Ramón se sentía agitado y extrañamente incómodo en medio de la noche. Había sido difícil adaptarse a vivir en una isla desierta, solos él y Floreana. Se descubrió hablando a una de sus vacas y, aunque se rió, cada vez era más difícil negar que Sangre de Dios era muy solitaria.
Se dio una vuelta en el colchón y colocó una mano encima del vientre redondo de su mujer. Las paredes de bloques de hormigón de la pequeña casa estaban ligeramente iluminadas por las brasas. Se quedó tumbado de espaldas, mirando el suave naranja que teñía el techo, durante unos minutos, contando las grietas e intentando apartar la incomodidad de la mente. El corte en el dedo índice se le había curado pero le había dejado una pequeña señal.
Floreana murmuró algo en sueños y puso una mano encima de la de él, pero no se despertó. Él se incorporó un poco y la besó con suavidad en la frente, húmeda de sudor. Antes hacía más frío en esas tierras, pero desde los enormes huracanes que estropearon los cielos, cada vez hacía más calor, incluso de noche. Todavía encendían el fuego, pero sólo para cocinar y tener un poco de luz.
Ramón se puso de pie y se acercó al fregadero, los pies desnudos sobre el suelo sucio. La puerta crujía bajo el viento, suelta contra el quicio. Mojó una toalla debajo del grifo y volvió al lado de su mujer, se acostó y le limpió la frente con suavidad. El sentimiento de intranquilidad volvió y, finalmente, se sentó en la cama y miró la pequeña habitación. El fuego se estaba extinguiendo pero unas cuantas brasas tozudas persistían y parecían ojos diabólicos.
Miró el pequeño montón de leña del rincón, el hacha apoyada al lado, la humilde mesa de madera, el agujero negro que era la ventana. Algo le llamó la atención en la ventana: un puntito encendido, una de las ascuas que, desde algún lugar, se reflejaba en la casa.
Se le quedó el aire atrapado en la garganta, pero lo expulsó con suavidad intentando no hacer ningún ruido. Sintió que la sangre le subía a la cabeza. No debería haber nada fuera de esa ventana, sólo campo abierto.
A su lado, Floreana se abrazó a la almohada y el puntito reflejado se movió ligeramente, como si lo que hubiera allá fuera hubiera registrado ese movimiento. Por la mente de Ramón pasaron las innumerables historias que había oído durante los últimos meses y recordó la criatura alta y delgada que había visto aquella noche en la garúa.
A pesar de la oscuridad, forzó la vista para distinguir la silueta de lo que había en la ventana. Nunca había creído en los monstruos, ni siquiera de niño, pero en aquel momento, en la noche, sus creencias parecían muy lejanas.
La última ascua se apagó y Ramón esperó a que la habitación quedara sumida en la oscuridad. Adaptó la vista y pudo entrever una enorme cabeza triangular ligeramente inclinada a un lado. El ascua se había reflejado en un enorme y vidrioso ojo, un ojo que parecía fijo en él y en su esposa dormida. Ramón aguantó la respiración y rezó para que su mujer no se moviera. Clavó la mirada en el hacha del rincón sin mover la cabeza y calculó la distancia que había desde la cama hasta ella. Volvió a mirar a la ventana y se perdió en ese ojo negro y líquido.
La cosa giró un poco la cabeza, observando la habitación con una larga y lenta mirada, y luego se apartó de la ventana y se sumergió en la oscuridad.
Ramón esperó un momento y luego dejó salir el aire. Se pasó una mano por el pecho, que le quedó empapada de sudor. A su lado, su mujer se dio la vuelta y se apartó de él. Ramón se inclinó un poco y le besó suavemente la espalda, entre los omóplatos, con labios temblorosos.
Se tumbó y se quedó quieto unos minutos, pero cada vez que empezaba a caer en el sueño abría los ojos de golpe y los clavaba en la ventana. Finalmente, se levantó y fue en busca del hacha.
Se durmió con el filo mellado del hacha contra la mejilla.