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31 dic. 07, día 7 de la misión


Cameron dejó de temblar tan súbitamente como había empezado, aunque todavía tenía la respiración tan agitada que creyó que iba a hiperventilarse. Fijó la vista en los garabatos que los líquenes dibujaban en la corteza del árbol y los siguió con la vista, esperando a que la respiración se le calmara. Aunque el bosque todavía estaba bastante oscuro, el cielo empezaba a iluminarse con la luz del sol que todavía no había aparecido en el horizonte.

La vida estaba muy lejos, ahí, en el bosque, más lejos de lo que nunca lo había estado. No recordaba cómo era conducir un coche, preparar la cena, vestirse. Una fila de hormigas le cruzaba por el muslo y Cameron las dejó.

La tristeza no era punzante, era más bien un dolor que se extendía dentro de ella como una flor de la muerte. Tenía la vista perdida; la lengua, dormida.

Cameron apretó el rostro contra el árbol y lloró. Se dio el tiempo para llorar. Era una gran indulgencia consigo misma. El llanto era como una oscura corriente subterránea que la consolaba al mismo tiempo que la ahogaba. El dolor no tenía fondo, pero era tranquilo; estremecedor de tan puro. Lloró con suavidad hasta que se le irritó la garganta, hasta que pareció que la quemazón en los ojos no se calmaría nunca.

Se había convertido enviuda allí mismo, en aquel árbol; todo había cambiado desde el momento en que subió allí. Una parte de ella no quería volver a bajar. La pérdida y la derrota no serían del todo reales mientras se quedara en el árbol, mientras no tuviera que caminar, hablar, comer.

La muerte siempre había sido el tercero en su matrimonio a causa del trabajo que ambos tenían, pero Cameron nunca había pensado que sería de esa forma. No es que no se hubiera preparado mentalmente: nunca se había permitido pensar en mecedoras y nietos, no miraba a los ojos a las parejas mayores, y creía que ya había imaginado cómo sería la vida sin Justin, o para Justin sin ella. Pero, a pesar de ello, era como una puñalada por la espalda.

Y sus gritos, Jesús, sus gritos. Todavía los oía.

Quizá podía quedarse allí hasta morir. Quizá se consumiría allí, su piel se descompondría sobre sus huesos hasta que sólo fuera un esqueleto colgado de una rama con los brazos alrededor del tronco. La voluntad de vivir se le había escapado con las lágrimas; se sentía débil, vacía. Era un esfuerzo limpiarse las mejillas. No podía imaginarse lo que sería continuar la batalla contra aquella cosa que la esperaba en el bosque.

Sintió que la cabeza le latía desde la nuca hasta la frente. Notaba los moretones oscuros e hinchados en el cuello como flores muertas sobre su piel pálida.

La criatura estaba allí todavía. Cameron lo sabía.

Y además quedaba otra larva. Por lo que ella sabía, podía haberse sumergido en el frío mar para atravesar las aguas, repleta de virus. Si se encontraba en la isla, pronto se metamorfosearía.

Cameron pensó en lo que era estar atrapada en la isla con dos criaturas. Si consiguiera sobrevivir otras dieciséis horas, podría escapar en el helicóptero. Pero no había forma de sobrevivir desde la caída de la noche hasta el rescate de las diez. Se imaginó la muerte que, con toda probabilidad, la estaba esperando.

Recordó las amables manos y el pelo blanco de su suegro, la mesa de Navidad totalmente preparada, el perfil de los hombros de Justin, su olor justo antes de que la besara, la tienda de ultramarinos, las mañanas frías de otoño, las sábanas azules de su cama, en casa, y el brillo rojo de su reloj despertador. Pensó en esas cosas y empezó a sollozar.

El dolor se intensificaba con cualquier cosa en que pensara: el brazo herido de Tank bloqueando la puerta, la voz de Derek en el transmisor, el cuerpo de Szabla convulsionado como si sufriera un ataque epiléptico, Juan, Savage, Tucker.

No le quedaban lágrimas. Abrió la boca creyendo que emitiría algún sonido, pero no pudo. La secreción nasal le caía por los labios y ella notó su gusto salado antes de limpiárselos con el antebrazo. Con los hombros abatidos, se apoyó en el tronco, agotada. No supo cuánto tiempo estuvo allí sentada con la cara contra el árbol, pero cuando se incorporó parecía tener las mejillas en carne viva.

La voz le salió rasposa y vacilante y la operadora de Fort Detrick casi no la entendió cuando le pidió que la pasara con Samantha Everett.

– Sí, soy Samantha. ¿Va todo bien? ¿Cameron? ¿Cameron?

Oír esa voz familiar le provocó el llanto de nuevo.

– Samantha.

– Sí. ¿Estás bien? Cameron, dime algo. Dime qué sucede.

Cameron levantó la cabeza, esforzándose por reprimir las lágrimas.

– Sólo quedo yo -dijo-. Sólo yo. Y eso.

– ¿Todos los demás? ¿También tu… también Justin?

– Sí -dijo Cameron.

Samantha no podía ayudarla de ninguna forma, y ambas lo sabían, pero Cameron no quería dejar de hablar con ella, porque entonces habría estado sola en aquel árbol y en aquella isla olvidada de Dios. Por lo menos tenía una conexión con el mundo, con otro ser vivo, con otra persona a quien oía respirar en la oscuridad. Apoyó la frente en la rugosa corteza y dejó que le arañara la mejilla.

– ¿Estás casada? -preguntó.

– No. Pero tengo niños.

Cameron estaba sin aliento, como si hubiera hecho una larga carrera.

– Agárrate a ellos. Agárrate a todo lo que puedas con todas tus fuerzas, porque llega un día… -Le tembló el labio pero se lo sujetó-. Porque llega un día en que ya no puedes hacerlo.

– Lo haré -dijo Samantha-. Lo haré.

Más silencio. Se oyó un chirrido.

– No puedo decir ni hacer nada que sea de utilidad, pero no voy a ocultar nada -dijo Samantha.

«Gracias -pensó Cameron-. Gracias por darte cuenta y admitirlo.»

– Y las cosas van a empeorar, posiblemente, antes de que podamos sacarte de ahí -continuó Samantha-. Pero prométeme una cosa. Cuando toques fondo, continúa. Encuentra esa pequeña parte en tu interior que es indestructible y aférrate a ella hasta que te sangren los dedos. Es posible que parezca que no tiene sentido continuar peleando, no en ese momento, pero sí lo tiene y algún día, dentro de un mes, un año o cinco años, lo sabrás. -Hizo una pausa y cuando volvió a hablar, lo hizo con tono vehemente-. No abandones. No me dejes en esto.

– No te preocupes -dijo Cameron con voz ronca-. No sé cómo. -Parpadeó, pero los párpados se le quedaron cerrados y ya no los abrió.


Cameron se encontraba en otro estado de conciencia, aunque no dormía. Un remolino de mosquitos le rodeaba la cabeza y ella se embriagó con su zumbido. Intentaba volver a despertarse, pero era como nadar en el barro. Sentía los párpados pesados como el plomo.

La luz de la mañana se empezaba a filtrar entre las hojas. Cameron no había dormido de verdad. Tenía el rostro hinchado, los labios secos y doloridos. Sentía las lentes de contacto como pegadas a la retina; era asombroso que no las hubiera perdido.

La tristeza la golpeaba por todos lados, como una garra que se cerrara alrededor de su cuerpo. Intentó fortalecerse, cerrar la mente a ese dolor, contener el daño. Era capaz de contar la respiración: eso podía hacerlo. Si contaba sus respiraciones sabía que todavía estaba viva. Se incorporó y se aferró al tronco con ambas manos. Empezó a regular la respiración con la vista fija en los nudillos de las manos. Perdió la cuenta alrededor de ciento noventa, así que empezó otra vez, escuchando el aire en el pecho y limpiando la mente hasta dejarla como un cristal.

Luchó contra el agotamiento; aún movía los labios a pesar de que cada vez tardaba más en abrir los ojos en cada parpadeo. Cabeceó y se despertó de golpe. Había intentado no apoyarse en el tronco, pero finalmente cedió. Los ojos se le cerraron con la frente apoyada contra el árbol y el sueño la invadió como un bálsamo. Si no sintiera tanto dolor, habría sido maravilloso.

Continuó contando, aunque ya no se trataba de números. En lugar de éstos eran golpes, constantes y firmes, como el martillo de un herrero. Los golpes la fueron obligando a traspasar capas de sueño, capas de tristeza, miedo y hambre, y entonces volvió a sentir la corteza del árbol en la mejilla.

Abrió los ojos.

Los golpes continuaban, continuaban, abajo.

Cameron miró hacia abajo y vio a la mantis a medio camino del tronco, clavando los ganchos en la corteza e impulsándose hacia arriba. Cameron abrió la boca para gritar, pero tenía las cuerdas vocales en carne viva, y el grito sólo fue una exhalación.

Se puso de cuclillas encima de la rama y miró alrededor. Los árboles próximos eran mucho más bajos y las ramas más cercanas se encontraban por lo menos a seis metros de distancia y más abajo. La parte de la rama que podía soportar su peso sólo daba para unos cuantos pasos. A pesar de su fuerza, nunca podría dar un salto así.

La mantis se impulsaba hacia arriba, en dirección a Cameron. Cada golpe de un gancho contra la corteza era seguido por la fricción del cuerpo contra la corteza. Cameron oía su respiración, el aire que salía por los espiráculos. De la cutícula de la mantis sobresalían unos veinticinco centímetros del arpón, justo encima del ojo herido. Justin había fallado el tiro. El ojo estaba hundido, roto en el medio, y rezumaba. Cameron buscó frenéticamente algo con que hundirle el otro. Pero todas las ramas eran demasiado pequeñas.

En el suelo no había arbustos que pudieran amortiguarle el golpe de la caída, y el salto de nueve metros seguro que la dejaría maltrecha. A unos cuatro metros y medio a su derecha había otro quino con un tronco largo y fino. Se había partido durante un terremoto y no tenía la llamativa copa. Sólo podría hacerlo en un salto de vuelo, pero si se equivocaba, podía empalarse contra el tronco afilado y roto. Miró los demás árboles, pero parecían estar mucho más lejos.

Se alejó un poco del tronco y la rama se dobló bajó su peso, así que volvió atrás. El corazón pareció subirle hasta la garganta cuando vio que la cabeza de la mantis aparecía a la vista. Con una larga pata, la mantis se colgó de la rama.

Con un grito, Cameron golpeó la pata de la mantis con el talón de la bota y la desenganchó, pero tuvo que hacer equilibrios como un equilibrista sobre la cuerda floja para no caerse. La mantis retrocedió un poco, pero volvió rápidamente a su anterior posición. Cameron sabía que subiría a la rama en cuestión de segundos.

Tenía que moverse o perdería el equilibrio, y no podía acercarse al tronco para sujetarse porque se pondría al alcance de la criatura. La mantis pasó una pata por encima de la rama y otra alrededor del tronco y empezó a subir. Las patas traseras se apoyaron en el tronco.

Cameron se alejó unos centímetros más y con las botas desprendió parte de la corteza de la rama que cayó haciendo remolinos hasta el suelo. Miró la rama de Scalesia más próxima. Por lo menos a seis metros. No tenía opción.

Detrás, oyó que la mantis subía a la rama, a muy poca distancia de ella. La rama descendió más bajo su peso. Cameron estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio doblando el cuerpo hacia delante con los brazos abiertos.

Una de las patas de presa se cerró a un centímetro de su cabeza cuando se levantó. Las púas de las patas habían sido limpiadas con meticulosidad y ya no había restos de carne. Cameron vio un mechón de su pelo rubio que colgaba entre dos de las púas.

Miró el extremo de la rama, el paso y medio que todavía podía dar, y miró abajo. El quino roto era la única opción realista. Tenía que saltar lo suficiente para llegar hasta él y rogar que pudiera agarrarse más abajo de la parte rota. Cómo conseguiría sujetarse a él era otra cuestión que no tenía tiempo de considerar.

La mantis estaba abrazada al tronco y a la rama como una extravagante protuberancia. Ya había equilibrado el cuerpo y preparaba las patas de presa para atacar. Las acababa de replegar en el pecho.

El enorme ojo miró a Cameron. Las antenas parecían interminables. La boca de la criatura era un agujero horripilante y las mandíbulas brillaban de jugos digestivos. El labro parecía suave y esponjoso, pero Cameron sabía que no lo era.

La mantis ladeó un poco la cabeza hacia la derecha. Ya no había tiempo. Cameron dobló las piernas hasta que con el trasero tocó los talones y saltó como una flecha, en una zambullida horizontal. Aunque no pudo ver las garras cerrarse detrás de ella, las oyó.

Empezó a caer con los hombros por delante y sintió como si el estómago le bajara hasta los pies. El aire le silbó en los oídos y el suelo se volvió borroso. Los ojos se le llenaron de lágrimas. El tronco se aproximó.

Por un momento, creyó que el impulso no era suficiente, que caería antes de llegar y que acabaría en un montón de huesos y piernas rotas al pie del árbol, pero se fue acercando al tronco mientras caía.

Se dio un fuerte golpe en el hombro y se abrazó con todas sus fuerzas en el árbol. Notó que el transmisor se rompía debajo de la piel. La corteza le arañó las mejillas hasta hacerle salir sangre. Con el torso y las piernas colgando, se había golpeado fuertemente la zona del pecho y de la pelvis. El dolor que sintió hizo que contrajera todos los músculos del cuerpo.

El abrazo le falló y empezó a deslizarse por el tronco mientras intentaba sujetarse con los muslos y los brazos. Las ramitas se iban rompiendo a medida que bajaba. Se abrazó con toda su fuerza, pegando el pecho contra el tronco aunque la fricción contra él era como una lijadora.

Milagrosamente, un nudo que sobresalía de la corteza le pasó entre las piernas, pero le hizo un corte en el mentón y de repente, el torso se le fue hacia atrás. Las brillantes y verdes copas de los árboles le pasaron como un rayo por delante de los ojos. Cameron abrazó el tronco con las piernas con tanta fuerza que creyó que los músculos se le rompían. Los talones de las botas se clavaron como cuchillos en el árbol, arrancando grandes trozos de corteza.

Los brazos le colgaban por debajo de la cabeza, pero consiguió detener la caída y quedó allí colgando. Aunque los pantalones de camuflaje le protegían las piernas, la quemazón en la parte interior de los muslos era insoportable. Parpadeó con fuerza e incorporó el torso con los abdominales.

Se encontraba a unos cuatro metros y medio del suelo.

Inmediatamente intentó localizar a la criatura encima de la rama, pero no la vio. Entonces distinguió el bulto del abdomen detrás del tronco, las patas alrededor de él. La mantis descendía hacia el suelo.

Cameron se dejó deslizar hacia abajo los cuatro metros y medio hasta el suelo, aumentando la presión de brazos y piernas unas cuantas veces para reducir la velocidad. Intentó hacer caso omiso del dolor. La mandíbula se le cerró con fuerza al caer al suelo y se quedó tumbada de espaldas un instante antes de ponerse a cuatro patas.

La mantis saltó del otro árbol y cayó al suelo. Las alas vibraron un momento, pero no las abrió.

Cameron se puso de pie antes de que la mantis se incorporara, se dio la vuelta y corrió a internarse en el follaje rezando para recordar la dirección correcta. Con los brazos apartaba desesperadamente enredaderas y ramas. Pasó entre arbustos y saltó por encima de árboles caídos y rocas con más rapidez que nunca en su vida. No sabía cómo podía correr tan deprisa, especialmente después del descenso del árbol, pero tenía el cuerpo inundado de adrenalina que la impulsaba a través del bosque como un piloto automático. Debería haberse sentido débil y cansada, ni siquiera recordaba cuándo había comido por última vez, pero sentía una segunda energía que le llenaba el cuerpo.

Detrás, a poca distancia, la mantis avanzaba en el sotobosque. Cameron pasó por debajo de un árbol caído cuyo extremo se encontraba encima de una roca y contó los segundos que tardó en oír el golpe de la mantis contra él. Seis. Había seis segundos entre ella y las fauces de la criatura.

Pero el ruido de la mantis corriendo se acercaba, como un tráiler pisándole los talones. Cameron rezaba para encontrar la hierba de los campos y dejaba atrás arbusto tras arbusto, esquivaba árboles, saltaba arroyos, pero sólo encontraba bosque y más bosque.

Justo cuando se convenció de que había ido por el camino equivocado, el suelo bajo sus pies se hundió y se encontró sumida en la oscuridad. Resbaló por una pendiente y se encontró tendida de espaldas a unos tres metros por debajo del suelo y el agujero del cielo encima de ella.

Giró la cabeza y sintió una punzada de dolor que le bajaba desde el cuello. Lentamente se fue dando cuenta de dónde estaba: había caído en el túnel de lava. Miró hacia arriba buscando los restos de la ooteca que habían encontrado, pero no se veía por ninguna parte. Unas cuantas raíces se habían abierto paso por la entrada y por el techo y se retorcían contra la roca como gusanos enormes: unas cosas llenas de vida.

El túnel de lava era más pequeño de lo que recordaba; sólo tenía unos dos metros y medio de alto y dos de ancho. Se dio cuenta de que debía de encontrarse en el otro extremo: el extremo norte y más cercano al corazón del bosque.

El túnel formaba un recodo y se perdía de vista, horizontalmente bajo el suelo. El techo se encontraba a pocos centímetros del suelo del bosque. Las paredes estaban impregnadas de carbonato de calcio, como coral, y las estalactitas colgaban del techo como colmillos solitarios. El hierro se había oxidado encima de la lava y formaba manchas de un color amarillo rojizo. Largo y esbelto, el túnel parecía un túnel de metro, o los intestinos de alguna bestia.

A Cameron se le ensombreció el rostro cuando vio que la silueta de la cabeza de la mantis aparecía por el agujero de la entrada. Se puso de cuatro patas con todo el cuerpo dolorido y huyó unos cuantos pasos corredor abajo. La mantis intentó penetrar por la estrecha abertura, pero no pudo. Retrocedió, aparentemente frustrada.

Simplemente tenía que esperar.

La rotura en los pantalones de Cameron mostraba una rodilla sangrante. Sollozó con fuerza al darse cuenta de que el virus, si todavía estaba vivo en sus ropas, podía penetrar por la herida ensangrentada. Con la cara desencajada miró la cabeza de la mantis, que la esperaba enmarcada en el pequeño agujero de luz.

Recordó que Diego había dicho que el túnel de lava tenía unos trescientos cincuenta metros; sólo tenía que recorrer esa distancia y saldría por la entrada sur, más cercana al campamento base.

Tenía el hombro del transmisor herido y el músculo se le levantaba sobre los trozos de metal rotos. Murmuró una orden, pero supo que no funcionaba antes incluso de recibir el silencio como respuesta. No podía quedarse ahí escondida en el túnel de lava: no tendría forma de ponerse en contacto con el helicóptero cuando llegara. Tenía que volver al campamento base y al sucio camino para colocar la luz de infrarrojos para guiar al helicóptero.

Se volvió y dio unos cuantos pasos por el túnel; miró hacia atrás y la criatura había desaparecido. El suelo estaba lleno de agujeros que parecían madrigueras, formados por el incesante goteo del agua desde el techo. Rozó con el hombro una frágil estalactita, que cayó al suelo y se rompió.

Caminó unos cuantos pasos más, rodeada por el eco de su propia respiración y el goteo del agua. Un poco de tierra le cayó encima del hombro. Al principio creyó que se avecinaba un terremoto, y estuvo segura de que se quedaría ahí dentro, enterrada, pero la tierra dejó de moverse. Cameron dio otro paso y notó una ligera vibración y otro montoncito de tierra cayó del techo sobre su cabeza.

La mantis la seguía sobre la superficie, percibía los movimientos de Cameron con sus sensibles antenas incluso debajo del suelo.

Cameron dio un paso y se detuvo y, al cabo de un momento, otro montoncito de tierra cayó del techo. Cameron se apoyó contra la pared, con la espalda contra la lava húmeda, como yeso. Sintió que unos sollozos le subían por el pecho, pero se los tragó. Se dejó caer de cuatro patas e hizo una mueca de dolor cuando la rodilla entró en contacto con el suelo, pero avanzó a cuatro patas tan silenciosamente como pudo. Se quedó quieta, esperando notar la pequeña vibración sobre su cabeza.

No hubo ninguna.

Continuó avanzando a ese tedioso ritmo, a cuatro patas y con infinitas pausas escuchando por si oía las vibraciones de las pisadas arriba, durante un tiempo que le pareció eterno.

A buena distancia de la entrada norte, todo era muy oscuro; por lo que sabía, el túnel de lava se abría en algún lugar hacia una caverna sin fondo. La humedad le hacía difícil respirar, pero luchó por controlarse y seguir avanzando mientras regulaba las inspiraciones y las expiraciones.

Finalmente, dobló una esquina y vio un punto de luz al fondo. Pasó otro dilatado lapso de tiempo durante el cual Cameron se arrastró lentamente hacia la abertura del norte. Vio la ooteca encima de su cabeza, con las marchitas cuerdas que todavía colgaban de ella como virutas de madera. Al ponerse de pie sufrió un calambre en las piernas y tuvo que esperar unos momentos para que la sangre volviera a circularle por ellas.

Con cautela, Cameron sacó la cabeza por la entrada del túnel de lava, pero no había ninguna señal de peligro, y dio unos cuantos pasos por entre la cortina de helechos hacia el bosque. No había nada que la estuviera esperando.

Justo cuando echó un vistazo hacia atrás vio la cabeza de la mantis que, desde la parte superior de la entrada del túnel, giraba sobre su cuello y la miraba como con sorpresa de que Cameron hubiera salido por detrás de ella. La mantis se precipitó hacia abajo por la pequeña pendiente y Cameron sintió en el rostro el aire que la mantis agitó con el furioso movimiento de patas. Los movimientos del animal eran muy poco precisos a causa del ojo dañado.

Cameron chilló y sintió que la adrenalina le recorría por todo el cuerpo. Echó a correr a toda velocidad en dirección al campo. La mantis la siguió, rascando la cutícula contra las ramas y hojas que encontraba a su paso. El ojo sano todavía era muy sensitivo y no tardaría mucho en coordinar bien los movimientos.

La tensión de las piernas se intensificó y, justo cuando creía que ya no podía correr más, atravesó una línea de árboles y se encontró en un campo de unos cuarenta y cinco metros al oeste del camino con los pies patinándole sobre las piedras. En él todavía había unas cuantas Scalesias y balsas que daban un poco de sombra.

Casi no había tenido tiempo de mirar hacia atrás, hacia el límite del bosque, cuando la mantis apareció a la vista, un remolino de patas, púas y partes bucales que se precipitaban hacia ella. Cameron se puso de pie y corrió dos pasos en el momento en que la mantis resbaló sobre las rocas y perdió pie, chillando y agitándose.

Cuando Cameron vio a su marido que avanzaba tropezando por la carretera hacia ella, descamisado, débil y sangrante, creyó que era víctima de una alucinación. El pecho le dolió como si el corazón le hubiera dado un vuelco y corrió hacia él con ganas de lanzarse en sus brazos. Pero no había tiempo, no había tiempo para sentir ni alivio, ni alegría, ni afecto.

Justin se apoyó pesadamente en un tronco de balsa del límite del camino y estuvo a punto de caer. Un gran reguero de sangre le caía desde el hombro, por el pecho y el abdomen. Cameron vio que movía los labios débilmente y, de alguna forma, supo que estaba intentando pronunciar su nombre. Todavía se encontraba a unos veinticinco metros y Cameron corrió tan deprisa como pudo.

Detrás de ella, la mantis se puso de pie con la cabeza oscilando sobre el largo cuello. Reinició la persecución. Con la cabeza gacha y levantando la tierra bajo las patas, reducía la distancia con rapidez.

No había llegado a donde estaba su marido cuando se dio cuenta de que no había forma, con ese estado de debilidad, de que él pudiera escapar. Quizás ella pudiera esquivar a la criatura si sólo tuviera que preocuparse de sí misma, pero ya desde esa distancia se daba cuenta de que Justin casi no se sostenía en pie. El no tenía ninguna posibilidad.

Detrás, la mantis ganaba velocidad. Cameron se llevó la mano hacia atrás y agarró el cuchillo de Savage. Le dio la vuelta para agarrarlo con el mango hacia delante. Cuando llegó hasta Justin, éste alargó un brazo hacia ella con la mirada perdida. Sólo tuvo tiempo de pronunciar su nombre antes de recibir un empujón que lo colocó de cara contra el tronco del árbol. Cameron le golpeó en la base del cráneo con el mango del cuchillo y Justin se derrumbó al suelo. La mantis ya se encontraba a nueve metros de ellos y se movía con rapidez.

Cameron abandonó a Justin y corrió carretera arriba. Notó que la criatura se esforzaba, sintió las púas a pocos centímetros de la espalda y, moviendo todo lo deprisa que pudo brazos y piernas, corrió hacia la torre de vigilancia con la respiración tan agitada que casi se ahogó. Cuando salió de la sombra de los árboles, la mantis emitió un chirrido y Cameron siguió corriendo y chillando con la certeza de que la criatura estaba ya encima de ella.

Pero no lo estaba.

Cameron se dio la vuelta y vio que la mantis la miraba desde el límite de la sombra con un reflexivo movimiento de las patas. Cameron sentía la tierra caliente incluso a través de las botas.

Cameron se dejó caer al suelo de rodillas, abrió los brazos y miró hacia el sol. Tal y como Rex había dicho, la mantis no se exponía directamente a la ardiente luz del sol durante el día porque eso le resecaría la cutícula. Aunque era la dueña de toda la isla durante la noche, se encontraba limitada a permanecer a cubierto, en el bosque, durante las horas del día de más luz.

El cuerpo de Justin se encontraba en el camino, justo detrás de la criatura. Cameron le había golpeado con el mango del cuchillo entre la oreja y la parte posterior de la cabeza, una zona del cráneo sólida, donde se podía golpear con fuerza suficiente para dejarle inconsciente sin peligro de romperle el hueso. La mantis solamente atacaba a presas convida: había hecho caso omiso de Savage en el agujero cuando éste se hallaba inconsciente.

La mantis se volvió y examinó el cuerpo de Justin, que yacía a la sombra de las balsas del lado este del camino.

– No le toques -gritó Cameron-. ¡Ni se te ocurra tocarlo!

La mantis se inclinó encima de Justin y examinó su cuerpo con la enorme cabeza, de donde todavía sobresalía el arpón como una pluma negra. Se detuvo encima del rostro, con la boca a centímetros de la mejilla de él. Justin permanecía con los ojos cerrados, pero Cameron vio que movía uno de los dedos de la mano. La mantis abrió y cerró las patas, como decidiendo si agarrarle para echarle un vistazo más de cerca.

– Oh, Jesús -murmuró Cameron-. No te despiertes. Oh, cariño, por favor, no te despiertes. -Lo dijo mientras meneaba la cabeza y movía los labios rápidamente, como si rezara.

Justin levantó un poco la mano del suelo y la dejó caer. La mantis estaba demasiado concentrada en el rostro y no se dio cuenta.

Cameron se puso de pie y movió los brazos para llamar la atención de la criatura. La mantis levantó la cabeza y la miró justo cuando Justin se movió un poco, debajo de ella.

– ¡Justin! -chilló Cameron-. Quédate inmóvil. Hazte el muerto y te dejará.

Le pareció que vio los ojos abiertos de Justin y que estaba agitado, luchando contra el pánico. El cuerpo le temblaba y movió la cabeza de un lado a otro.

– ¡No te muevas! -chilló Cameron.

La mantis bajó la cabeza con rapidez, pero Justin estaba inmóvil. Cameron sintió que el terror la inmovilizaba y se cayó al suelo. Nunca se había sentido tan impotente.

– ¡Estate quieto, cariño! Joder, por favor, estate quieto.

Justin no se movía. O bien estaba inmóvil a causa del miedo o bien había comprendido lo que Cameron le gritaba. La herida que tenía en el hombro brillaba.

Cameron se sentó en la carretera, con las piernas cruzadas. El sol caía con fuerza y Cameron observó a la mantis, que se encontraba en el límite de la sombra de los árboles. La mantis le devolvió la mirada. A medida que el sol se levantaba, las sombras de las balsas se hacían más cortas y forzaban a la mantis a retirarse del cuerpo de Justin. Cameron empezó a sollozar de alivio y continuó hablando a su marido, confortándole y diciéndole que no se moviera.

Cada pocos minutos la mantis tenía que retroceder y permanecer en la sombra. Las patas delanteras se encontraban en todo momento en el límite de la sombra y la criatura retrocedía solamente cuando el sol la obligaba sin apartar nunca el ojo sano de Cameron.

Finalmente, cuando el calor se hizo demasiado intenso, la criatura se dio la vuelta y se introdujo en el bosque.

Cameron corrió hasta su marido. Justin se removió al sentir su contacto.

– El arpón -dijo Justin-, He perdido el arpón. -Estaba temblando y sudando. La herida en el hombro era profunda y sangraba profusamente.

– No pasa nada -dijo Cameron-. Puso su mejilla contra la de él y le ayudó a sentarse.

Cuando la mantis vio que Justin se movía, dio un paso hacia delante bajo la luz del sol, expeliendo el aire por los espiráculos, pero enseguida volvió a ponerse a cubierto del sol.

Cameron se colocó el brazo sano de Justin por encima de los hombros y lo medio arrastró por el campo hasta el campamento base. Al norte, la criatura era como su sombra: los seguía por entre los árboles del linde del bosque.

Justin deliraba y murmuraba para sí mismo:

– Tengo que ir al bosque -murmuró-. Tengo que encontrar a mi mujer.

– No pasa nada, cariño. Estoy aquí. Estoy aquí mismo.

Cuando se acercaron a las tiendas, a Cameron le fallaron las piernas. Justin gruño de dolor al caer al suelo y perdió el conocimiento.

La mantis los miraba desde los árboles mecidos por el viento. De repente, se dio la vuelta y desapareció de la vista. Cameron cayó encima de Justin.

Habían sobrevivido a la noche.

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