita… -Rex la miró, expectante.
– Jefe -dijo Cameron-. Kates. Pero Cameron sirve. Además de una respuesta directa sin condescendencias.
Rex silbó.
– Lo siento mucho.
– No hay problema.
Rex reprimió una sonrisa y se inclinó hacia delante.
– Muy bien, Cameron. La razón por la cual los científicos de allí no pueden ocuparse de esto es que la financiación que reciben, como puede usted imaginar, es peor ahora debido al desorden económico, y prácticamente no pueden permitirse un mantenimiento, por no hablar de conseguir la tecnología puntera. El transporte por barco se ha ido al carajo, así que no les podemos enviar el equipo. Casi no podemos comunicarnos por teléfono ni por fax ni por correo electrónico para saber qué está pasando. Además de todo eso, están abandonando la isla en manada.
– ¿Por qué? -preguntó Cameron.
– Porque no son tan valientes como nosotros. -Rex sonrió-. O tan tontos. «Los menos, los más valientes…»
– Eso es de los infantes de marina -dijo Szabla.
– Es lo mismo -respondió Rex.
Tucker escuchaba con atención.
– ¿Por qué es Sangre de Dios tan importante? -preguntó.
– Porque se encuentra encima de una red de fisuras que corren hacia el sur desde la zona de fractura de las Galápagos y, lo que es más significativo, de las fisuras que corren hacia el continente desde la dorsal del Pacífico oriental. Se encuentra cerca del origen de las dos fuerzas mayores que afectan el movimiento de toda la placa de Nazca.
Tank miraba a Rex sin comprender. Cuando Rex terminó de hablar, Tank miró a los demás.
– ¿Inglés? -dijo.
– Porque se encuentra donde todo está más jodido -le explicó Szabla.
– A causa de eso -continuó Rex- Sangre de Dios es nuestro chivato.
Rex se dio cuenta de que Tucker estaba tomando notas en una pequeña libreta.
– Es chi-va-to.
Tucker le miró, azorado, y guardó la libreta en el bolsillo.
– Pensé que me ayudaría a estar al día con todo esto -dijo.
Rex sonrió.
– Por supuesto.
– Estoy seguro de que todos ustedes conocen la seria escasez de ozono en la región. -Donald se levantó, se dirigió a un armario grande y lo abrió-. Tendrán que tomar todas las precauciones. Lentes de contacto de protección, crema solar de factor cien. -Sacó algunos botes de crema solar y se los enseñó-. Se la tienen que poner en todas partes, entre los dedos, en el interior de las orejas y, si se peinan para un lado, en la parte del cuero cabelludo que queda expuesta a la luz.
Tendió los potes a Derek, que los rechazó con un ademán.
– Estamos equipados -explicó Cameron-. Equipo básico de operaciones en regiones pobres en ozono.
Derek dio una palmada y se levantó.
– Salimos a las once de la noche de la base. ¿Alguna pregunta más?
– Sí -dijo Savage, y puso el pie descalzo sobre la mesa. Tenía la voz ronca, así que se aclaró la garganta y escupió-. ¿Cree que podemos intentar conseguir otra bota para mí en algún momento?
Cameron salió del lavabo de señoras en la planta tercera del Nuevo Centro y se dirigió escaleras abajo hacia la entrada. Los tacones resonaban sobre las baldosas del suelo. La puerta del ascensor, sellada con cinta amarilla de la policía, servía de tablón de anuncios. Cameron se detuvo un momento y echó un vistazo a los anuncios de conferencias y viajes de investigación.
Una parte de la puerta estaba dedicada a los problemas de ozono tropical. Cameron paseó la mirada por los papeles en un intento de resumir la información.
Evidentemente, las regiones tropicales habían sufrido la mayor penetración de radiación UVA desde siempre. Desde el Acontecimiento Inicial, el calentamiento de la superficie del océano a causa de la actividad tectónica había agravado al problema. Se habían producido huracanes que, en combinación con pautas climatológicas anómalas, habían evolucionado en hiperhuracanes: potentes huracanes tan altos que llegaban a la estratosfera y que introducían en ella enormes cantidades de HO y HO2. Esto aceleró el ciclo catalítico, un proceso natural que descompone el ozono y lo saca de la estratosfera. Después de uno de esos hiperhuracanes, el equilibrio del ozono tardaba un año en normalizarse, y se daba uno cada tres o cuatro meses. La noticia decía que durante los últimos cinco años las personas, las plantas y los animales que se encontraban cerca del ecuador habían absorbido unas cantidades de radiación UVA sin precedentes.
Una hoja de papel desgarrada detallaba los efectos de la luz ultravioleta B en los organismos, reducción de la longitud de los brotes y de la cantidad de hojas en las plantas; disminución de la fotosíntesis; daños estructurales en el plancton sensible a la luz; putrefacción de los huevos de pájaros, reptiles e insectos; menor cantidad de crías sanas salidas de los huevos. Pero los efectos en los seres humanos eran más impresionantes. La reducción en un diez por ciento del ozono ecuatorial en la estratosfera aumentó la incidencia del carcinoma de células basales en un cuarenta por ciento, y la incidencia del carcinoma de células escamosas en un sesenta por ciento en Ecuador, Colombia y el norte de Perú. El estudio también descubrió un aumento del número de cataratas y de una enfermedad descrita crípticamente como un debilitamiento general del sistema inmunológico.
Cameron se dio cuenta de que se había estado sujetando el vientre. Se miró la mano, abierta y tensa sobre los verdes y grises de la camisa de camuflaje. De repente, sintió que la cabeza le daba vueltas y se apoyó en la puerta del ascensor, con una mano en el estómago. Sin darse cuenta, dio con una pequeña nota colocada entre las notas sobre el ozono que anunciaba alegremente: «¡Vivimos en el clima más cálido que ha habido en millones de años!»
Al fondo de la entrada se abrió una puerta y apareció Rex. Cameron se recompuso rápidamente al ver que se dirigía hacia ella. Se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa.
– Me encantan las mujeres en uniforme -dijo burlonamente a modo de saludo, pero al ver la expresión de Cameron su rostro reflejó preocupación-. ¿Todo va bien?
– Sí -repuso Cameron, dándose la vuelta hacia las escaleras-. Muy bien.