Hacía dieciséis horas que Samantha no llamaba para saber cómo estaban los niños. Cada vez que tomaba el teléfono, aparecía algo nuevo: un diagrama, una prueba micrográfica, unos resultados de la prueba PCR, una llamada de Szabla con novedades acerca del motín y del contagio humano en Sangre de Dios. Aunque Samantha había hablado con Donald unas cuantas veces, era la primera que trabajaba con él. Era un hombre agradable y animado que llevaba la camisa de lino salpicada de sudor. Pronto formaron una especie de equipo; él sentado al otro lado de la ventana para poder hablar. La opinión de ambos acerca de cómo arreglar la situación en la isla sería clave. Cameron y los demás estaban al mando, en oposición a Diego y a Derek, mientras Rex se inclinaba hacia la parte dominante.
Samantha suspiró.
– Jesús, si algo como esto llegara al continente…
– ¿Cómo sabemos que es un fenómeno aislado en Sangre de Dios? -dijo Donald mientras se limpiaba las gafas con la camisa.
– No lo sabemos. Pero no subestimes la dificultad de expansión que tiene un virus. Los virus son frágiles, y están sujetos a las duras leyes de la selección natural, como todo lo demás. Sólo hablamos de los virus que lo consiguen: Machupo, Sin nombre, Ébola. Por cada virus del que oímos hablar, hay millones que mueren, desaparecen.
Donald levantó una ceja, divertido.
– ¿Los virus son personas, también?
Samantha no le devolvió la sonrisa.
– El virus Darwin no será capaz de infectar todo aquello con lo que entre en contacto. Nunca ha sido hallado en las muestras de agua de ninguna de las otras islas del archipiélago, y sólo una vez en una muestra de Sangre de Dios. Pero ahora tenemos un problema. Tenemos a un virus que se encuentra presente en una forma de vida estable sin ningún depredador natural. El virus necesita del organismo para sobrevivir, y se expandiera cuando éste se reproduzca.
– Los animales se encuentran en cuarentena en la isla. -Donald negó con la cabeza-. Sólo que no sé si matarlos a todos es la elección correcta.
– Parece que la larva es anfibia, Donald. Y los adultos tienen alas. Todo lo que necesitamos es que uno sea transportado por un tiburón preñado, o una mosca, por improbable que parezca, de una isla a otra, en busca de comida.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que nunca podemos dar por supuesto cuándo, dónde o cómo un virus aparecerá y nos amenazará. Pero si en algún lugar hubiera una isla llena de ratas con la peste bubónica, ¿qué harías? ¿Esperar y observar?
– Si esas ratas fueran únicas desde el punto de vista evolutivo, quizá. -Suspiró, se quitó las gafas y se frotó los ojos-. ¿Sugieres que apoyemos la decisión de Szabla y Cameron?
– Los reservorios del virus deben ser exterminados. En esto somos extraordinariamente afortunados: las cámaras de la ooteca indican exactamente el número de transportadores de la enfermedad que hay que encontrar y matar, por lo menos en lo que a esta línea de descendencia respecta. -Suspiró y se apoyó contra el cristal-. Por lo que sabemos, el agujero perforado en Sangre de Dios sólo albergó el virus durante un tiempo limitado. Rex dice que los dinoflagelados de la isla ahora parecen normales, por lo menos bajo una lente estándar.
Miró a Donald, con tristeza en cada rasgo del rostro.
– Cuanto más esperemos, más probabilidades hay de que escape a nuestro control -continuó-. Se acercan los meses de primavera, y eso significa una nueva ola de actividad reproductora en toda la isla. La eclosión de diatomeas, las mareas rojas, el aumento de patógenos marinos al subir la temperatura de la superficie del océano, el rompimiento de la capa de inversión y las lluvias a causa de El Niño. Habrá una explosión de vida. Con el calor y la actividad reproductora, el virus puede crecer con rapidez. Y si se introduce en mosquitos y gusanos, mejor olvidarlo. Sólo hay que acordarse del mosquito tigre asiático infectado por la encefalitis equina que apareció en Florida. -Samantha hizo una mueca-. Hablando de especies introducidas problemáticas.
Donald bajó la cabeza y apoyó la frente en la mano. Samantha suavizó el tono de voz.
– Si esa cosa llega al continente… se expandería como una enfermedad de transmisión sexual. Las consecuencias serían… -Samantha sintió un escalofrío al imaginar una generación de monstruosos bebés alterados-. Los efectos en los humanos podrían ser horrorosos, y ahora sabemos que puede convertirse en realidad.
Donald murmuró algo y levantó las manos en un ademán de exasperación.
– Tenemos al virus perfectamente cercado -dijo Samantha-. Tenemos una breve oportunidad en esa isla. Imagínate si alguna vez hubiéramos estado en esta situación con el sida, cuántas vidas se podrían haber salvado. -Los ojos de Samantha parecieron brillar con una intensidad que daba miedo-. No quiero que ese virus se pasee por la isla.
El coronel Douglas Strickland recorrió el pasillo en dirección a la puerta de emergencia y el grupo de personas reunidas en las mesas, a la derecha de Donald, callaron. El coronel se acercó a la ventana y se dirigió a Samantha solamente, como si los demás no existieran.
– Hemos sufrido una crisis en la jerarquía de mando que, aparentemente, no es posible remediar a larga distancia.
– Lo sabemos -dijo Samantha-. Lo hemos oído.
– Y ésa no es ni siquiera la mayor preocupación -continuó el coronel-. Eso se puede poner en su sitio cuando vuelvan. Pero los últimos acontecimientos acerca del virus Darwin… -exageró su mueca habitual-. Estamos discutiendo la cantidad de fuerzas necesarias en esta crisis.
Samantha frunció el entrecejo.
– ¿Cantidad de fuerzas? -repitió.
– Todo tipo de vida en esa isla es peligroso en potencia. Tenemos que asumir que es un territorio de emergencia.
– Pero parece que el resto de la fauna es normal -señaló Donald-. Incluso estamos todavía cuestionando si los dinoflagelados están infectados todavía.
– Pero no lo sabemos con seguridad.
– Nunca lo sabemos con seguridad -dijo Samantha-. Precisamente por eso debemos actuar de forma limitada para preservar la vida en la isla. Tenemos que practicar la eutanasia a los animales infectados y luego hacer pruebas en plantas, animales y agua para asegurarnos de que no hay nada más.
Strickland se rió con una carcajada sonora. Samantha se dio cuenta de que ni siquiera le había visto sonreír antes. Su risa no era en absoluto espontánea.
– Ah, sí -dijo, cuando se le acabó la risa-. Sólo voy a destinar otra escuadra a esta misión de nuestros numerosos recursos humanos. Quizá los saque de Quito, donde se encuentran, de hecho dirigiendo a la nación. -La sonrisa del coronel desapareció-. Quiero esos agujeros de perforación cerrados y la isla, esterilizada.
Donald se puso en pie:
– Eso no representa ninguna…
Strickland le obligó a sentarse de nuevo con la mirada.
Samantha se levantó y apoyó las manos en la ventana.
– ¿Y si pudiéramos garantizar que el reservorio del virus es exterminado? ¿Arrasaría la isla?
– Los altos mandos llegan mañana por la tarde. Decidiremos el plan de actuación entonces.
– ¿Qué hay de mi petición de sacar al equipo de la isla? -preguntó Donald.
– Si la memoria sirve de algo, doctor Denton -dijo Strickland-, usted era quien estaba impaciente por llevar a esos hombres a la isla. -Se dio media vuelta-. Tenemos algunas complicaciones con los recursos aéreos, pero podremos enviar un helicóptero a sus hombres a las diez de la noche del treinta y uno.
– Es posible que no lleguemos a tiempo.
– Bueno, doctor Denton -dijo Strickland-. Teniendo en cuenta las dimensiones de la mierda en que nos encontramos, tendrá que ser suficiente.
Derek había desactivado su transmisor temporalmente, así que la llamada de Samantha conectó con Cameron, la cual estaba recogiendo madera en el lindero del bosque, sola. Los demás se encontraban por el campamento. Cameron se daba cuenta por sus actitudes de que todos estaban incómodamente pendientes de la tienda de Cameron y Derek. No los culpaba. La puerta estaba cerrada y no se oía a Derek desde que se había retirado; Cameron sentía la tentación de meter la cabeza en la tienda para asegurarse de que todavía estaba ahí.
Cuando activó el transmisor, escuchó la voz de Samantha.
– Aquí Samantha. La doctora Everett. ¿Quién hay?
– Cameron Kates.
– ¿La que hacía las preguntas sensatas antes?
– Sí -dijo Cameron-. Supongo. -«He alcanzado cotas más altas», pensó.
– Tengo noticias difíciles -dijo Samantha. Había algo en su voz que resultaba inmensamente consolador sin resultar condescendiente. Cameron escuchó con atención mientras Samantha le informaba de su conversación con Strickland y con Donald.
Cameron respiró profundamente.
– Como sabes, nosotros llegamos más o menos a la misma conclusión también.
– Donald se lo tomó mal -dijo Samantha-. No será fácil con los científicos. Y vais a necesitar su ayuda. Si hace falta, puedo mantenerlos a raya con las decisiones de mis inteligentes superiores.
– No creo que sea necesario. Puedo manejarlo.
– Llámame si necesitas cualquier cosa.
– Gracias. Pero no lo haré.
Hubo una larga pausa.
– ¿Cameron?
– ¿Sí?
– Buena suerte. -Samantha cortó la comunicación.
Cameron tardó unos momentos en recomponerse para volver con los demás. Ellos se habían dado cuenta de que estaba hablando, pero le habían dejado espacio. Cameron volvió con un montón de leña en los brazos y los demás la esperaron, expectantes. El fuego casi se había apagado, sólo era un montón de ascuas encendidas. Cameron se encontró con la mirada de Diego.
– Samantha y Donald apoyan nuestra decisión de acabar con las larvas que queden.
Diego escuchó la noticia con calma, aunque con aire de aflicción.
– ¿Por qué? -preguntó.
Cameron dejó caer la leña.
– Porque están casi seguros de que si a las diez de la noche del lunes no hemos conseguido exterminar el reservorio del virus y ofrecer pruebas de que las muestras de sangre no contienen virus, no quedará isla sobre la que discutir.
Rex exhaló un fuerte y corto suspiro. Diego tomó asiento en un tronco.
Savage miró hacia arriba con ojos oscuros y carentes de brillo, como piedras gastadas por el agua.
– A veces hay que destruir un pueblo para salvarlo -dijo.