Cameron miró la enorme cornucopia de mimbre, rebosante de frutas de plástico, que se encontraba encima de la mesa de vidrio, justo en medio de la sala de espera. Aquella cornucopia había permanecido allí de forma pertinaz a lo largo de sus seis años de chequeos, acumulando polvo, mientras los tonos rojos y naranja de las cáscaras cerosas perdían brillo. Cameron pensó que era una decoración muy indelicada para una consulta de ginecología y obstetricia.
A su izquierda, encima de un estante, se encontraban todas las revistas que la gente leía en las consultas médicas: Redbook, Psychology Today, Prevention. Y en el estante inferior, accesible para los bracitos más cortos, había una ordenada fila de Highlights for Children. Cómo le desagradaba aquella revista. Al igual que los lápices de colores, las tiritas con dibujitos y los monovolúmenes, Highlights for Children se encontraba fuera de su alcance; pertenecía a ese enorme y cerrado grupo de gente al cual Cameron siempre miró con algo más que curiosidad, casi rozando la irritación. Quizá también con algo de envidia.
Se oyó el sonido de unos tacones de mujer que se acercaban y Cameron esperó a ver por cuál de las puertas aparecían. Justin se inclinó hacia delante y tosió, incómodo, cuando se abrió la puerta de la derecha. Una muchacha de no más de dieciséis años apareció por ella seguida por una enfermera.
La enfermera era una mujer italiana rechoncha y de baja estatura que tenía las ojeras más oscuras que Cameron hubiera visto nunca. Siempre estaba allí, detrás de la puerta, escoltándolas hacia dentro, escoltándolas hacia fuera. Tenía la espalda encorvada por la edad, y cuando sonreía los dientes le sobresalían en todas direcciones.
Aunque Cameron nunca la había visto de cerca, estaba segura de que la mujer tenía pelos en la cara. Le recordaba a la florista de esa obra de teatro de Tennessee Williams que no paraba de murmurar «flores para los muertos». Cameron carraspeó discretamente y cambió de postura en la silla. Pronto vería a la mujer bastante de cerca.
La chica agarraba su bolso con las manos crispadas como garras, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo allí mismo en la sala de espera. Parecía muy agitada y tenía las mejillas encendidas, como si hubiera estado llorando unos momentos antes.
La enfermera, con una sonrisa nauseabunda, cerró la puerta detrás de la chica, la cual se quedó callada un momento delante de Justin y Cameron, incómoda, hasta que la enfermera se escabulló de la sala de espera. Cameron se dio cuenta de que tenía la espalda y la nuca agarrotadas por la tensión.
Justin la miró y sonrió. Se acercó a ella y le giró el collar de forma que el cierre quedara en la nuca. Un gesto tranquilizador. El anillo quedó oculto debajo de la camisa, y sólo se adivinaba por un pequeño bulto del tejido.
La gruesa puerta de madera de la derecha conducía a la sala de abortos. Cameron siempre había pensado que era chocante que las intervenciones diurnas de vaciado se realizaran en la misma sala en que las mujeres esperaban sus chequeos posparto. Le parecía inadecuado.
Cameron había pasado tanto tiempo en aquella sala de espera que ya adivinaba a qué puerta llamarían a las demás mujeres. Incluso las puertas eran distintas. La puerta de la sala «decente» de obstetricia y ginecología estaba pintada de un alegre amarillo y tenía una gran ventanilla impoluta que ocupaba casi toda la parte superior. La puerta que conducía a la sala de dilatación y raspado era oscura, gruesa, siniestra. Ni siquiera tenía una mirilla.
Las chicas más jóvenes de la sala de espera, de oscuras ojeras, estaban destinadas a la puerta de madera, en especial si iban solas o acompañadas solamente por sus madres. Cuando eran los dos padres quienes las acompañaban, solían atravesar la feliz puerta amarilla y desaparecían en el haz de luz que emergía tras ella. Las mujeres de aspecto de profesoras atravesaban la puerta amarilla, al igual que las que llevaban viejas sudaderas con nombres de ciudades y destinos vacacionales manchadas de vómito seco de bebé. Las mujeres que llevaban elegantes trajes de color azul marino siempre atravesaban la puerta oscura. En este caso no había excepciones: hasta entonces el azul marino era el color de la muerte.
Cameron se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas, notando el muslo de Justin contra el suyo. Empezó a estudiar las hebras de color naranja de la alfombra. Las mujeres de traje azul marino siempre parecían tranquilas y seguras mientras esperaban. Cameron no se sentía ni tranquila ni segura.
De repente, sintió vibrar su transmisor bajo el músculo deltoides. Lo conectó y giró la cabeza hacia su hombro para hablar. En el 2004, las radios Saber fueron sustituidas por los transmisores subcutáneos, que permitían la escucha en las mandíbulas. Los transmisores estaban mejor protegidos que los implantes óseos y era imposible perderlos. El movimiento diario de los soldados recargaba las minúsculas baterías de esas unidades, como en los relojes.
A Cameron no le gustaba utilizar el transmisor en público porque a menudo la gente la miraba de forma extraña al pensar que estaba hablando sola. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que se habían puesto en contacto con ella.
Justin levantó la vista, sorprendido, y susurró la orden de activación del transmisor. Se oyó un clic en la habitación que indicaba que el transmisor se había puesto en el modo audio.
– Kates -dijo Justin-. Público.
El teniente John Mako los llamó por el canal principal para poder hablar con ambos a la vez. Su voz les llegaba por los transmisores, despersonalizada:
– Cam y Kates, Mako. Creo que tengo un trabajo para vosotros, chicos. ¿Estás con Cam?
Justin puso la mano encima de la rodilla de Cameron.
– No, señor, con una pelirroja de metro setenta de sonrisa estúpida.
– ¿Qué quiere decir con «vosotros, chicos»? -preguntó Cameron-. ¿Vamos a trabajar juntos?
– ¿Es que tengo una dificultad de expresión que no conozco?
– No, señor. Es sólo que parece un poco… extraño. ¿No es una infracción de…?
– Necesito cuerpos -dijo Mako-. Y los necesito pronto.
– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
– Sesión informativa el lunes, salida el lunes por la noche. Necesito que cuidéis a un científico, que le llevéis a Ecuador y que os aseguréis de que su cinta métrica no se mete en ningún lío. Es un tipo especializado en terremotos y quiere comprobar una de las islas de allí. Es una misión corta y fácil. Estaréis de vuelta en una semana.
Justin gruñó.
– Parece emocionante.
– Os sorprenderéis de la forma en que se han deteriorado las cosas allí. Eso puede ofrecer alguna emoción, después de todo.
Justin se apoyó en el respaldo de la silla.
– Me aseguraré de llevar las espuelas.
– ¿Cómo es la escuadra?
– Mediana. Siete, ocho.
– ¿No es eso un poco vago, teniendo en cuenta que salimos el lunes?
– Ya sabéis cómo están las cosas ahora. Además, no acaba de ser una operación encubierta.
– ¿Quién es el teniente? -preguntó Justin.
Mako hizo una pausa antes de contestar.
– Derek Mitchell.
Justin miró a Cameron, nervioso.
– ¿De verdad cree que es una buena idea, señor?
– ¿De verdad crees que quiero que discutas mi decisión?
– ¿Derek vuelve a estar activo? -preguntó Cameron.
– Dejará de estar en excedencia. El resto procede de la reserva.
Justin se aclaró la garganta, nervioso.
– Pero ¿se ha… recobrado?
– Lo suficiente. Esta misión le reanimará y no le dejará pensar en otras cosas. Es exactamente lo que necesita. Pregúntale a tu mujer. Ella es su ex colega de natación.
– Sí -dijo Justin-, pero después de lo que le pasó a su bebé.
– No olvides que fue él quien… -La voz de Mako se perdió.
– Si usted lo dice, señor.
Cameron se apoyó en el respaldo de la silla. Imagen de Derek durante su última misión. En el Humvee, con los pies en el tablero de mandos, la mejilla hinchada por la presión de la lengua, varios fusiles M-4 entre las piernas. Derek le alcanzó su cantimplora con el último trago de agua en el mismo momento en que Cameron iba a agarrar la suya. Derek sabía que estaba vacía antes que ella.
– ¿Quién más? -preguntó Cameron.
– Algunas caras familiares.
– ¿Como cuáles?
– ¿He mencionado que la sesión informativa es el lunes?
– Sí, señor.
– ¿Y sois conscientes del objetivo de la sesión informativa?
– Sí, señor.
– Entonces entiendo que no tenéis más preguntas por ahora. ¿He entendido bien, Cam?
Cameron esbozó una sonrisa breve y falsa que pronto se convirtió en un rictus.
– Sí, señor.
– Estaré en contacto con vosotros cuando haya información acerca de la sesión. Mientras tanto, intentad contener la curiosidad. -Mako desconectó sin esperar respuesta.
La vieja enfermera abrió la puerta de madera, cuyos goznes chirriaron ligeramente. Se asomó a la sala, con un portafolios de plástico en la mano. Tenía la voz profunda, áspera, como de fumador.
– Kates. Cameron Kates. El doctor la espera.
Cameron miró a la enfermera.
– ¿Cuánto tiempo va a tardar esto?
La enfermera se encogió de hombros.
– Probablemente unos quince minutos.
– Jesús -exclamó Justin-. Es más tiempo del que se tarda en hacer un niño.
– Sí -contestó Cameron, con una débil sonrisa-. Quiero hablar contigo acerca de eso. -Volvió a mirar a la enfermera y le preguntó-: ¿Luego podré levantarme e irme por mi propio pie?
– Tendrás que tomártelo con calma durante un par de días.
Cameron se volvió hacia Justin con evidentes signos de frustración.
– Yo quería acabar con esto.
– Si salimos el lunes… -Justin levantó una mano que inmediatamente volvió a dejar caer sobre la rodilla-. No puedes arriesgarte al daño.
– Mierda. -Cameron se dejó caer encima de la silla.
La enfermera esperó golpeándose el muslo con el portafolios y con la respiración fuerte. Justin miró a su mujer y le habló con suavidad.
– Solo será una semana, cariño. Esto me dará tiempo para dejarte embarazada otra vez.
El entrecejo fruncido de Cameron se suavizó un poco, casi imperceptiblemente.
– No es así como funciona la cosa.
– Ah, claro -contestó Justin.
A desgana, Cameron se incorporó en la silla. Justin miró a la enfermera.
– Creo que tendremos que acordar otra cita.
– Hable con recepción -contestó la enfermera antes de desaparecer detrás de la puerta.
– Es amable -murmuró Cameron.
– Me sorprende que no te haya llamado «querida».
Justin se puso de pie, pero Cameron no se movió. Él le tomó las manos y la ayudó a levantarse de la silla. Ella lo hizo con una lentitud melodramática y él la rodeó con los brazos para sujetarla. Cameron le besó con suavidad antes de darse la vuelta para salir.
– Joder -dijo por encima del hombro-, no me extraña que no quieran tías en el ejército.