17 dic. 07
Cameron se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el volante de su Cherokee. El claxon sonó y Cameron dio un respingo del susto mientras algunos de los niños que jugaban fuera se volvieron y la miraron. Ella los saludó, pero ninguno le devolvió el saludo.
No era precisamente el mejor momento.
Aunque no era guapa, Cameron tenía unas facciones armónicas y bonitas. Llevaba el pelo rubio mal cortado (trece dólares en SuperCuts) pero eso, de alguna forma, le sentaba bien a su aspecto informal. Era bastante corto por encima de los hombros por detrás y más largo a los lados. Tenía caderas y espaldas anchas. No era una mujer menuda.
Durante los veinte minutos que había pasado observando, los niños habían invadido el pequeño campo de juegos. Le pareció que había algo vulgar en aquella exuberancia: los exagerados gestos de los brazos, las bocas abiertas y chillonas, el tono sonrosado de las mejillas. Una niña rechoncha le puso la zancadilla a un niño más pequeño, el cual cayó con un chillido y luego se levantó berreando y con las rodilleras de los tejanos sucias.
Cameron se dio cuenta de que estaba moviendo nerviosamente la mano así que la dejó descansar sobre la rodilla. Se examinó los dedos, gruesos y fuertes como los de un hombre, sin ninguna joya, con las uñas cortas. Llevaba el anillo de casada colgando del collar. Tenía un zafiro de buen tamaño rodeado de pequeños diamantes y le sirvió tanto de anillo de compromiso como de matrimonio. A Justin le había costado, aproximadamente, el veinte por ciento de los ahorros de toda la vida. Al principio, Cameron había intentado valientemente llevarlo en el dedo, pero era un peligro constante ya que se enganchaba en los guardamontes y en las anillas de seguridad del paracaídas. Finalmente desistió, tal como hizo Justin más tarde, cuando decidió llevar su anillo de casado en la correa del reloj. Al colocarse el anillo como colgante, Cameron se resignó a otra anomalía en su ya anómala vida.
Los cantos de las niñas saltando la cuerda llamaron de nuevo la atención de Cameron. La niña delgada que se encontraba en el centro era bonita y el pelo rizado le azotaba las suaves mejillas cuando saltaba agarrándose la falda del vestido floreado para que no se le levantara, al estilo de Marilyn Monroe. Cuando terminó, un niño pasó corriendo por su lado y le tocó el culo. Ella no le prestó atención y él se quedó en las sombras cerca de la pared de balonmano, acobardado y resentido.
Durante los primeros diecisiete años de vida Cameron sintió cada una de las partes de su cuerpo grandes y pesadas: los pechos voluminosos, los pies de un cuarenta y dos, el vientre surcado por músculos desde que tenía memoria. Siempre se había sentido gruesa y caballuna al lado de las otras niñas. Sus manos fuertes y sus anchas espaldas eran lo menos delicado del mundo al lado de los dedos finos y elegantes, los cuellos largos y los delgados brazos femeninos. Durante el bachillerato, las otras chicas siempre estaban ocupadas con su maquillaje, sus citas y sus primeros besos. Cameron, por el contrario, ni siquiera se levantaba cuando sonaba el teléfono. Hasta que conoció a Justin estaba convencida de que su destino era pasar la vida sola.
Cameron alejó esos pensamientos y miró el reloj. Pronto tendría que estar en casa para la cena. En los cuatro años que llevaban de matrimonio, Cameron y Justin se habían ido viendo cada vez menos. Las fechas de sus viajes casi siempre eran desafortunadas; el uno se marchaba a los pocos días de que el otro regresara a casa. Y los días que pasaban juntos no solían ser agradables. La última vez que ella había vuelto a casa lo hizo con la espalda descoyuntada y con veintiún puntos en el antebrazo y se pasó esos tres días tan duramente ganados comiendo palomitas de microondas y mirando una maratón de James Bond en la televisión.
Ella y Justin se habían enamorado de tina manera tranquila y anticuada, a base de promesas calladas y blandas muestras de vulnerabilidad. Cameron siempre juró que su relación era una necesidad y un hechizo; ambos prometieron anteponer siempre al otro a ellos mismos. A causa de eso, hacía poco que habían decidido reestructurar sus vidas para poder pasar más tiempo juntos. Abandonaron el servicio activo y decidieron quedarse en reserva, a la espera de una llamada. El paso de soldado de tiempo completo a guerrero de fin de semana no fue fácil, y ambos se encontraban todavía intentando adaptarse a su nueva vida. El tiempo exigido no era abrumador: un fin de semana al mes para mantenerse en forma y dos semanas al año de servicio activo.
Cameron se dio cuenta de que echaba de menos el orden militar, las reglas y los códigos que siempre la rodearon como una armadura. La vida civil incluía mucha más libertad, y se encontró desajustada al no tener una presión externa que la cohesionara. A Justin le fue más cómoda la transición, pero él nunca había sido un soldado como ella.
Aquella misma semana empezaron a buscar otro trabajo y ambos se sorprendieron al descubrir lo inútiles que eran sus habilidades en el mundo real. Después de un montón de entrevistas, cada día volvían a casa cansados y descorazonados, se sentaban juntos en el sofá y bebían cerveza en la oscuridad. Cameron ya no abría los sobres de los extractos del banco.
No estaban en su mejor momento.
La semana anterior, una guardería se había hundido después de un seísmo de sólo 4,2. Había grietas en los cimientos provocadas por otros temblores que nadie pudo ver. Según el ingeniero, el edificio se habría venido abajo con un viento fuerte. Murieron diecisiete niños y otros cuatro se encontraban en cuidados intensivos. La fotografía del Bee mostraba una cuerda de saltar a la comba de un brillante color amarillo que se encontraba en el patio delantero, enmarcado por la majestuosa ruina, al fondo.
Allí sólo recibían los seísmos de segunda magnitud, los restos del movimiento de la lejana dorsal del Pacífico oriental, que se suavizaban durante su camino al norte hacia San Andreas, enviando algunas ondas hasta Sacramento. En América del Sur, la actividad sísmica fue seguida por disturbios desde Ecuador hasta Colombia, pero las tropas de Naciones Unidas calmaron esos estallidos.
Una sirena sonó con un estruendo tal que Cameron sintió las vibraciones en los dientes. Los niños abandonaron desordenadamente las barras de juego y los columpios, se arrojaron al suelo hechos un ovillo, con las manos enlazadas sobre la nuca, y permanecieron así unos momentos, completamente inmóviles. La sirena dejó de sonar tan de improviso como había empezado y los niños reanudaron sus actividades.
Cameron observó la tira del test de embarazo que se encontraba en el asiento del acompañante. El signo + brillaba en rojo.
No era el mejor momento para eso.