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29 dic. 07, día 5 de la misión


Derek estaba tumbado en la penumbra de primera hora de la mañana y observaba las figuras que el agua formaba en el techo de la tienda. La lluvia se deslizaba por los laterales y formaba pequeños charcos, proyectando formas siniestras. La tienda parecía estar viva, como si él se encontrara en el vientre de una enorme bestia y observara cómo su estómago le digería.

La lluvia amainó y, al fin, paró dejando depósitos de agua en el techo de la tienda. Aunque sólo faltaban unos minutos para empezar el día, el cielo estaba todavía gris. Cameron dormía en silencio en la colchoneta, al lado derecho de Derek, y la caja de viaje que contenía a la larva estaba cerrada.

Derek tampoco había dormido esta vez. La frustración había desplazado el sueño, pero él se resistía. Se levantó y fue a donde Justin estaba montando guardia.

Justin entrelazó los dedos y, estirando los brazos hacia delante, los hizo crujir al tiempo que bostezaba. Cambió de postura y gruñó:

– Tengo el culo como si hubiera pasado la noche con el marqués de Sade.

Derek estaba de pie con las manos sobre las caderas y miraba las oscilantes copas de las Scalesias. Tenía el rostro hinchado, especialmente las ojeras y las mejillas. Parpadeó con fuerza y luego miró a Justin, esforzándose para adaptar los ojos.

Las lancetas de los trípodes se encontraban alineadas en el suelo a los pies de Justin. A su lado había cuatro bengalas y el cerrojo que Tank sacó del frigorífico de especímenes.

Se alejó unos metros y orinó en la hierba.

– Reúne a los demás para pasar revista -dijo, girando un poco la cabeza.


El suelo del bosque era sorprendentemente blando. A Cameron le parecía que cedía a su peso, bajo las pesadas botas. Llevaba una de las lanzas cortas en la mano.

Cameron y Derek andaban con precaución entre los árboles, con la piel irritada por el sol y aceitosa a causa de la protección solar. Vestidos con los trajes de camuflaje, se desplazaban de un lugar a otro como sombras del bosque. En caso de necesidad podían desaparecer tan sólo con pegarse al tronco de un árbol, tumbarse en el suelo o introduciéndose entre los matorrales.

Una vez, en Irak, ella y Derek habían sido pillados por sorpresa por un camión lleno de soldados enemigos. Llevaban puesto su traje de camuflaje para el desierto y se tumbaron en el suelo inclinado de una duna, cubriéndose las botas y el rostro con la arena. El camión les pasó tan cerca que tuvieron miedo de que les pasara por encima de los pies.

Cameron iba delante, abriéndose paso entre las ramas con los hombros y el pecho. Si no cedían, las apartaba de un empujón. Sentía las piernas firmes, fuertes a la altura de los muslos y las nalgas. Si alguna vez dejaba de trabajar, la figura se le deformaría. No tenía intención de dejar de trabajar.

Derek la seguía. El aire, atrapado bajo las copas de los árboles, era denso y húmedo, y estaba lleno de nubes de mosquitos y partículas de hojas y corteza. Cada nueve metros se detenían y registraban el área de alrededor, atentos a cualquier movimiento. En todo momento se cubrían en trescientos sesenta grados. Cameron observaba el área de delante y de los lados. La formación de vigilancia era más estrecha de lo habitual por la mala visibilidad; la densidad de las copas de los árboles producía la impresión de que estaban al anochecer.

Cuando trabajaban así, Cameron y Derek se movían acompasados, cada uno sentía las sensaciones, los movimientos y los instintos del otro. Los años de trabajar en pareja los habían convertido casi en una sola entidad. Atravesaron el bosque; eran dos corazones latiendo a través de los arbustos y entre los árboles. No hablaban. Ni siquiera tenían que dirigirse una señal para cambiar de dirección.

Cameron siempre sabía dónde se encontraba Derek, no porque le oyera o le viera, sino porque le percibía, percibía la vida que se movía detrás de ella entre los árboles, la vida de la cual era responsable. Si algo le sucedía a Derek sería tan malo como si le sucediera a su propio marido. Eso hacía que el comportamiento de Derek de los últimos días fuera tan alarmante para ella.

No transportaban ningún equipo, así que no se detenía a cada hora para beber, como hubieran hecho en circunstancias normales. A Cameron sus propios movimientos le parecían hipnóticos: levantar los pies, hundirlos en el barro, levantarlos de nuevo. Uno, dos, tres y un desvío para esquivar el tronco de un árbol. Respiraba despacio y de forma regular. Sentía el rostro húmedo a causa del calor. El sudor se le pegaba a los ojos.

Casi a medio camino de la parte más alta del bosque se abrió un pequeño claro entre los árboles, de unos cuantos metros cuadrados, manchado por hojas caídas y algunos helechos. Las enredaderas recorrían el suelo, se enredaban en los bajos matorrales y trepaban por los troncos de los árboles que rodeaban el claro. Las Scalesias se levantaban ante ellos, como un tapiz viviente. Algunas de las copas de los árboles más altos desaparecían de la vista entre el follaje de los más bajos.

De repente, a Cameron le pareció que el bosque cobraba vida, como si estuviera observándola.

Levantó una mano para que Derek se detuviera. Apretó el puño alrededor de la lanceta. Derek se colocó detrás de un árbol, apoyándose en la corteza del tronco.

El bosque entero se movía alrededor de ellos: hojas, matojos y ramas se mecían en el viento. Ese movimiento lento, hipnótico, hacía pensar en una danza nupcial. El aire estaba cargado con el olor del barro, de los animales ocultos, de los frutos frescos y podridos.

Observó la zona, pero todo era verde y marrón. Las enredaderas caían de los árboles como estalactitas, el follaje vibraba en la brisa. Durante unos momentos, Cameron cerró los ojos y escuchó. El zumbido de los insectos, el aleteo de un pájaro, el crujido de un árbol. Abrió los ojos de nuevo y no vio nada, aunque todavía sentía los ojos del bosque encima de ella.

Un trozo de enredadera al lado de su pie susurró y se escurrió en la oscuridad. Entre los troncos de los árboles, se veía el bosque interminable, un submundo tenebroso.

Cameron se movió despacio hacia la derecha, desplazando los pies de lado para seguir mirando hacia delante, y salió del claro. Contó quince pasos antes de que Derek la siguiera. Ambos desaparecieron en las sombras.

Una tela de araña se rompió contra el rostro de Cameron, pero no se detuvo. Se limpió la cara con la parte posterior de la mano con que sujetaba la corta lanza. La araña cayó al suelo y se escurría en busca de escondrijo cuando Cameron la aplastó con la bota. Tres pájaros salieron de un árbol de repente, rompiendo el silencio con su aleteo y llamándose el uno al otro entre las ramas.

Cameron levantó las manos e hizo chasquear los dedos. Derek se detuvo y ambos se quedaron perfectamente inmóviles. Cameron luchaba contra el instinto de apartar los restos de la tela de araña que le colgaban de la nariz. Finalmente, ella señaló con dos dedos hacia el suelo de delante de ellos, donde había una cabeza nudosa del tamaño de una pelota: la cabeza del macho que la hembra había devorado durante el apareamiento.

Cameron se acercó y levantó la cabeza con cuidado, como si tuviera miedo de que despertara a la vida. La parte exterior estaba intacta, pero el interior había sido devorado por las hormigas. La colocó a contraluz de los rayos que se filtraban por las copas de los árboles, admirada por la línea dura y aserrada de las mandíbulas.

– Parece que sólo quedamos nosotros y la larva.

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