Savage había vuelto al bosque. A veces sentía que ése era su lugar de pertenencia: era su maldición y su bendición. Él era un niño de la zona mala de Pittsburgh, una ciudad de chimeneas, asfalto gris y colillas de cigarrillos en los canalones, y, a pesar de eso, había pasado más tiempo del que se había molestado en recordar rodeado solamente de frondas y árboles y de cosas que silbaban en la noche.
Colgado en la horqueta de un árbol como si acechara a la presa, con el cuerpo manchado de barro seco y mugre, el blanco de los ojos brillando tras una máscara de suciedad y la barba cubierta de polvo como un salvaje, Savage inclinó la cabeza y escuchó con atención. Camuflado por el barro, se confundía con la rama en la que se había enroscando como una anaconda. Se dejó caer y se lanzó a la caza.
La emoción de atravesar con paso ágil el bosque virgen, de cazar y ser cazado, le ponía las pelotas duras. Todavía recordaba cómo se sintió cuando se arrastró, durante una misión de vigilancia, hasta un grupo de amarillos y se puso de pie con su M-60 sujeto entre los brazos, como si fuera un ser vivo, antes de que ellos pudieran darse la vuelta. Como si hubiera acertado el tercer plato a la tercera bola y hubiera ganado el jodido peluche.
Avanzaba descamisado y lleno de barro, lluvia y sudor. Se movía sin esfuerzo, arrastrándose por el terreno como un nativo, silbando tras los árboles, deslizándose por el sotobosque, colándose con precisión entre las cortinas de enredaderas sin interrumpir su balanceo bajo el viento.
Sin brújula, navegaba a través de la oscuridad con la humedad en las mejillas. Se detuvo a unos ochocientos metros del lugar donde la criatura los atacó y sacó su Viento de la Muerte de la funda. Dobló el brazo hasta que el puño le tocó el mentón y se hizo un corte a lo largo de la parte posterior del antebrazo. No era un corte profundo; sangraría, pero no demasiado y sanaría con rapidez.
Levantó la cabeza para sentir la lluvia sobre las mejillas, sacó el aire de los pulmones y luego continuó avanzando por el barro y las hojas.
La sangre le caía por el brazo y se arremolinaba a la altura de la muñeca; la sangre le mojó toda la mano y se la dejó pegajosa y caliente. Savage fue dejando un rastro de sangre en los matorrales y las hojas, en el barro y en los troncos de los árboles en los que se apoyaba.
Dejó su sangre por todo el bosque.
La criatura se limpiaba meticulosamente, frotándose la cara con las patas anteriores, igual que un gato. Se dobló las antenas hacia abajo y se limpió la sangre de ellas. Luego se limpió los ojos. Era muy importante que eliminara todo resto de comida de los ojos y las antenas para que su percepción sensorial no se viera alterada.
Dobló la cabeza hacia abajo y se sacó con los dientes los trozos de carne que se habían adherido a las púas de las patas.
Batió las alas posteriores traslúcidas, las plegó perfectamente debajo de las alas superiores y se dirigió de nuevo hacia los matorrales entre los árboles que tenía delante. Se detuvo, tuvo dos arcadas procedentes del abdomen y vomitó la granada incendiaria de Tucker. Salió de su boca como si la hubiera escupido y cayó en el barro al lado de la cabeza de Tucker.
El animal miró la granada con curiosidad.
Detectó una vibración distante con las antenas y sintió la subida de las hormonas de alarma.
Con pesadez, a causa del vientre hinchado, dio unos pasos en dirección al olor mientras balanceaba la cabeza en busca de la presa herida. Sus movimientos eran evidentes, nada disimulados.
Su andar era incluso similar al de un arácnido, pero era también extrañamente gracioso. A pesar de la formidable longitud de su cuerpo, nunca tropezaba con los árboles ni con las ramas, ni siquiera los rozaba con su espalda abombada ni con sus patas.
La lluvia caía encima del bosque y del animal, y le confundía ya que las hojas y las ramitas vibraban como si tuvieran vida. El bosque parecía agitado.
La primera gota de sangre con que se tropezó se encontraba en la hoja de un helecho, protegida de la lluvia por una fronda más alta que la cubría como un paraguas. Se detuvo y olió la sangre. Luego aceleró el paso, aplastando el sotobosque, con las antenas temblando y los ojos enfocados para percibir el constante mosaico que era el bosque. Sus patas dejaban huellas como de pezuñas en el barro.
El rastro de sangre estaba marcado con claridad, manchaba el barro y las plantas. Pasó entre unos árboles cuyas cortezas estaban muy manchadas de sangre y la criatura giró la cabeza casi ciento ochenta grados sobre el delgado cuello con la boca temblorosa como un corazón la tiendo.
Entonces, el rastro desapareció.
La criatura se detuvo, con una enredadera sobre la espalda, como una capa. Tenía las patas de presa levantadas, y las doblaba hacia atrás como bocas hambrientas. Ya no había más sangre, sólo lluvia y hojas y un aire tan caliente que se condensaba en vapor debajo de las copas de los árboles. Se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cabeza a centímetros del suelo y examinó el barro; luego, los troncos de los árboles y las plantas que la rodeaban. Estiró el cuello y pasó la cabeza por el suelo como si fuera un aspirador.
A tres metros detrás de la criatura, el barro donde ésta había dejado sus huellas vibró y luego se levantó como si la tierra eructara. Un bulto surgió de debajo de la tierra pegajosa y el barro cayó por sus costados.
Cuando el barro de los lados se desprendió, aparecieron primero dos brazos y luego dos ancas de alguna criatura de la jungla. Entonces, Savage se puso de pie y abrió los ojos.
El barro adherido al Viento de la Muerte, que llevaba en la mano, se desprendió y cayó al suelo. La hoja del cuchillo brilló con una luz fría.
Savage vio que la criatura erguía las antenas, atenta. Luego, empezó a girar la cabeza.
Savage sentía el latido del corazón en los oídos. No oía nada, aunque sabía que gritaba con todas sus fuerzas mientras se lanzaba al ataque; sólo tenía conciencia de sí mismo y de su corazón latiendo dentro de su cuerpo. Trepó a la espalda de la criatura, resbalando sobre el exoesqueleto ceroso, que crujía bajo el peso de su cuerpo, pero consiguió avanzar por el abdomen en dirección al torso con los brazos abiertos para abrazar la enorme cabeza que, en esos momentos, giraba para mirarle directamente. Su hombro dio contra la mejilla de la criatura antes de que sus mandíbulas se cerraran sobre él, y la criatura retrocedió como un purasangre, abriendo las alas bajo los pies de Savage, y moviendo frenéticamente las patas delanteras. Savage habría resbalado de no ser porque, con un brazo, rodeaba el delgado cuello de la criatura; su grito se transformó en un gruñido, aunque todavía era incapaz de oír nada. Gruñía con las mandíbulas apretadas, como un perro, llevaba la cara llena de barro y el pecho desnudo se aplastaba contra el cuerpo de la criatura mientras ésta se sacudía, retrocedía y se sacudía de nuevo, y sus mandíbulas se abrían y se cerraban una y otra vez. Savage tenía el filo de su cuchillo a centímetros de su propia mejilla.
La criatura giró sobre sí misma y golpeó el tronco de un árbol; un montón de hojas cayeron encima de Savage. Este se agarraba fuertemente con el brazo alrededor del cuello de la criatura, apretando la muñeca con la otra mano. Savage acercó la cara a las manos unidas, bajo el cuchillo, y sintió el olor de su propia piel caliente.
Se oyó un crujido, como un desgarramiento de la cutícula, y la criatura se detuvo solamente un momento. Pero fue suficiente. Savage apartó la cabeza a un lado con todas sus fuerzas y desgarró el cuello con el cuchillo, clavándolo con tanta profundidad que tenía los nudillos empapados de la secreción del animal. La criatura soltó un silbido que acabó en un sonido burbujeante producido por el aire expelido a través del corte en la tráquea, y luego, el silencio. Temblaba y se sacudía; las patas delanteras se le doblaron, como si se arrodillara, y las de atrás cedieron y cayó al suelo. Savage, montado encima como un vaquero, con las piernas a cada lado del cuerpo, en el punto donde se encontraban el abdomen y el tórax, la derribó.
Savage apartó con fuerza la cabeza de la criatura a un lado, que se dobló limpiamente por el tejido de la parte trasera del cuello y se dejó caer al suelo, donde las botas se le hundieron casi hasta los tobillos.
La lluvia se había llevado parte del barro pegado al cuerpo, pero todavía estaba sucio. Le pesaba el cabello, empapado de barro. Enfundó el cuchillo y le dio unos golpecitos afectuosos.
Reconoció el sabor acre en la boca: jugo de guerra, como lo llamaban; la saliva que se acumulaba a los lados de la lengua. Se había acumulado un poco de agua en las hojas de unos matorrales, y Savage se la echó a la boca y bebió. Luego se agachó al lado de un tronco de árbol para descansar un momento, sacó una granadilla del barro y rompió la piel con los dedos para comer la pulpa interior.
Cuando el corazón se le tranquilizó, se levantó y miró a la criatura muerta. La agarró por las patas traseras y tiró. El enorme cuerpo se deslizaba con facilidad sobre el barro. La criatura era sorprendentemente ligera, pese a su enorme tamaño. Tenía una buena constitución para la lucha: una gran superficie corporal en relación con sus dimensiones, poco peso para equilibrar la fuerza.
Savage había tardado casi una hora en llegar allí; y tardaría al menos tres para arrastrar al bicho hasta el campamento base. Empezó el transporte, con las patas traseras a sus costados y aprisionadas por los bíceps, arrastrando al cuerpo detrás de él. Las alas, plegadas bajo el cuerpo, le ayudaban a deslizar el cuerpo por encima del barro.
El tiempo pasaba y él avanzaba con lentitud. Oyó el sonido de ratas a su alrededor y, al echar un vistazo atrás, las vio, alimentándose de la cabeza y de los tejidos del cuello. La primera vez se detuvo y las ahuyentó, pero al final se cansó. Mientras no se llevaran la cabeza entera, no le importaba.
En un punto del trayecto vio el extremo rojo de la granada de Tucker, medio enterrada en el barro. La recogió y se la metió en el bolsillo.
El cuerpo de la criatura tropezaba con los matorrales y las ramas y, más de una vez, entre los árboles. Tuvo que dar marcha atrás y buscar otra ruta. Sentía la respiración en los pulmones como si fuera fuego y sentía los latidos del corazón en el rostro.
Las patas de la criatura le produjeron ampollas en las axilas, en los bíceps y en las manos, pero Savage arrastraba su pieza con la obstinación de una máquina, no queriendo detenerse por miedo a sentir dolor.
Cuando llegó al extremo del bosque, estaba exhausto. La cabeza de la criatura todavía se encontraba allí, arrastrando detrás del cuerpo, pero las ratas se habían comido uno de los ojos y las antenas. El cuerpo se enganchó en unas rocas del suelo y Savage casi se cayó de rodillas. Pero había llegado demasiado lejos para abandonar, así que siguió tirando hacia delante, en dirección al fuego.
Todos le observaban horrorizados mientras se acercaba. Derek se levantó del tronco, pero los demás no fueron capaces de moverse. Cameron dio un paso atrás. Szabla se quedó con la boca abierta y Justin parecía que acabara de tragarse algo vivo. Diego resbaló del tronco y quedó de rodillas.
Ninguno de ellos se atrevió a pestañear mientras Savage arrastraba el cuerpo al centro de los troncos y lo soltaba, sintiendo los brazos agarrotados y calambres en las piernas. Las patas de la criatura se quedaron erectas, tal y como Savage las dejó, como los brazos de una carreta. El cuerpo estaba tumbado sobre la hierba como un búfalo abatido. El fuego se reflejaba en la brillante cutícula.
Savage se volvió lentamente hacia Derek.
– Aquí está tu jodida prueba -le dijo.
Dándole la espalda, se dirigió hacia su tienda.