12

Al salir del hotel con Rex y Tank, Cameron vio al hombre de las cadenas de oro que se había metido con Szabla antes. Tenía un teléfono pegado a la oreja, pareció reconocerla a pesar de las ropas de civil y le mandó un beso justo antes de que se metieran por un callejón.

Rex los condujo hacia el norte durante unas cuantas manzanas por la calle Chile. Durante el trayecto, los limpiabotas los llamaban desde las aceras con sonrisas de dientes torcidos y señalando las botas militares. Un hombre salió de una de las tiendas y, con un cubo lleno de agua y una botella de detergente, empezó a echar agua a la calle. El polvo de la acera se mezcló con el agua y fue arrastrado hacia la calzada.

– ¿Es impresionante, no? -dijo Rex-. La capacidad de adaptación de esta gente. Se han acostumbrado a no controlar nada.

Rex fue a sentarse en el banco de un viejo limpiabotas que no tenía dientes delanteros, pero Cameron le agarró de la manga y le obligó a continuar.

– La misión de hoy no consiste en hacerse limpiar los zapatos -dijo Cameron.

Un chico los siguió con una caja de limpiabotas en la mano, platicando constantemente, tirando del pantalón de Tank y señalándole las botas. Cameron tenía dificultades con el español, era más rústico que el que había estudiado, y las consonantes no se distinguían unas de otras.

– Si no querías que te limpiaran los zapatos, deberías haberte puesto calzado deportivo -dijo Rex.

En una esquina, unos indios otavalos se estaban preparando para el día. Amontonaban camisetas encima de unos estantes metálicos clavados en la pared y esparcían objetos tallados en semillas de tagua sobre unas sábanas extendidas en el suelo. Cameron encontró una placa en la pared de un edificio esquinero: «Avenida 9 de Octubre.» Varios puestos de comida rápida norteamericana se amontonaban en esa manzana. Uno de los edificios que albergaban una franquicia se había derrumbado y los cascotes habían sido apartados a un lado para permitir el paso del tráfico. Encima del montón de cascotes había unos fragmentos del panel rojo y blanco. Al coronel Sanders de KFC le faltaba un ojo.

Esperaron a que hubiera una pausa en el tráfico y cruzaron la calle corriendo. Los destartalados coches que pasaban y los coches averiados a los lados de la calle estaban construidos con piezas procedentes de otros coches y algunos de ellos ostentaban emblemas familiares y volantes dorados. Un autobús tembló al detenerse delante de ellos y un conductor escuálido saltó a la calle, se quitó la camiseta y se metió debajo de él gateando con una llave inglesa en la mano. Cruzaron una calle y continuaron hacia el oeste. Rex saludó a un grupo de chicas en uniforme escolar quitándose el sombrero y ellas le devolvieron el saludo con risitas y palabras en un mal inglés.

Tank tenía una amplia mancha de sudor en la parte superior de la camiseta. Se detuvo en una esquina, sacó el bote de protección solar del bolsillo trasero y se extendió la crema por todo el pecho, que ya empezaba a enrojecer. Cameron notaba que los pantalones se le pegaban a las piernas. Un panel electrónico con caracteres de color naranja anunciaba: MINUTOS PARA QUEMARSE: 3’ 40”. Cameron también utilizó la crema.

Llegaron a un cordón de Naciones Unidas y Cameron mostró el documento de identidad. A partir de ahí se adentraron en un barrio triste: la calle estaba desierta y llena de grietas, flanqueada por almacenes vacíos por ambos lados. Los edificios derrumbados se dejaban tal cual y no se veía ningún equipo de reconstrucción por los alrededores. Un hombre estaba orinando contra una de las paredes sin que eso atrajera la atención de una mujer que pasaba por su lado con un niño: Ambos saltaron por encima del reguero de orines que corría por la acera. Cameron tomó la delantera.

Unas cuantas manzanas más adelante, Rex se detuvo frente a un edificio marrón de dos pisos con ventanas agrisadas y rotas. Delante de él, el asfalto tenía una larga grieta alrededor de la cual se había levantado unos sesenta centímetros. El edificio se asentaba en desequilibrio sobre ella. Rex llamó al timbre que había debajo de una placa que rezaba: Doctor Juan Ramírez.

Por encima de sus cabezas una cámara de seguridad rotó para enfocarlos. Entonces la puerta se abrió y descubrió a un hombre que llevaba un aro en la nariz, como un toro. Desde uno de los bíceps, una criatura que se suponía que era un dragón pero que más bien parecía un grueso lagarto los observaba. El hombre miró a Tank con suspicacia y luego, con un acento rústico, les preguntó:

– ¿Qué quieren?

– ¿El doctor Ramírez? -preguntó Cameron.

– No es él -dijo Rex.

– No, no soy el doctor. Sólo he venido a cortar la electricidad. Él ha salido a pasear. -Con un ademán, el hombre indicó el vecindario de los alrededores.

– Bueno, es extremadamente importante que le encontremos ho… -La puerta se cerró de un portazo en la cara de Rex, que se volvió hacia Cameron y añadió-: Vale. ¿Y ahora qué?

– ¿Qué posibilidades tenemos? Le buscaremos. Sabes qué aspecto tiene, ¿verdad?

– Sí -dijo Rex, paseando la vista por el sombrío vecindario circundante.

– Vamos a barrer la zona manzana por manzana, comprobando bares y parques.

Fastidiados, buscaron por los alrededores, pegados los unos a los otros, subiendo y bajando calles destartaladas y mirando disimuladamente los rostros de los hombres que pasaban a su lado. Cameron llamó a Derek por el transmisor para ponerle al corriente de la situación y para obtener permiso para volver tarde.

Pasaron al lado de un montón de escombros y de un coche incendiado. Más adelante, tres hombres con el torso desnudo y la piel tostada, sentados encima de una bañera vuelta del revés, lanzaban botellas de cerveza contra un perro callejero que se encontraba herido. El perro estaba tumbado en medio de la calle y sangraba por una herida en el cuello. Cameron vio que tenía la pata trasera rota, doblada en un ángulo de noventa grados a la altura del fémur. Tuvo que luchar contra la rabia.

– Ahora es cuando ustedes se ganan el sustento -les dijo Rex, situándose entre Cameron y Tank mientras se aproximaban hacia los hombres. Estos, ocupados en atormentar al perro, no les prestaron atención.

– ¡Oye, perro callejero! -gritó uno de ellos al lanzar un ladrillo contra el animal. El ladrillo se estrelló en el suelo cerca de la cabeza del perro y se rompió en mil pedazos que fueron a darle en la cara. El perro luchó por alejarse, gimiendo.

Tank apretó los dientes y cerró los puños. Cameron notó ese cambio de comportamiento y le puso una mano en la espalda, empujándole hacia delante.

– Ahora no -le dijo-. Esto no se encuentra en nuestra lista de preocupaciones.

Los hombres empezaron a rebuscar entre los escombros para encontrar más ladrillos. Cameron lanzó una nerviosa mirada a Tank. Se daba cuenta de que tenía los brazos tensos a pesar de que las mangas se los cubrían. También Rex se había dado cuenta del creciente enfado de Tank y empezó a juguetear, nervioso, con el ala del sombrero.

Cuando dejaban atrás a los tres hombres, Tank se volvió a tiempo de ver otro ladrillo volar en dirección al perro. Le dio en el estómago y el animal soltó unos gemidos de dolor, incapaz de alejarse de allí. Tank se apartó de Cameron y Rex y se encaró con los hombres. Cameron le agarró por el hombro, pero él se soltó.

– ¿Qué hace? -gritó Rex, detrás de él.

Los hombres se volvieron hacia Tank, sacudiéndose el polvo de las manos. Uno de ellos sacó un cuchillo de la parte trasera de los pantalones. Cuando Tank se encontraba a unos doscientos cincuenta metros de ellos, Cameron le alcanzó y se interpuso en su camino.

Los hombres aullaron de risa, doblando el cuerpo, obviamente divertidos ante la escena de un hombre enorme retenido por una mujer. Uno de ellos imitó a Cameron poniéndose ambas manos en las caderas y amonestando entono agudo.

Tank miró a Cameron; era la primera vez que le dirigía una mirada de enfado. A cualquier otro le habría pegado.

– No vas a dejar que suceda, ¿verdad? -dijo Cameron en un tono extrañamente tranquilo.

Tank hizo ademán de rodearla, pero Cameron sacó la Sig Sauer del cinturón de los pantalones y Tank se detuvo, paralizado.

Cameron levantó el arma hacia el perro, apuntó cuidadosamente y le metió una bala en el cráneo. El sonido del disparo resonó en la calle vacía. El perro dejó de gemir. Los hombres estaban en silencio.

– Éste no es nuestro objetivo -dijo Cameron con firmeza.

Dio media vuelta, agarró a Rex del brazo y subió calle arriba.


– Alguien tiene que hacer callar a ese crío -murmuró Savage.

Estaba tumbado en la cama, sobre la espalda, jugando con su cuchillo, el largo y consistente Viento de la Muerte. Con una formidable hoja de acero de quince centímetros y un mango de ocho centímetros, era un arma mortífera impresionante. Pero también era bella, al menos para él. Doscientos veinticinco gramos, veintitrés centímetros de un extremo a otro. La empuñadura era de Micarta negra, la parte inferior de la hoja ligeramente convergente, ni una melladura que rompiera el filo. Entraba con suavidad, penetraba la carne como agua. De todas las armas que tenía, el Viento de la Muerte era su favorita. Había una crudeza en el hecho de matar con un cuchillo que se perdía al apretar un gatillo. Era el arma más extremadamente sigilosa. Incluso le había aplicado una capa de óxido a la hoja para que no brillara.

Savage enfundó el cuchillo y echó un vistazo a los demás. Derek estaba siguiendo con el dedo las líneas de decoloración del cristal de la ventana, la frente apoyada en ella. Justin miraba a Derek, luego clavó la vista en Szabla con el entrecejo fruncido por la preocupación. Szabla se apoyó en una de las dos camas, extendió las piernas y se encogió de hombros. Tucker estaba sentado en la alfombra con las piernas cruzadas, fingiendo que el minibar no le interesaba en absoluto.

Savage dejó de prestar atención a los chillidos del bebé de al lado; parecía un cerdo en el matadero. Cuatro pistoleros de alta categoría recluidos en un hotel durante una excursión turística: el mal humor se olía en toda la habitación. El aburrimiento y la inquietud, por lo general, provocaban problemas en las Fuerzas Especiales.

El bebé, finalmente, se tranquilizó y Savage oyó la voz llorosa de la madre.

Tucker agarró el cenicero que estaba en la mesilla de noche y colocó dos cajas de cerillas en él, formando una pirámide en miniatura. Volvió a colocarse en su postura anterior, con las piernas cruzadas encima de la alfombra, y empezó a lanzar cerillas al cenicero. Las dos primeras fallaron el objetivo y fueron a apagarse encima de la alfombra barata, pero la tercera dio en la diana y el cenicero se encendió con unas llamas de ocho centímetros que se apagaron rápidamente. Justin limpió el cenicero, sin miramientos, como un padre que le quita a su hijo un juguete peligroso.

– Explosivos -dijo Szabla-. El juego de toda la familia.

– Pensé que ese juego era el incesto -dijo Justin.

Tucker se sacó otra caja de cerillas de la manga. Con un rápido movimiento de los dedos, abrió la solapa y colocó una cerilla encima de la tira de encendido. Con el pulgar, rascó la cerilla contra ella y la encendió. La aguantó delante de los ojos, contemplando esa conocida danza, perdido, probablemente, en pensamientos sobre cucharas y agujas hipodérmicas, de C4 y de cables detonantes.

Savage conocía bien a esa clase de tíos: les encantaba tener las manos en los plásticos y eran capaces de conectar cualquier cosa, desde cables detonantes a cebos. Era como construir la muerte. Como abrir la caja de Pandora y manosear en su interior. Disfrutaban con todo eso: las conexiones, las detonaciones, las explosiones, tan brillantes que casi se veían los ojos de Dios.

– ¿Siempre has sido un pirómano?

Tucker asintió ligeramente con los ojos fijos en la llama.

– Empecé a los doce años, se puede decir. Petardos en los buzones, cohetes en las chimeneas de las casas, mini bombas en los lavabos. Esas útiles habilidades se desarrollaban dentro y fuera de casa. -Pasó un dedo por la llama y se lamió la parte ennegrecida-. La primera noche que pasé en mi tercer hogar, uno de los «hermanos mayores» me pegó con un calcetín lleno de monedas hasta dejarme inconsciente. Al día siguiente, cargué su zapato y le volé la mitad del dedo gordo del pie. -Mostró una sonrisa bobalicona-. Nadie más me jodió después de eso.

Derek deslizó los dedos por el cristal de la ventana hasta el alféizar, dibujando unas rayas en él. Todavía estaba aturdido.

– ¿Todos vosotros procedéis de un pelotón? -preguntó Savage.

Szabla asintió con la cabeza:

– La mayoría. Yo, Cam, Derek y Tucker fuimos compañeros en el Tres, de forma intermitente, durante cinco años. Justin y yo habíamos sido compañeros antes, pero él y Tank se encontraron en el Equipo Ocho. Poca acción pero guapas chicas danesas. -Señaló a Justin con la cabeza-: ¿No es verdad, encanto?

– Persigue a los de turbante por todo el desierto.

– ¿Quién hace eso? ¿Una mierda de unidad que tiene que darles clases a los noruegos sobre cómo conectar C4? -le soltó-. Al menos, nosotros realizábamos operaciones internacionales, no interminables escaramuzas.

La cerilla se consumió por entero, hasta el dedo de Tucker, y éste la tiró al suelo. Se mojó un dedo con saliva y lo apretó contra la cabeza de la cerilla, todavía al rojo, que zumbó al apagarse. Cuando levantó el dedo, la tenía pegada a él.

Savage sacó un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos delanteros.

– ¿Te importa? -preguntó Tucker, señalando el paquete con la mirada.

– No -respondió Savage-. En absoluto. -Encendió un cigarrillo y dio una larga calada con evidente satisfacción. Expulsó el humo por la comisura de los labios y añadió-: ¿Por qué no vuelves a tu labor de observación del minibar, chico? Te has quedado sin cerillas.

– Jodido capullo -murmuró Tucker, al tiempo que se inclinaba para asegurar los cordones de sus botas.

Savage se incorporó ligeramente en la cama.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho «jodido capullo» -respondió Tucker, pronunciándolo con claridad-. Vete con esa actitud a otra parte. Las cosas han cambiado un poco desde Vietnam.

– No mucho -dijo Szabla-. He oído que fue una jodienda.

– Oíste bien -dijo Savage. Sonrió y en el brillo de sus ojos se reflejó el rojo incandescente del cigarrillo. Miró a Szabla y le preguntó-: ¿Qué edad tienes, princesa?

– Veintiséis.

Savage negó con la cabeza y asintió con un murmuro.

– Ya habíamos salido de allí antes de que tú nacieras.

– Eres viejo -dijo Tucker.

– Soy experimentado.

Justin miró a Derek sin saber qué pensar de él. Luego miró a los demás y dijo:

– Bueno, ¿por qué no…?

– ¿Experimentado en qué? -se burló Tucker-. ¿En masacrar a pueblerinos? ¿En violar a mujeres?

– ¿Y tú qué eres, chico? ¿Una jodida paloma?

– No, simplemente fui entrenado según un código ético militar. Tío, la mierda que vosotros… -Tucker ahogó la voz con expresión de disgusto.

Savage asintió con la cabeza, al parecer muy tranquilo.

– He visto cosas -dijo, como si estuviera de acuerdo. Con el cigarrillo entre los dedos, señaló las marcas que Tucker tenía en los brazos-. Apuesto a que tú también.

Tucker se puso de pie de golpe, pero Savage se incorporó rápidamente sobre la cama y desenfundó el cuchillo en el tobillo. Lo tiró al aire una vez, recogiéndolo por la empuñadura, y sonrió. Tucker le miró durante unos instantes y luego bajó la vista, casi con timidez. Salió de la habitación. Derek, en la ventana, no hizo ningún movimiento.

– Has sacado la mierda -le dijo Justin a Savage.

– Ya conoces el dicho -Savage se recostó sobre los cojines rasgados-: «Quien juega con fuego…»

Justin se puso de pie y empezó a vestirse de civil.

– Necesitamos salir de aquí.

– ¿Y dónde coño vamos a comer? -dijo Szabla-. ¿Alguien habla español?

– Sólo sé tres palabras -respondió Savage-: «Casa de putas.»

– ¿Qué significa?

Savage sonrió:

– Búscalo en el diccionario.

Justin atravesó la habitación hasta Derek y le puso una mano en el hombro.

– Vamos a recoger a Tucker y a buscar algún lugar para comer -le dijo.

Derek se volvió lentamente, con la mirada inexpresiva.

– Yo me encargo de la vigilancia de las armas.

Se puso de pie y salió al pequeño balcón, arrastrando la silla tras él.

– ¿Quieres que volvamos a alguna hora en concreto? -le preguntó Justin-. ¿Teniente?

Szabla se inclinó hacia delante y, en voz baja, preguntó a Savage:

– ¿Es verdad? ¿Es verdad que violabais a las mujeres allí?

La expresión del rostro era tranquila, pero los ojos le brillaban de excitación.

Savage se encogió de hombros, disfrutando con la red de intriga que había tejido a su alrededor. La nueva carnada de soldados, formados a base de libros de ética por tenientes lánguidos, siempre mostraban cierto disgusto ante cualquiera que se hubiera visto involucrado en el lío de Vietnam. Al principio, eso le molestaba, pero al final se había dado cuenta de que ese disgusto era una forma de respeto. Sabían que él había visto cosas que ellos nunca verían en el mundo de guerra a larga distancia en el cual vivían. Sabían que él había hecho cosas.

Dio una fuerte calada.

– Tenía dieciocho años -dijo-. Estaba solo.

Szabla se recostó en la cama y se pasó la mano por el brazo, palpándose el bíceps. Justin había oído a Savage.

– Eres un cabrón pervertido -murmuró-. Violación. Admirable.

Savage bajó la cabeza y clavó los ojos en los de Justin, azules y atractivos.

– ¿Quién te ha dicho que la guerra es admirable?


La luz del sol disminuía y el anochecer ecuatorial avanzaba. Tank y Cameron iban a ambos lados de Rex. Cameron estaba agradecida de que Rex no mencionara la cuestión del perro. La frustración se iba instalando: empezaban a darse cuenta de lo difícil que resultaba localizar a un hombre en ese barrio de calles oscuras y edificios derruidos. Si no encontraban a Juan y le avisaban de la hora de partida del día siguiente, el viaje de Rex estaba en peligro.

Cameron alejaba a los pedigüeños que se les acercaban y vigilaba las posibles miradas hacia sus botas para impedir que los limpiabotas se acercaran. Una mujer que vendía periódicos les pasó por al lado: los titulares de El Comercio anunciaban ciento veinte muertos más en un deslizamiento de tierra en Quito.

Se detuvieron al llegar a un paso bajo de vehículos antes de Coronel Julián, una vía de cuatro carriles de tráfico rápido. Al otro lado de Coronel, una enorme pared blanca se extendía a ambos lados hasta perderse de vista, su regularidad rota solamente por unas arcadas con verjas cerradas. Hacia la izquierda de donde se encontraban vieron un largo puente para peatones. Rex lo señaló:

– Podemos intentarlo por allí.

Debajo del puente había unos vividos carteles publicitarios de helado medio arrancados a tiras. Una de las tiras rotas abarcaba la sonrisa de una mujer de piel clara.

Alejándose de un grupo de indigentes, subieron al puente y avanzaron por encima de la transitada vía. Cuando llegaron a la mitad del puente, empezaron a ver lo que había al otro lado de la larga pared y a Cameron se le escapó una exclamación. Era, quizá, la vista más impresionante que hubiera visto nunca. Con el telón de fondo de unas colinas, las tumbas blancas de mármol y los mausoleos se extendían por todas partes y formaban lo que parecía una ciudad en miniatura.

Algunas tumbas eran tan extravagantes que parecían edificios residenciales de distintas plantas, cada una con puertas para los adornados sarcófagos. Otras eran abovedadas y tenían enormes puertas de vidrio de colores con tiradores de metal pulido. Entre las tumbas, unos caminitos pavimentados corrían por todas partes, algunos anchos como pequeñas calles. Los templos, las estatuas y los árboles otorgaban un perfil accidentado al cementerio. Sólo dos de las tumbas estaban derruidas; la mayor parte había resistido los temblores. El cementerio casi brillaba en la oscuridad como un pequeño bosque de piedra blanca.

Incluso Tank se detuvo, paralizado.

– Lo llaman «La ciudad blanca» -dijo Rex, y sonrió-: por razones obvias.

Rex bajó las largas escaleras y llegó al cementerio. Era casi de noche y Cameron echó un vistazo a las filas de tumbas, infinitos escondites para asaltantes y ladrones. Tank llevó una mano a la pistola que tenía en la parte trasera de los pantalones para que Cameron supiera que pensaba lo mismo que ella.

– Esta es la historia de Ecuador -dijo Rex-. Cada nombre importante y cada fecha importante se encuentra aquí. Enterrada, cubierta de oro, conmemorada.

Mientras paseaban entre las tumbas, Cameron miraba los nombres de familia grabados en el mármol blanco. Unas palmeras flanqueaban un camino pavimentado de mármol; los troncos estaban pintados de blanco. En medio del camino, una silueta de hombre se hizo visible. Estaba de rodillas y miraba a unos monumentos más humildes que poblaban la ladera de una oscura colina.

Rex se le acercó.

– ¿Juan?

El hombre se puso en pie y abrió los brazos a modo de bienvenida. Era un hombre feo, de facciones anchas e irregulares y de mejillas profundamente caídas. Tenía la piel oscura y los brazos cubiertos de vello.

– Doctor Williams -dijo con un fuerte acento-. ¿Ha llegado entero, no? -Saludó a Cameron y a Tank con la cabeza-. Y los soldados. Mucho gusto. Gracias por ofrecerse a escoltarnos.

– ¿Ofrecernos? -dijo Tank, pero Cameron le dio un codazo en las costillas.

– Debería habernos esperado en el laboratorio -le dijo Rex-. Hemos pasado horas buscándole.

– Lo siento. Me resulta difícil estar en el laboratorio ahora, ¿sabe? -Juan jugó con el anillo de casado, nervioso, haciéndolo girar en el nudillo del dedo. A pesar de su calidez, mostraba una amable tristeza-. No sé cuánto tiempo durará. No hay inversión. He tenido que dejar que mis ayudantes se fueran. Muchos de los experimentos no se terminarán. Y las islas están en un mal momento, amigos. Estaba haciendo un estudio longitudinal, siguiendo una población de bobas borregas en la Española… -Negó con la cabeza-: Pero las cabras salvajes lo han ocupado todo durante los últimos años…

– ¿Son malas? -preguntó Cameron-. ¿Las cabras?

– Los animales no son buenos ni malos. Sólo que a veces se encuentran en el lugar inadecuado. Si no pertenecen a ese lugar pueden constituir una amenaza para todo un ecosistema. Las Galápagos son especialmente frágiles. Muchos de los animales evolucionaron sin enemigos y no tienen recursos para enfrentarse con los depredadores, si éstos llegan. Y el hombre ha traído muchos depredadores, muchos de ellos aparentemente benignos, protegidos por su… ¿cómo decirlo?… banalidad. Animales de compañía, hámsteres… todos asesinos. Todos ellos capaces de arrasar poblaciones enteras de especies endémicas. Como las cabras de La Española con mis bobas borregas…, se comen los huevos, los polluelos… -Suspiró profundamente-. Todos muertos. He recibido un informe de un amigo de la estación Darwin en el que me comunica que no es necesario que me moleste en volver. -Dio unos golpecitos con la mano en el borde de una de las tumbas y el anillo produjo un sonido metálico-. Hemos perdido tanto. -Apartó la vista con los ojos húmedos.

Tank se sacó algo de entre los dientes con un dedo.

– De verdad que deberíamos volver -dijo Rex.

Cameron alargó la mano y tocó con suavidad a Juan en la manga.

– Lo siento -le dijo.

La sonrisa de Juan era débil, sin fuerza. Miró la ladera de la colina.

– Esas tumbas de allá arriba, ésas son las tumbas de los pobres. -Las familias de los enterrados en las colinas no habían podido permitirse el mármol. Las tumbas estaban decoradas con vividas telas y flores. Algunas de ellas eran recientes y se veía la tierra movida recientemente, oscura-. Tanta muerte, tan rápido.

– Seamos sinceros -dijo Rex-. Esto no es nuevo. La vida siempre ha valido muy poco aquí. Los niños han sucumbido a enfermedades que se podrían haber prevenido. Las serpientes venenosas en Oriente. Los autobuses accidentados en las carreteras. La muerte se da aquí.

Juan negó con la cabeza, contemplando las tumbas de la colina.

– No como esto.

Una campana de iglesia sonó en la distancia y Rex miró el reloj.

– Tengo que volver y avisar a Donald.

Puso un trozo de papel con la hora del vuelo y los procedimientos a seguir en la mano de Juan.

– Hasta mañana.

Juan asintió con la cabeza y se alejó unos pasos hasta sentarse en la lápida de un mausoleo especialmente grande. Cameron pensó que la sequedad de Rex era insultante ante la expresión de pena de Juan.

– Tank te escoltará de vuelta -dijo ella-. Yo estoy con vosotros en un minuto.

Tank siguió a Rex en la oscuridad. Cameron se acercó a Juan y se sentó en la lápida, a su lado. El eco de las campanas todavía resonaba en el aire. El aire era húmedo, denso, extraño. Olía fuertemente a corteza, a madera quemada y a comida pasada.

– Vengo aquí a menudo por la noche -dijo Juan con tono suave.

Cameron se quedó en silencio, escuchando el sonido de los coches al otro lado del muro del cementerio.

Juan se quitó el anillo de casado y lo dejó encima de la rodilla. Lo miró unos momentos.

– Perdí a mi mujer -dijo al fin-. Y a mi hija. Estaba dando clases en la universidad cuando el edificio de mi apartamento se derrumbó. Eso fue… fue hace casi tres años, pero todavía me vuelve en noches tranquilas como ésta. -Levantó el anillo y lo inclinó hasta que pudo verse reflejado en él; luego volvió a ponérselo en el dedo.

Cuando se dio cuenta de que Juan estaba llorando, Cameron no supo qué hacer. Se puso una goma de mascar en la boca y empezó a mascarla, esperando, incómoda, en silencio. Finalmente, Juan se limpió las mejillas y levantó la cabeza.

– Lo siento. Usted no necesita esto. Es sólo que hay algo en sus ojos, una suavidad que me permite decir lo que nunca he dicho hasta ahora. Eso no es algo habitual para un norteamericano. Cuando vienen aquí, ven nuestra forma de ser, la violencia, y creen que somos primitivos. -Negó con la cabeza-. La muerte forma parte de nuestra cultura. Durante la Conquista, la mitad de nuestra población murió a causa de las enfermedades, de la guerra… Pero ningún país puede soportar este tipo de desorden, este tipo de… -señaló el cementerio-… pérdida.

Un hombre se acercó con la cabeza gacha y un ramo de flores. Cuando llegó hasta ellos, se detuvo y los miró. Cameron no podía distinguir su cara porque llevaba un sombrero que le ocultaba los ojos.

– No, gracias -le dijo, con un gesto para que se alejara.

El hombre le respondió con voz tranquila pero enfadado. La señaló varias veces y Cameron llevó la mano a la pistola, sólo para asegurarse de que todavía la llevaba.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó a Juan cuando el hombre terminó de hablar.

Juan se levantó de la lápida.

– Nos ha pedido que salgamos del mausoleo de su familia para que él pueda ponerles las flores.

Juan se disculpó con el hombre y se dirigió hacia el puente.

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