Cameron tuvo una decepción al no encontrar a su esposo en la habitación. Justin y ella habían conseguido mantener una distancia profesional, pero era más difícil de lo que había pensado. Hasta aquel momento nunca se había dado cuenta de lo acostumbrada que estaba a los pequeños y afectuosos intercambios; unos intercambios no muy emotivos pero serenos y atentos, como cuando él le bajaba la camiseta si ésta se le había salido de la cintura de los pantalones.
La habitación de Tucker y Savage estaba vacía, excepto por el amuleto de la suerte de Tucker y una granada incendiaria que había encima del pequeño minibar. Cameron abrió el bolsillo superior de sus pantalones de camuflaje y miró al reloj digital que estaba cosido en el interior: 21:00. Posiblemente habían salido a comer. Llamó a Szabla para averiguar la localización de cada uno y luego fue a la habitación de Tank y Rex.
Tank salió al pasillo. Miraba al suelo, tal como hacía otras veces cuando estaba con Cameron, como un escolar demasiado nervioso para mirarla a los ojos.
– Eh… Cam. -Se aclaró la garganta-. Acerca de aquello del perro… -Se rascó detrás de la oreja.
– Disculpas aceptadas -dijo ella.
Él asintió brevemente con la cabeza y levantó una mano hacia el rostro de ella, como si quisiera tocárselo. Apartó la mano y dijo:
– Tienes un… ejem… un pelo se te ha metido en la boca.
Ella se pasó la mano por la mejilla y se puso el mechón de pelo detrás de la oreja. Luego se dirigió a la habitación que compartía con Derek. Al principio pensó que se encontraba vacía y le molestó que las armas estuvieran sin vigilancia, pero entonces la puerta del balcón se abrió por el viento y, al atravesar la habitación, vio a Derek sentado fuera, solo. No se oía al niño de la puerta de al lado.
– Cam -dijo él sin darse la vuelta.
– ¿Sí?
Ella sacó la recámara de su Sig Sauer y la tiró dentro de la caja de viaje. Sin mirarla, Derek se quitó el llavero que llevaba en el cuello y se lo dio. Ella abrió los dos candados de la caja de las armas y colocó su pistola al lado de la de Tank, encima de la espuma protectora.
– Necesito estar solo esta noche -le dijo Derek cuando ella le devolvió las llaves-. ¿Te importaría dormir con Justin y Szabla? Pensé que no te importaría compartir la cama, ya que es tu marido.
Cameron se apoyó en la puerta del balcón.
– Bueno, no… No sé qué es lo apropiado… ¿Por qué no…?
– Yo soy el oficial al mando -murmuró-. Yo decido qué es apropiado.
Cameron se dio unos momentos para digerir el desaire antes de hablar:
– He hablado con Szabla. Me ha dicho que están en un restaurante cerca del río. Savage se ha largado a alguna parte. -Hizo una pausa para decidir cómo pronunciar la siguiente frase-: Ya sé que todo el mundo está inquieto, pero tienes que dominarlos. No podemos estar desparramados por toda la ciudad así.
– Lo sé -dijo Derek.
– Quizá debería ir y reunirles.
Derek asintió lentamente con la cabeza pero no se volvió. Ella lo observó un momento y le puso la mano en el hombro. Él pareció no darse cuenta. Cameron apartó la mano, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.
Derek se quedó sentado como en trance, con la mirada perdida por los tejados mientras los minutos se alargaban uno tras otro. Las calles que tenía a la vista estaban vacías. Por la mañana, los equipos de construcción estarían de vuelta para colocar cada cosa en su sitio, calles, edificios, aceras, poniéndolas a punto para la próxima ola de destrucción. Le llegó el sonido de una guitarra mal tocada, así como unas voces agudas y risas. La noche nunca terminaba en aquellas ciudades de América de Sur; simplemente llegaba la luz del día.
Cerró los ojos un momento, sintió la humedad en las mejillas y el olor tropical a podredumbre que había en el aire. Cameron tenía razón; como teniente, debía esforzarse y tener las cosas bajo control. Tardaría un tiempo en sentir que sus pensamientos y sus emociones se colocaban en su sitio, en lugar de dar vueltas en su interior como fragmentos de un cristal roto. El bebé de al lado no era precisamente de ninguna ayuda. Aunque hacía un rato que no lloraba, aún se le oía lloriquear y balbucir.
Una pareja andaba calle arriba con las manos juntas. El hombre se detuvo para ayudar a la mujer a cruzar una ancha grieta de la acera. Una vivida imagen tomó desprevenido a Derek: Jacqueline en avanzado estado de gestación regando las rosas, su vientre hinchado como un globo debajo del vestido amarillo, su sonrisa amplia y constante que escondía pensamientos secretos.
Derek pasó los dedos por encima del transmisor. Desde que Jacqueline había sido internada, él se había despertado cada noche esperando oír su respiración entrecortada, o el llanto del niño por encima de los grillos, y el zumbido del reloj digital. Pero entonces recordaba que no se encontraban allí. Estaba solo; él solo con los grillos.
Se había detenido para despedirse de Jacqueline antes de partir a cumplir aquella misión.
Le habían vuelto a aumentar la dosis de Haldol, el medicamento antipsicótico que hacía que su rostro se contorsionara, que se mordiera a sí misma y se hinchara como la cara de un payaso de carnaval. Otra vez había dejado de lavarse; Derek notó que tenía una línea de suciedad debajo del pelo.
En cuanto Derek se puso a su lado, ella le metió un dedo en la oreja y hurgó con fuerza buscando micrófonos. Le clavó la uña con tanta fuerza que luego él tuvo que mirar si le había hecho salir sangre. Ella creía que ellos colocaban micrófonos a sus siervos: una convicción exacerbada, o causada por el pequeño transistor que sobresalía de la curva de su deltoides anterior. Ella pensaba que le habían colocado un micrófono bajo la piel.
Derek se había quedado de pie en la esterilizada habitación del hospital, observando a la mujer que era su esposa, con trágica incredulidad. En el aparcamiento del hospital se sentó en el viejo Subaru de su mujer y apretó la frente contra el volante con una sensación de pérdida que era como un afilado cuchillo que se movía en su interior. No se había sentado en el coche de su mujer desde antes de aquello; sólo lo había conducido aquel día porque había estrellado el camión contra aquel árbol la noche anterior, cuando volvía de un bar. El coche resonaba con los recuerdos de quejidos ininteligibles, sonidos que no acababan de transformarse en palabras ni en risas. Antes de arrancar, destrozó el vivido asiento rosa y blanco y lo tiró con fuerza.
Había sido un largo trayecto desde la boda, hacía cinco años. Jacqueline tenía diecinueve años, era una niña, con aquel abundante pelo castaño recogido en una trenza. Llevaba unas gafas redondas que le daban aspecto de bibliotecaria. Malos genes, se burlaban sus compañeros de equipo en referencia a la mala vista, pero no se hubieran burlado si hubieran sabido cuánta razón tenían.
Su padre se suicidó con el monóxido de carbono de su Dodge Ram del 77 en el garaje, dos días después de que ella cumpliera once años. Después la educó su madre, la cual ya había empezado a tener alucinaciones cuando Jacqueline empezó la universidad. Cuando estaba en segundo año, su madre empezó a oír las voces de los tres monos sabios. Fue internada en la Institución Psiquiátrica Whitehill. Entonces una tía solterona y severa se ocupó de Jacqueline.
Había sido difícil para Derek admitir que su esposa tenía que ser internada. Había luchado contra esa realidad durante meses y le había costado todo. Nunca olvidaría la mañana en que la condujo a través de la verja de hierro del hospital y la dejó allí, con tres vestidos y el impermeable que utilizó para ir al instituto en la gastada maleta marrón. En aquel momento, a casi 6.400 km de distancia, esas imágenes lo seguían oprimiendo. Su vida le parecía estéril, y no parecía que fuera a cambiar.
El temblor del edificio, que hizo que la silla resbalara a un lado lo arrancó de esos pensamientos. Se agarró a la baranda del balcón pero ésta se desprendió y cayó a la calle. Se tambaleó hacia el interior de la habitación, donde cayó y se dio un golpe en la cabeza contra la caja de viaje. La Sig Sauer se le cayó del cinturón. Una de las paredes se mecía con tanta fuerza que Derek creyó que se iba a doblar. Se esforzó por ponerse en píe y se limpió la sangre de la frente. Luchó para llegar a la caja de las armas mientras el suelo temblaba bajo sus pies. Comprobó los candados, se volvió y salió al pasillo a tiempo de ver a Tank tirando de Rex hacia las escaleras. La mujer de la habitación de enfrente bajó las escaleras corriendo con el niño agarrado al pecho.
Rex tenía una sonrisa de loco.
– ¿Notáis esas ondas de compresión? -gritó.
Derek hizo una seña a Tank indicando las escaleras y éste arrastró a Rex con él por ellas. Las escaleras parecían oscilar de un lado a otro. Los tres hombres cayeron al suelo al llegar al vestíbulo y consiguieron salir a la calle tambaleándose. Parecía que el terremoto reducía un poco su intensidad.
– Ahí -dijo Rex, empujándolos hacia el arco de una puerta, al otro lado de la calle.
La gente corría de aquí para allá. Por las aceras había muchos cristales rotos desparramados y el asfalto de la calle se había levantado un poco, pero no se había derrumbado ningún edificio. Los guardas del hotel se encontraban discutiendo con un trabajador de la construcción al otro extremo de la manzana.
Derek palpó su arma y se dio cuenta de que la había perdido.
– ¡Mierda! -exclamó.
Rex, con los ojos brillantes de excitación, pareció no oírle.
– Nos encontramos prácticamente en el epicentro -gritó, al tiempo que dejaba caer el puño sobre la palma de su otra mano-. Esas ondas eran una montaña rusa: eran las ondas. Normalmente son muy heterogéneas cuando llegan, pero esas jodidas eran evidentes como la luz del día. -Se inclinó hacia delante para mirar calle arriba, pero Derek le obligó a pegarse a la pared y le mantuvo quieto con el antebrazo apretado contra el pecho-. Debe de haber sido de un seis -exclamó Rex, exultante, intentando desasirse del brazo de Derek.
Se mantuvieron juntos y apretados hasta que la mayor conmoción se calmó. Pronto todo se tranquilizó y sólo se escuchaban los largos lamentos de una mujer desde uno de los apartamentos cercanos. Derek dio un paso fuera del portal con precaución. Observó el callejón que se encontraba al otro lado de la calle y se dio cuenta de que era el mismo al que daba su habitación de hotel. Localizo el balcón y vio que había un hombre mirando directamente hacia él. Era el hombre que había visto antes, el apuesto guayaquileño de camisa desabrochada y cadenas de oro. Se miraron un momento cuando, de repente, el hombre se apartó del balcón y Derek corrió hacia el hotel y entró en el vestíbulo.
Un empleado intentó detenerle en la puerta pero Derek le apartó de un empujón. Subió las escaleras de dos en dos y atravesó la puerta de la habitación que compartía con Cameron después de romper uno de los paneles de madera. La caja de viaje donde se encontraban las dos cajas de municiones y las recámaras estaba vacía, y Derek no localizó su pistola en el suelo. La caja de las armas y las otras cajas de viaje habían sido golpeadas y alguna vuelta del revés, pero parecían intactas.
Maldiciendo, salió al pasillo de un salto y miró a ambos lados. Al final de él vio una ventana grande que había sido rota hacía poco y que daba a la calle Pedro Carbo. Derek corrió hacia ella y sacó la cabeza fuera, cortándose las manos con el cristal roto en el alféizar. Vio al hombre de las cadenas de oro que corría con una caja de municiones en una mano hacia un camión que le esperaba. Llevaba la espalda cubierta, pero Derek pudo entrever la otra caja de municiones y una bolsa donde, posiblemente, se encontraban las recámaras y la Sig Sauer. El hombre se volvió, riendo, con los brazos abiertos. Mandó un beso a Derek, subió al asiento del acompañante y el camión arrancó.
Derek se quedó unos momentos mirando en la dirección en que el camión había partido, observando el humo del tubo de escape que se desvanecía en el aire. Detrás de él, una bombilla colgada del techo oscilaba, desnuda, pues la pantalla había caído al suelo. La luz que desprendía bailaba por todo el pasillo después de la réplica. Derek se incorporó y se dio cuenta de que tenía cristales clavados en las palmas de las manos y levantó las manos del alféizar de la ventana. Se dio la vuelta y se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Se llevó las manos a la cara y apretó las palmas contra las mejillas con fuerza.
Oyó pisadas que subían las escaleras y Tank apareció corriendo por el pasillo, con Rex detrás, hasta que llegaron hasta él. Tank se detuvo con la respiración agitada.
– ¿Qué? -preguntó.
Derek bajó las manos. Tenía sangre en las mejillas, dos marcas rojas como pintura de guerra.
– La munición -dijo-. Tienen la munición.
La escuadra se reunió en el hotel inmediatamente después del terremoto, después de que Cameron consiguiera juntarlos a todos. Derek estaba sentado en la silla de madera y los soldados le rodeaban en silencio. Los cortes de las manos de Derek eran superficiales; Justin le había quitado los cristales sin ninguna dificultad y le había puesto crema desinfectante. Todos tenían la mirada fija en las cajas, que Rex ya había abierto y había hecho inventario.
– Al menos no se han llevado el equipo geodésico -dijo Rex.
Szabla le miró con una mueca de suspicacia.
– Habría arrasado el mercado negro.
– He contactado con Mako, quien me ha puesto en contacto con el coronel de Naciones Unidas que dirige esta área de operaciones -dijo Derek, en voz baja aunque en tono contrariado-. Como podéis imaginar, el coronel no ha prestado ninguna ayuda a mi propuesta de reposición de armamento, a pesar de que esto ocurrió en su jodido patio trasero. No parece que seamos alta prioridad para Naciones Unidas, lo cual, conociendo la escasez de munición aquí, nos coloca en una posición menos que afortunada. Lo que sí han prometido es un transporte armado hasta el aeropuerto mañana.
– ¡Yupi! -exclamó Szabla.
Tank empezó a comprobar las armas para confirmar que nadie se hubiera dejado una recámara cargada en ellas por accidente.
– ¿No queda nada? -preguntó Tucker.
Tank negó con la cabeza.
– La munición y las recámaras. Lo tienen todo. Estamos sin armas -dijo Derek.
Savage apoyó el pie en el borde de la silla de Derek. Se levantó la pernera de los pantalones y sacó el cuchillo de la funda atada en la pierna.
– No del todo -dijo.
– Sí -dijo Justin-. Estoy seguro de que podemos derrotar un ejército con este chico.
Derek apartó el pie de Savage de un golpe.
– Ésas son las buenas noticias -dijo Derek-. No tenemos que derrotar a ningún ejército. Despegamos mañana por la mañana, y las islas son un entorno tranquilo.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Rex.
– Guayaquil es, básicamente, un entorno tranquilo -dijo Szabla.
– Vaya, chicos, parece que sacáis buena nota en esta parte de la misión, ¿eh?
Szabla se puso tensa:
– Mira, jodido…
– Me han asegurado que las islas no son peligrosas -dijo Derek-, dejando de lado las complicaciones sísmicas obvias, contra las cuales las armas difícilmente son de alguna utilidad. Nuestra misión consiste en distribuir el equipo de GPS, y podemos llevarla a cabo sin las armas.
– Me inquietan las bandas de ladrones, o el azar… -Rex se calló y miró alrededor-. Bueno, es una preocupación. La situación en las Galápagos se ha vuelto cada vez más desesperada.
– Creo que te darás cuenta de que nosotros siete somos los guardaespaldas adecuados -dijo Derek.
Szabla levantó una mano con los dedos extendidos.
– Uno de nosotros ya sería el guardaespaldas adecuado. -Se levantó de la cama y continuó-: Pero ¿recuerdas que solicitaste esa mala y masiva distribución de recursos? Mira, para impresionarte a ti y a todos los contactos a quienes apelaste…
– ¡Szabla! -dijo Derek, en tono de advertencia.
– … Tuvimos que malgastar una semana y exhibir esas armas por todas partes para que te sintieras bien protegido en una ciudad menos peligrosa que Nueva York en un sábado por la noche cualquiera.
– ¡Szabla! -gritó Derek.
Ella bajó la vista, furiosa.
Rex aplaudió su alegato:
– Me encanta el drama -dijo-. Y tienes razón, Guayaquil es mucho más seguro que Nueva York, siempre y cuando pases por alto los pequeños detalles de la vida aquí, digamos, por ejemplo, esos cuatro periodistas que se encontraron hace dos semanas con las pollas cortadas y metidas en sus gargantas. Eh, y Guayaquil tiene incluso más ventajas que la Gran Manzana. La mayor parte de los taxistas habla inglés… no hay ningún Andrew Lloyd Webber…
Szabla se abalanzó sobre Rex, pero Cameron se interpuso. Szabla se detuvo antes de caer encima de Cameron y la miró, pero Cameron no le devolvió la mirada.
– ¿Y si nos tomamos un descanso? -propuso Cameron con suavidad con la vista baja. Al cabo de un momento, Szabla dio un paso atrás. Cameron continuó-: Ya no tenemos armas, pero como dijo Derek, no son esenciales para nuestra misión a partir de este punto. Tendremos una escolta armada hasta el aeropuerto mañana y, a partir de ahí, podemos escoltar a Rex y a Juan con facilidad durante la colocación del equipo y luego, volvemos a casa.
– Así que todo el mundo se calme y duerma un poco -añadió Derek.
Todos recogieron sus bolsas y se dirigieron hacia la puerta.
– Feliz Navidad de mierda -dijo Justin.