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Llegaron al frigorífico de aluminio en cuestión de minutos. La brisa era húmeda y se les mezclaba en la piel con el sudor. El frigorífico se encontraba delante de ellos, exactamente igual que antes, en medio de la hierba mecida por el viento. Lo rodearon como si fuera un altar. Derek apretaba la larva contra uno de sus costados.

Savage le lanzó la granada incendiaria a Cameron, quien sacó el pestillo de seguridad y la depositó en la cerradura del tamaño de una caja de zapatos que sobresalía justo debajo del asa. Estaba enfadada consigo misma por no haberse acordado de la granada de Tucker antes: él siempre la llevaba durante las misiones, en el bolsillo de los pantalones. Su amuleto de la buena suerte.

Los elementos químicos tardaron un poco en mezclarse, luego la granada emitió una intensa llama blanca, como el arco de un soldador. Todos apartaron la vista mientras la llama deshacía la cerradura. No hubo ninguna necesidad de dirigir la llama en el metal, y toda la cerradura cayó al suelo junto con la granada, todavía encendida.

La pesada puerta se abrió con un crujido y luego se volvió a cerrar.

La granada continuaba encendida en el suelo y Derek apartó de un puntapié los restos de la cerradura y la cubrió con tierra. Diego negó con la cabeza pero no dijo nada. Derek alargó la mano hacia el asa de la puerta, pero ésta se abrió y le golpeó la mano. Miró un momento a los demás antes de tirar de ella y abrirla por completo.

– Linterna -dijo.

Szabla avanzó con la lámpara colgando en una mano. A cada movimiento de la lámpara se veía la sombra de Derek en la puerta, enorme y deformada contra la superficie plateada.

Abrió la puerta y un familiar olor a carne muerta salió a saludarlos. Había ocho pequeños cuerpos retorcidos colgados de ganchos. La luz de la lámpara daba un aspecto siniestro al interior del frigorífico. Cada uno de los especímenes tenía casi un metro de longitud, era de color verde y estaba retorcido como si hubiera sufrido mucho dolor al ser matado. Aparte de eso, ninguno de esos cuerpos se parecía a los demás.

Un botón del compresor en la parte posterior emitía un pálido destello, como la luna. La brisa movía los cuerpos colgados como mangueras de viento.

Los científicos y los soldados se removieron, con un sentimiento de revulsión. Una de las criaturas tenía una enorme mandíbula con forma de pala y muchos ojos por toda la frente; otra tenía el encorvamiento vulgar y el entrecejo de un chimpancé. El cuerpo que quedaba más alejado tenía ocho patas afelpadas que sobresalían de la sección media del cuerpo y su sombra se proyectaba limpiamente en la pared interior del frigorífico. Tenía el cuerpo de una araña gigante, y la cabeza estaba a medio camino entre la de un canino y un primate.

– Jesús -silbó Rex-. Es como una pesadilla de Lariam.

La larva dejó salir el aire con su sonido característico, retorciéndose, en brazos de Derek. En una esquina del frigorífico, había un montón de ganchos en el suelo.

El viento hizo girar uno de los cuerpos y una de las patas le dio un golpe a Szabla en la parte de atrás de la cabeza. Sin acobardarse, la agarró y giró el cuerpo para examinar la parte delantera. Tenía el vientre liso y alargado, como un lagarto, y una cola que, a causa del rigor mortis, se encontraba levantada, paralela a la espalda. Tenía un hocico ancho y los dientes amarillos, como un cocodrilo, y las mejillas eran parecidas a las de la iguana.

Justin, que se encontraba detrás de Szabla, sintió un escalofrío.

En el interior de la puerta había un pesado cerrojo que permitía encerrarse dentro en caso de que los depredadores se acercaran, atraídos por el olor, mientras llenaban el frigorífico con los especímenes. Ese cerrojo se podía desencajar y quitar con un sencillo movimiento.

Tank lo sacó de la puerta y se lo quedó. Era más grueso y más pesado que las pequeñas lanzas: era un arma mejor.

La luz de la lámpara continuaba proyectando sombras en las opresivas paredes y en el techo: piernas colgantes, garras abiertas, cabezas agrandadas y deformes. Los soldados estaban ojerosos y pálidos entre esas bestias colgadas como repulsivos móviles.

– Si estas manifestaciones son debidas a un virus, no se parece a nada de lo que yo… -A Rex se le apagó la voz. Diego se había quedado con la boca abierta y miraba las criaturas que tenía alrededor con una extrañeza próxima a la incredulidad.

Uno de los ganchos estaba vacío. Era grueso y con púas, como los ganchos de carne, y golpeaba contra una pared del frigorífico, metal contra metal. El sonido resonó en las desnudas paredes hasta que Cameron levantó la mano y lo sujetó, como si fuera un asa de metro.

Cameron giró la cabeza hacia los demás; tenía la piel del cuello y hasta el nacimiento de los pechos enrojecida. Sólo recordaba haber sentido un asombro así una vez cuando abrió la funda del rifle y se encontró el anillo de compromiso que Justin había escondido allí para ella.

– Había casi doscientas cincuenta cámaras en la ooteca que Frank encontró -dijo Rex, en voz baja por el miedo o el respeto-. Cada una de ellas ocupada por un mutante: un nuevo prototipo. De esos doscientos cincuenta, sólo diez tenían una buena probabilidad de nacer. -Se le cortó el aire en la garganta-. Diez viables. Eso es lo que Frank escribió. Aquí hay ocho.

Diego se rió con un sonido sordo y profundo.

– Mira las variaciones: es increíble. Algo ha provocado que los padres críen a crías distintas. Adaptación a la radiación en una sola generación, en una sola carnada. Es como una tormenta genética.

– O una crisis nerviosa genética -añadió Szabla.

– ¿A qué conduce eso? -preguntó Justin-. Aparte de aterrorizarme.

– Si todos mutaran de la misma forma, sería como apostar todos los genes a un solo número -dijo Diego-. Tener crías distintas aumenta las probabilidades de que una de ellas se adapte al ambiente o encuentre la forma de sobrevivir.

– O dos -dijo Szabla, contando los ocho cuerpos otra vez.

– O dos de las crías, exacto.

– ¿Cómo pudieron emparejarse, si eran tan distintos? -preguntó Derek, escéptico, mirando los cuerpos que tenía alrededor.

– Creo que los que tienen la capacidad de metamorfosearse lo hacen en mantis adultas, como la que Savage mató -dijo Rex-. Sólo parecen distintas en los estadios iniciales.

– Todavía no lo entiendo -dijo Cameron, al tiempo que se daba cuenta de que Derek sostenía a la larva contra su pecho en actitud protectora-. Las larvas son mucho más pequeñas que esa cosa que mató a Tucker.

– Los insectos tienen la capacidad de crecer más de cien veces su tamaño de nacimiento.

Diego miró a Rex de reojo:

– Eso no es un insecto -dijo-, aunque nos refiramos a ella como mantis.

– Entonces, y ya que vosotros sois tan protectores -dijo Szabla-, ¿por qué creéis que Frank mató a esos ocho?

– No tengo ni idea -dijo Rex.

– Debió de darse cuenta de que eran una amenaza para él y para la gente de esta isla -dijo Justin.

Se oyó una gota caer al suelo desde una de las patas de los cuerpos. Cameron se pasó una mano por el pelo para asegurarse de que no le había caído encima.

Rex chasqueó los dedos.

– En el bloc de notas, Frank hizo una cuenta de nueve, y creo que significaba que había localizado nueve de las diez crías que habían eclosionado y que se habían internado en el bosque. -Se le nubló la vista-. Debió de quedarse con una viva para observarla, y ésa se apareó con la décima que él no pudo encontrar.

– Entonces, la pregunta del millón de dólares es: ¿qué aspecto tenía la que él se quedó? -dijo Szabla, mirando el gancho vacío-. ¿Por qué la mantuvo con vida?

La puerta del frigorífico se cerró violentamente a causa del viento y todos se asustaron. El aire estaba viciado a causa de los cuerpos. La larva, todavía en brazos de Derek, expulsó aire por los espiráculos. Cuando la puerta volvió a abrirse, vieron la silueta de Savage, agachado sobre la hierba. Todos le miraron. En la humedad de la noche, su cuerpo despedía vapor.

– ¿Por qué Dios hizo a los cachorros de perro tan simpáticos? -masculló.

Todos le miraron, esperando.

Savage escupió a un lado y se limpió los labios.

– Para que no los matemos.

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