40

La larva avanzaba a través de la densa vegetación, empujándose con contracciones de los segmentos abdominales. La cabeza grande oscilaba de un lado a otro y los enormes ojos captaban los alrededores.

Se había alimentado bien durante el breve tiempo que pasó en el bosque, ya que a su alrededor había una inacabable cantidad de vegetación. El día anterior, tumbó una enorme Scalesia mientras se abría paso a través del campamento, pero escapó sin sufrir ningún daño. Quedarse cerca de la ooteca había resultado ventajoso, ya que sus compañeras de carnada se habían dispersado en lugar de quedarse por los alrededores compitiendo por el alimento.

La cutícula que recubría la epidermis y la membrana de la parte inferior del cuerpo había empezado a desprenderse por la parte en que se arrastraba por el suelo. La cutícula estaba suelta alrededor de su cuerpo, así que la larva se movía dentro de ella al desplazarse.

La larva crecía. Pronto mudaría la piel.

La cutícula se abrió por detrás de la cabeza y la larva empezó a moverse hacia delante. Los pequeños ganchos de sus patas falsas se anclaron en el suelo para impedir que la cutícula avanzara con ella. Continuó desplazándose hacia delante, atravesando su propia piel e inhalando aire; hinchándose. La abertura en la cutícula se hizo más grande y la larva se impulsó hacia arriba de su antiguo cuerpo mientras las minúsculas patas rascaban el suelo. El nuevo exoesqueleto era de un verde todavía más vivo.

La piel nueva estaba húmeda y tierna. Aún no se había endurecido, y los músculos todavía no estaban pegados a ella con firmeza. Tenía que quedarse quieta hasta que la nueva cutícula se endureciera.

La larva se quedó quieta al oír un ligero ruido cercano. Con las patas entumecidas por la edad, el perro salió de su escondite en una zona de helechos y se abalanzó sobre la larva. Esta se hizo una bola para protegerse, pero antes el perro consiguió cerrar las mandíbulas alrededor de la cabeza y clavarle los dientes en la parte superior del tórax. El perro movió la cabeza con violencia de un lado a otro y el pequeño cuerpo verde forcejeó en su boca como una muñeca y, con un crujido, dio vueltas bajo la cabeza.

El perro se acercó la presa al vientre, entre las patas, y empezó a mascar el tejido de la larva. Al clavar los dientes en la cabeza, la puntiaguda mandíbula de la larva se desprendió y se le clavó en la encía. El perro soltó unos chillidos de dolor.

Inmediatamente, el animal se apartó y con furiosos movimientos de cabeza consiguió desprender la mandíbula de su boca. La mandíbula de la larva cayo al suelo. El perro agarró a la larva con la boca y la arrastró por el sotobosque. El abdomen de la larva se arrastraba por el suelo detrás de él dejando un rastro de piedras y suciedad.


– ¿Qué coño ha sido eso? -susurró Justin a Szabla; los chillidos del perro todavía le resonaban en los oídos.

Szabla levantó una mano para hacerle callar. Aparte de los ruidos habituales, el bosque estaba en silencio.

– Un perro -dijo ella-. O al menos lo parecía.

Justin levantó la cantimplora y la agitó antes de beber las últimas gotas. Habían pasado la mayor parte de la mañana reconociendo el bosque. Rex, antes de marcharse con Derek y Cameron a colocar la tercera unidad de GPS cerca del lago, había encargado a Justin y a Szabla que localizaran un lecho rocoso adecuado en el interior del bosque.

El bosque estaba fresco a causa de la lluvia del día anterior. El agua se acumulaba temblorosa sobre las hojas, los recovecos de los troncos y las huellas en el barro. El aire era caliente y húmedo y tenía un olor tan fuerte que Szabla lo notaba en la garganta.

Justin avanzó en dirección a los chillidos, apartando las finas ramas a su paso. Szabla lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

– Yo lo localizaré.

Szabla pasó delante de Justin y avanzó, abriendo paso. No podía evitar el mirar, maravillada, la variedad de la vegetación: menta con flores púrpuras, enredaderas de hojas ocres, una orquídea ocasional emergiendo de un tronco de Scalesia. Un pinzón se movió entre los troncos y emitió un canto suave y tranquilizador. Justin lo imitó y se dio la vuelta para verlo desaparecer.

Szabla se detuvo al llegar a una zona donde el suelo estaba revuelto, las hojas y la tierra removidas por algún tipo de lucha reciente. Husmeó el aire.

– ¿No notas un olor raro?

– Bueno, no quería decir nada, pero…

Ella le cortó.

– Kates. Por una vez en la vida, sé serio.

Justin la miró con docilidad.

– Era un buen plan.

Szabla echó la cabeza hacia atrás y olió el aire con los orificios de la nariz muy abiertos. Justin arrugó la nariz al notar el olor.

– Algo está podrido en Sangre de Dios -dijo.

Szabla vio el bulto brillante donde la mandíbula estaba oculta bajo un montón de hojas en descomposición. La cogió y la levantó hasta un rayo de luz que penetraba por el follaje.

– Parece una mandíbula -dijo-. De otra larva.

Justin avanzó hasta una zona de helechos y, de repente, una de sus piernas salió disparada hacia delante. Se oyó un susurro y, de repente, había desaparecido. En el aire.

Szabla se quedó sin habla, con la mirada fija en los helechos y las hojas caídas en el suelo del bosque. Se acercó despacio, y avanzó un pie con cautela para comprobar el suelo.

La risa de Justin casi la mató del susto: profunda, con eco.

– Le he dado al León su coraje; al Hombre de Hojalata, un corazón; y tú ¿qué es lo que quieres, tesoro?

Su voz era como un bramido resonante en el interior de la tierra.

– ¿Otro juego de pesas?

Szabla apartó el pie y a punto estuvo de caer al suelo.

– Justin, corta el rollo. -La voz le salió menos firme de lo que quería-. ¿Dónde demonios estás?

– No lo sé -resonó su voz-. En una especie de cueva. Me levantaría y echaría un vistazo, pero he aterrizado más o menos de cabeza.

Szabla apartó los helechos y descubrió la entrada del túnel de lava, que descendía con suavidad hacia un pozo vertical. Justin parpadeó bajo la luz. Sólo había caído aproximadamente un metro. Miró hacia arriba, se puso de pie y trepó hacia la entrada.

La ooteca latía en el techo del túnel de lava, colgada a lo largo de la gruesa raíz de Scalesia, justo encima de donde había estado Justin. La última cámara que todavía estaba cerrada se retorcía, haciendo temblar todo el saco de huevos. Los hilos por los cuales las larvas habían descendido estaban retorcidos hacia arriba; parecía como si de la ooteca salieran virutas de madera.

– ¿Qué coño es esta cosa? -preguntó Szabla.

– Una tarta. ¿Por qué no la pruebas?

– Pues has salido de ahí con mucha prisa para ser una tarta.

– Bueno, ya sabes, una faceta del «hombre de verdad». -Justin hizo una mueca parecida a una sonrisa-. Parece que hemos encontrado el feliz hogar de nuestra larva.

Szabla miró la ooteca y se quedó pensando.

– Joder -exclamó-. Una de esas cámaras es más grande que un útero de mujer.

Echó un último vistazo y salió de entre los helechos, maldiciendo en voz baja.


Molesto, Savage observaba a Tucker dar vueltas alrededor del fuego.

– Bueno, ¿por qué no han vuelto todavía? -Tucker consultó su reloj-. Pasan veinte minutos de la hora de encuentro, y Justin y Szabla nunca llegan tarde.

Con los rostros y los cuellos embadurnados de crema solar, los demás soldados estaban de pie, comiendo. Unas cuantas nubes oscuras se habían formado en el cielo y, aunque atenuaban un poco la luz, no reducían el calor. Tank se agachó e hizo una mueca de dolor. Al ponerse de pie, se mordió los labios con evidente dolor.

Diego había soltado a la larva encima del montón de leña. El animal, satisfecho, consumía una rama fresca de Scalesia que todavía rezumaba savia por el extremo cortado. De vez en cuando dejaba de masticar para comprobar los movimientos que había a su alrededor. Rex rellenó las lámparas con el gas blanco de la botella mientras sujetaba el tapón entre los dientes.

Tucker se puso en pie y empezó a andar en círculos.

– Relájate -le dijo Cameron, con la boca llena de barrita de cereales. Consultó el reloj que llevaba atado al bolsillo frontal de los pantalones-. No pasa nada. Probablemente se han cruzado con algo.

– ¿Cómo con un juego de mesa de porcelana completo? -preguntó Rex.

– ¿Cómo es que no estás más preocupada? -preguntó Tucker-. Eres su esposa.

Cameron le dirigió una mirada inexpresiva.

– Aquí, no -le dijo.

Savage puso los ojos en blanco mientras pinchaba unas patatas hervidas.

– Este jodido equipo -murmuró-, formado por maricones y parejitas…

Derek hizo rechinar los dientes con una mueca. Pasó por encima del fuego y se agachó delante de Savage, el rostro a centímetros del de él. Savage se tomó su tiempo antes de levantar la mirada hacia él y acabó el dibujo que estaba haciendo en la tierra con el tacón. Cuando lo miró, lo hizo con frialdad.

Derek levantó una mano con intención de ponerla en el hombro de Savage, pero se lo pensó mejor. Hizo bien. Habló con tranquilidad:

– No voy a poner en peligro esta misión porque tú quieras jugar a «tenemos chico malo en la escuela». Si aprietas un poquito más, te aseguro que no dudaré ni un momento en arrancarte la cabellera y en dejarte aquí hasta que te pudras.

A Derek le latía el pulso en la sien. Savage observó ese latido mientras Derek intentaba mantener la compostura. Miró a Derek a los ojos decidido a no pestañear hasta que éste se retirara. Inclinó la cabeza y husmeó en el aire:

– Te lo huelo -dijo-. Debilidad. Has perdido el coraje de matar.

– Ponme a prueba -respondió Derek-. Simplemente, ponme a prueba.

Mientras Derek se alejaba, Savage sacó el cuchillo de la funda, le dio la vuelta en el aire y lo lanzó hacia Derek, el cual se tambaleó hacia atrás para apartarse; el cuchillo se clavó en el tronco.

– Seguro, teniente -dijo Savage.

Cameron se acercó, sacó el cuchillo del tronco y se lo lanzó a Savage. Este dio un paso atrás para apartarse y lo tomó en el aire.

– Lo creas o no -dijo Cameron, sin mirarle-, aquí no nos impresionan tanto los trucos con cuchillos.

Savage se quedó de pie, como un tonto, con el cuchillo en la mano.

La voz de Szabla sonó, en medio de una gran estática, cuando Derek encendió el transmisor.

– Mitchell. Szabla. Hemos encontrado algo. Más vale que reúnas a esos tipejos y te dirijas colina arriba.

Diego llevó la larva a su tienda para meterla en la caja. Rex se puso en pie, excitado, cerrando la botella de combustible mientras se dirigía hacia el bosque.

Savage se metió un montón de patatas en la boca y guardó los chicles y las cerillas en el bolsillo de su pantalón. Cuando se dio la vuelta para irse, los demás ya habían desaparecido entre los árboles.


La ooteca vibraba colgada de la raíz y hacía caer al suelo restos de tierra del techo. Cameron dio un paso atrás, hacia la luz, contenta de que Derek hubiera cortado los helechos que ocultaban la entrada. Savage no había llegado todavía.

Justin miró hacia dentro y silbó:

– ¿Qué longitud tiene este túnel?

– Es un túnel de lava -explicó Diego-. Nos encontramos en la entrada sur. Tiene una longitud de trescientos cincuenta metros antes de abrirse al suelo del bosque.

La cobertura como de papel de la última cámara cerrada de la ooteca se abrió por el centro.

– Jesús -dijo Cameron-. Está saliendo.

– ¿Has visto alguna vez algo así? -preguntó Derek.

– Es una ooteca de algún tipo -comentó Diego, inseguro-. Se parece a la de la mantis, pero es mucho más grande y tiene menos cámaras.

– Es como una versión en grande de la ooteca que encontramos en el campamento de Frank. La que él dibujó. -Rex se pasó una mano por la mandíbula-. ¿Por qué solamente ocho cámaras? ¿Por qué no doscientas o las que sea?

– No lo sé. -Diego meneó la cabeza-. Parece que este animal, sea lo que sea, tiene menos crías pero les dedica más recursos. Las equipa mejor para sobrevivir.

Una cabeza viscosa y verde emergió de la cámara y, detrás de ella, un cuerpo como de renacuajo. Se lo veía débil y atrofiado. Lentamente, descendió por el hilo retorciéndose dentro del saco membranoso. Hechizados, todos lo miraron mientras bajaba. La larva consiguió liberar la cabeza y el tórax del saco, pero tenía las patas falsas pegadas todavía a los segmentos abdominales. Una de las patas verdaderas estaba deformada y las demás se veían apergaminadas e inútiles.

Era seguro que moriría.

– Eso es. Eso es lo que tenemos en el campamento -dijo Justin, como si esa idea no se le hubiera ocurrido a nadie más.

Sobreponiéndose a un escalofrío, Tucker dio un paso atrás y se llevó instintivamente la mano al bolsillo de los pantalones donde guardaba la granada incendiaria.

– Son crías como de mantis -dijo Rex, haciendo girar la botella de gas blanco entre las manos-. Pero las ninfas de mantis no tienen este aspecto. Normalmente, son una versión en pequeño de un adulto.

– También he encontrado esto -dijo Szabla, mostrando la mandíbula que había encontrado en el suelo del bosque.

Diego la examinó.

– Es una parte de la boca dentada de la larva. Una mandíbula. -La frente le brillaba incluso con tan poca luz. Levantó la vista hacia la ooteca-. Hay más -dijo, y en la voz se notaba inquietud y excitación a la vez.

– Si cada cámara tiene una larva, entonces hay ocho -dijo Rex, dando un paso hacia delante y tocando con un dedo el saco de huevos-. Por lo menos de esta ooteca. Tenemos una encerrada en la caja del campamento, otra es la de la mandíbula que ha encontrado Szabla, otra la que acaba de salir y otra que, parece, no consiguió sobrevivir. -Señaló a una esquina donde había varios fragmentos de boca.

Cameron se agachó ante las piezas medio enterradas y levantó una mandíbula a la luz. Estaba cubierta de hormigas.

– Estas partes no deben de ser comestibles -dijo-. Aquí hay dos mandíbulas, probablemente del mismo animal.

La larva se retorcía en el hilo, y emitía un silbido agudo y de dolor cuando el aire salía por los espiráculos.

Tank levantó cuatro dedos con expresión de sorpresa.

– Tiene razón -dijo Szabla-. Suponiendo que ésta sea la única ooteca, tenemos cuatro bichos más ahí fuera.

Savage entró rápidamente en el túnel de lava justo cuando la larva se liberaba del hilo y caía al suelo. Diego se llevó un dedo a los labios y Savage se unió al círculo en silencio, observando el intento de la larva de avanzar. El silbido que emitía era agudo, como el aire que sale despacio de un globo. La larva consiguió desplazarse hacia delante unos centímetros, dejando un rastro en la tierra detrás de ella. Todavía tenía la piel húmeda y tierna.

Rex le dio la botella de combustible a Savage en un gesto reflejo al tiempo que se aproximaba para ver a la larva más de cerca.

– Dios mío, tendríamos que… ayudarla o algo -dijo Derek, mientras echaba un vistazo alrededor, nervioso.

Savage desenroscó el tapón de la botella, dio un paso hacia delante y echó un chorro de gas blanco encima del cuerpo de la larva. El animal se retorció bajo el contacto del líquido.

– Santo Dios -exclamó Diego-. ¿Qué diablos estás…? -Se agachó al lado de la larva y le pasó la mano con suavidad por los suaves y flexibles pelos-. Gracias a Dios, parece que está bien.

Savage sacó las cerillas del bolsillo del pantalón, encendió una de ellas con el pulgar y la tiró sobre la larva. La cerilla cayó en la espalda del animal y encendió el gas blanco. Los espiráculos emitieron un fuerte silbido y las llamas crecieron y abrasaron la tierna cutícula. La larva luchaba por desplazarse hacia delante mientras el fuego le envolvía el cuerpo.

– ¿Por qué coño has hecho eso? -gritó Rex.

Derek se dio la vuelta y agarró a Savage por la camisa, pero éste estaba observando cómo moría la larva y no reaccionó. Los chillidos del animal llamaron la atención de Derek, que soltó a Savage y se agachó al lado del animal moribundo. Diego estaba de rodillas y abría y cerraba las manos de impotencia. Cameron miraba al suelo. Notaba el sudor en todos los poros de la piel, y el latido del corazón en la yema de los dedos.

La larva se quedó en el lugar donde estaba, revolcándose, incapaz de avanzar, mientras las llamas devoraban su cuerpo. El chillido era más débil y un sonido metálico subió de intensidad. De la boca le salía una sustancia pastosa.

Con un último chillido, la larva se estremeció y murió, enroscada. El fuego menguó y dejó solamente un polvo ennegrecido. De los agujeros en la cutícula sobresalían unos huesos delgados y frágiles: una delgada columna vertebral y lo que parecía una serie de costillas grandes y curvadas. Diego y Rex tenían razón acerca del esqueleto interno.

– ¿A qué coño ha venido esto? -chilló Derek, y su voz resonó en el pozo.

– Dijiste que teníamos que ayudarla -respondió Savage-. Lo hice.

Diego se puso en pie.

– Destruiste lo que podía ser un espécimen único -gritó Diego, con un enérgico ademán de manos-. ¡El coño de tu madre!

Con la respiración cortada a la altura del pecho, Cameron miraba la pared de lava de la cueva, donde una hilera de hormigas se llevaban minúsculos trozos de la ooteca.

– Esa cosa iba a morir de todos modos -dijo Szabla.

Rex se volvió hacia ella, enfadado.

– ¿Ésta es tu lógica? Brillante. Jodidamente brillante. Sois como niños de ocho años pegando fuego a las hormigas con una lupa de aumento y arrancando las alas a las moscas.

– Es posible que nos haya hecho un favor -dijo Szabla, al tiempo que le daba un manotazo a Savage en el pecho.

– No tenemos conocimiento de que estas larvas sean peligrosas.

– Yo preferiría no averiguarlo.

Rex se dio la vuelta hacia Derek, con la mirada dura.

– Son tus soldados, bajo tu mando. Tu trabajo es mantenerlos a raya.

Derek miró el pequeño cuerpo quemado con la mirada ligeramente perdida.

– No es que nos carguemos todo lo que nos da la gana. Esto no es natural.

– ¡Una mierda! -gritó Savage, con las venas del cuello hinchadas. Tenía agarrado el cuchillo con tanta fuerza que los nudillos de los dedos se le habían puesto blancos-. Natural -gruño-, ¿qué coño es natural? Cualquier cosa que queramos. Cualquier cosa que seamos. Cualquier cosa que hagamos viene de la tierra y de nuestro cerebro primitivo. Los misiles nucleares, el Agente Naranja… -lanzó el cuchillo al aire y lo recogió hábilmente por el filo entre el pulgar y el índice-… cuchillos. Todo es natural. No seas tan arrogante de pensar otra cosa. Así que no me vengas con la mierda de lo natural cuando tú sólo matas las cosas desagradables. Porque yo lo he matado todo. Mujeres, niños, bebés. Te podría contar historias que harían que el corazón te saliera por la boca. ¿Y sabes qué? Todo es lo mismo. No existe lo natural. No hay reglas.

Derek fue a hablar, pero Savage levantó el cuchillo y lo apuntó hacia él, a centímetros de su ojo.

– Esta lección entra con sangre, teniente. Apréndetela.


Se reunieron en el claro que había al exterior del túnel de lava, todos menos Savage, que se quedó observando el bosque con un pie apoyado en una retorcida raíz que sobresalía del suelo como un brazo de una tumba. Se llevó a la boca un trozo de plátano, que cortaba con su Viento de la Muerte.

Se encontraba a bastante distancia de los demás, que habían formado un círculo y hablaban en voz baja para que él no los oyera. Cameron miraba a Derek con preocupación y tenía la cabeza a mil con todo lo que había sucedido. No comprendía por qué Derek no había detenido a Savage.

La visión de Cameron se enturbió y luego volvió a aclararse. Consiguió concentrar la mente.

– Me molesta parecer un disco rayado -dijo-, pero tenemos un objetivo aquí, y es terminar la misión. Ni más ni menos. Cualquier cosa que no contribuya a realizar nuestro objetivo es irrelevante.

– Y yo soy el segundo oficial al mando, aquí -dijo Szabla.

Cameron la miró un largo rato antes de hablar.

– Sí, Szabla -dijo-. Lo sabemos.

Diego había envuelto los restos de la larva con su camisa para transportarla a la base. Se puso de pie con los pies ligeramente separados y, dirigiendo una inexpresiva mirada hacia los árboles, dijo:

– Garrapatero de pico liso.

Los demás miraron pero no vieron nada, pero de repente, un pájaro negro salió disparado de una rama y atravesó como una flecha el sotobosque.

– ¿Cómo diablos te has dado cuenta? -preguntó Tucker.

Diego se acarició el mostacho con los dedos pulgar e índice.

– No puedo ver las hojas -respondió.

Lo había dicho con voz suave y apenada, y sonó como la lenta corriente de un río. Diego miró hacia la entrada del túnel de lava y negó tristemente con la cabeza.

Rex se acercó a un charco de agua que se había formado en una cavidad en el basalto, al pie del túnel de lava, con la mano metida en la mochila buscando un tarro de cristal. Lo llenó y luego lo levantó a contraluz. A través del cristal el agua se veía de un tono rojo. Cameron y los demás le observaron mientras él colocaba el tarro en la mochila y volvía a reunirse con ellos con expresión pensativa. Cuando se dio cuenta de que Cameron le observaba, hizo un gesto de desconcierto con la cabeza.

– Dinoflagelados en el agua -dijo.

Diego frunció el entrecejo.

– ¿Cómo es posible que el fitoplancton haya llegado hasta aquí arriba?

Cameron dirigió la atención a Derek, que se había puesto pálido.

– ¿Estás bien, teniente? -preguntó Justin.

– Sí -dijo Derek, cortante-. Estoy bien. Todo está bien. Vamos a terminar el reconocimiento del bosque, encontraremos un lecho de piedra y volveremos a la base a las ocho. Quiero la localización para la cuarta unidad de GPS cuando nos reunamos.

– Quiero garantías de que no va a haber ningún otro comportamiento como éste -dijo Rex.

– Muy bien -dijo Derek-. Te lo garantizo. Cualquiera que actúe sin órdenes directas responderá ante mí. -Levantó los ojos: los tenía cansados y con un tono verdoso.

– ¿Y él? -dijo Diego, señalando a Savage con la cabeza.

– Yo me encargo.

– Esta misión es mía -dijo Rex-. Lo sabes.

Szabla lo miró con desagrado.

– Ya lo has dejado claro -le dijo.

Derek se dirigió al grupo.

– En marcha.

Se pusieron en movimiento, por parejas, y se dirigieron hacia el bosque. Tucker pasó al lado de Savage sin aminorar el paso, y éste lo siguió por el sotobosque.

Szabla se detuvo al lado de Derek y estudió su rostro, como intentando descifrarlo. Le habló en un susurro que difícilmente oyó Cameron y que los científicos no podían escuchar.

– Mira, teniente, creo que estas cosas deberían…

– En marcha, Szabla -gruñó él, sin mirarla.

Szabla dudó unos momentos, deseando decir algo más, pero él no le hizo caso ni siquiera cuando ella hizo un movimiento de cuello e hizo sonar las vértebras de la nuca. Justin la esperó pacientemente donde comenzaban las plantas. Cuando, finalmente ella se reunió con él, Justin la dejó tomar la delantera.

Derek y Cameron se quedaron solos en el claro. El anochecer extendía las sombras a su alrededor. El suelo tembló ligeramente, pero el movimiento no llegó a ser un terremoto. Derek no pareció darse cuenta.

– ¿Estás bien, Derek? -le preguntó.

– Bien -le respondió, cortante, pero evitando su mirada-. Voy a romperle la cabeza a Savage si vuelve a tocar a otro bebé.

Cameron apretó los labios, preocupada. Ella compartió la sensación visceral de Derek al ver morir a aquella cosa, pero parecía que Derek se dejaba llevar por el torrente de sus emociones.

Cameron se aclaró la garganta, incómoda, y dijo:

– No es un bebé, Derek.

Él emitió una risa hueca.

– No me jodas. Yo no he dicho que fuera un bebé.

Se quedaron unos momentos de pie, allí, con el silbido del viento entre los árboles y las llamadas de extraños animales a su alrededor. Cameron observó a una araña abrirse paso por un tronco cubierto de musgo. Volvió a aclararse la garganta con incomodidad:

– Mira, Derek, ya sé que esto es difícil teniendo en cuenta que…

– Tú no sabes nada, ¿vale? -respondió Derek con voz ronca. Se dio la vuelta con las mandíbulas apretadas-. Vámonos.

Cameron observó el pulso en la sien de Derek antes de darse la vuelta y empezar a caminar de vuelta al campamento con la cantimplora golpeándole el muslo como un trofeo de caza.

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