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Al atardecer, con el aire más denso, Diego condujo El Pescador Rico, una antigua barca de pesca de seis metros, fuera de la costa de Punta Cormorán, en Floreana. Ya había visto un rebaño de cerdos que se peleaba en la arena blanca de la playa y sintió un nudo en el estómago cuando comprendió por qué se peleaban los cerdos.

Sacó la Zodiac de su abrasador reposo cerca de la popa y la lanzó al agua al tiempo que enganchaba la botella de inmersión de aire comprimido en ella. Mientras la lancha se inflaba, dudó si sacar el arpón submarino de su montura, sobre la pulida madera, pero decidió que recargarlo después de cada disparo le quitaría demasiado tiempo. Se quitó las sandalias y lanzó el rifle hacia delante. Luego, se deslizó por el lateral de la barca hasta la Zodiac y se dirigió hacia la orilla.

En el agua, delante de él, vio una sombra e intentó evitarla. Al pasar, la sombra tomó la forma de dos tortugas: un pequeño macho montado encima de una hembra, colgado de ella con las dos aletas, mientras ella remaba para mantenerse a flote.

Diego apretó el acelerador y entró con fuerza en la playa. Los cerdos le saludaron con gruñidos cuando él empezó a correr hacia ellos a través del rompiente de las olas, gritando y maldiciendo. La superficie de anidamiento de las tortugas, la franja de veinte metros que se encontraba en la zona alta de la playa, estaba pisoteada y revuelta. La arena, cubierta de hoyos y revuelta, parecía una excavación arqueológica. Los cerdos, bufando y excavando la arena con el hocico, disfrutaban de un copioso banquete de huevos y crías. Los huevos que siguieran enterrados estarían, sin duda, aplastados.

Una cerda moteada se comió una tierna cría de tortuga de color verde claro que intentaba desplazarse por la arena. Diego le dio en la cabeza al primer disparo. Con los siguiente disparos mató, disparando al pecho, a dos cerdos que quedaron sangrando, con las patas moviéndose en el aire como pistones sueltos. Descansó y miró a su alrededor.

Al andar, los pies producían un sonido húmedo al despegarse de la arena. Tierra adentro, unas cuantas rocas daban paso a unos matorrales bajos, rotos solamente por el camino que conducía al lago. La arena, moteada de minerales cristalinos, tenía un sutil tono verdoso que, combinado con el cielo del atardecer y la carnicería que reinaba a su alrededor, hacía que todo pareciera irreal.

Diego sintió pena e ira en el pecho y disparó y volvió a cargar, disparó y volvió a cargar a pesar de el derramamiento de sangre, los gemidos de dolor, los cuerpos retorcidos que cubrían la arena. Por toda la playa se veían trozos de crías, aletas y cabezas y tiras de carne manchadas de arena. Cuando ya había disparado la mitad del cartón de municiones, se dio cuenta de que estaba llorando. Maldijo a los cerdos al disparar, maldijo las yemas y las cáscaras que caían de aquellos hocicos pegajosos, maldijo las colas de forma de espiral y las pezuñas que pisoteaban la arena. También maldijo a los granjeros que los habían abandonado para que arrasaran la isla. A pesar del sonido del rifle, de los chillidos de dolor y del olor a muerte que emanaba de la arena manchada de sangre, los cerdos se negaban a irse. Seguían pisoteando y hurgando con el hocico y cayendo estúpidamente bajo los disparos.

Había por lo menos diez cerdos muertos o heridos, pero la cantidad de ellos parecía infinita; cada vez que un cerdo caía, parecía como si dos más surgieran de su sombra, y se lanzaban a correr por la arena con excitación. Ajena a todo, una gran tortuga continuaba poniendo huevos en medio del tumulto, a pesar de que un lechón se los comía en cuanto salían de su cuerpo. Diego apuntó con un ojo borroso y disparó, pero el arma martilló en la nada. Buscó en el cartón, lo encontró vacío y lo tiró al suelo. La tortuga sacó otro huevo directamente a la boca del lechón. Diego apoyó la empuñadura del rifle sobre su hombro y, con un grito que le surgía directamente del estómago, cargó.

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