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– Vamos a repartirnos el trabajo -dijo Szabla, que estaba delante del fuego. Con la mandíbula, señaló a Cameron-: Tú, Justin y Tank id a reconocer el terreno; tenéis que ir a contrarreloj. Aseguraos de que recorréis la cara del acantilado en dirección este: nadie ha inspeccionado por allí lo suficiente. Si encontráis a Derek… -Szabla apartó los ojos de Cameron y continuó-: matad a la larva y a él, si es necesario. -Levantó un dedo hacia Cameron, aunque ésta no había reaccionado-: No te pongas femenina conmigo, ahora.

– ¿Podrás aguantarlo? -preguntó Savage, clavando la mirada en Cameron.

Ésta se puso de pie y dejó caer las manos sobre sus musculosos muslos.

– Por supuesto.

Después de que Cameron, Tank y Justin se fueron, con Cameron delante, hacia el bosque, Szabla bebió y se refrescó el cuello y los hombros, sudorosos. Cuando se volvió para echar un vistazo a los pastos del este, Savage ya se encontraba a cincuenta metros, buscando agujeros entre la alta hierba. Era una suerte que hubiera vesículas de aire en campo abierto; buscarlas en el bosque implicaba un riesgo mayor, ya que el follaje ofrecía un buen escondite para una mantis. Además, si una de las larvas se metamorfoseaba, sería mejor llevarla a algún lugar abierto para poder vigilarla: al anochecer, por supuesto, para que el sol no le impidiera el paso.

El calor era implacable, así que Szabla se quitó la camisa. La tiró a un lado y se dirigió, con la camiseta negra, hacia donde se encontraba Savage, el cual no llevaba la camisa puesta. El pañuelo de la cabeza estaba goteando: debía de haberse mojado la cabeza con el agua de su cantimplora. Se encontraba en cuclillas, y negaba con la cabeza. Cuando se acercó, Szabla se dio cuenta de que se estaba riendo.

– Creo que acabo de resolver el misterio del doctor Frank Friedman -dijo, señalando, entre la alta hierba, un estrecho pero profundo agujero en el suelo.

Szabla se inclinó y apartó la hierba. El olor le llegó con fuerza y Szabla retrocedió mientras agitaba el brazo delante del rostro. Savage se rió con fuerza. Szabla se subió la camiseta hasta cubrirse la nariz, estilo bandido, y volvió a inclinarse para mirar abajo.

Un cuerpo hinchado se encontraba al fondo del estrecho agujero de tres metros y medio. El ángulo de la cabeza indicaba que el cuello estaba roto. Después de un mes de trabajo, los gusanos, las hormigas y demás bichos habían reducido la cabeza y las manos a unos horribles apéndices. El resto del cuerpo todavía estaba cubierto por las ropas y, aparentemente, lo mantenían unido. A poca distancia de la cabeza había un sombrero de pescador.

– Con toda la mierda que está sucediendo en esta isla -dijo Savage- y este idiota murió al sacar la cabeza por un puto agujero. -Volvió a negar con la cabeza.

Tardaron casi una hora bajo el sol en encontrar una vesícula de aire que pudiera servir como trampa. De unos tres metros de profundidad, casi dos de ancho y unos tres y medio de largo, había sido un agujero redondo dentro de la lava. Las décadas de erosión habían gastado la entrada y alisado las paredes. A causa de la sombra y la humedad que se acumulaba allí, la evaporación era lenta y existía un ecosistema enteramente distinto: los helechos proliferaban bajo los rayos de luz y unos árboles en miniatura sobresalían entre los montones de escombros.

Szabla y Savage se miraron desde lados opuestos del agujero. Szabla tenía la camiseta pegada al cuerpo y mojada por completo. Intentó escupir, pero la flema pastosa y gruesa, le quedó colgando del labio inferior. Volvió a escupir y, al fin, cayó al suelo.

El campamento base se encontraba a unos noventa metros hacia el oeste, y el bosque quedaba unos cientos de metros hacia arriba.

– Éste está bien -dijo Szabla-. Limpio y abierto. Nada puede sorprendernos aquí, y está lo suficientemente cerca del bosque para que ese hijo de puta lo vea y venga hasta aquí protegido por la noche.

Savage asintió con la cabeza mientras se rascaba la barba.

– Vamos a sacar esa roca de la base de la pared -dijo Szabla-. Para asegurarnos de que nada podrá salir de aquí.

Se dirigieron al campamento base para buscar palas y cuerda, alejándose del agujero donde se encontraba, pudriéndose, el cuerpo de Frank Friedman.


Avanzaban con dificultad por el bosque. Cameron iba abriendo paso entre el follaje con la lanceta, como si fuera un machete, cuando el bosque se espesaba. Tank y Justin la seguían en silencio.

Cuando oyó el ruido, sintió que las piernas le flojeaban ante el recuerdo de esa cosa que había matado en el suelo de la cueva. Empezó a andar más despacio, y Tank y Justin se pararon en seco inmediatamente para ver qué sucedía.

El ruido provenía de detrás de una planta cuyas hojas caían en cascada por todos sus lados. Los cantos serrados de las hojas le cortaron las manos cuando las apartó, esperando encontrar otra larva.

Al ver la cabeza blanca y el pico negro del petrel de las Galápagos, los ojos se le humedecieron a causa del alivio. El petrel había excavado una madriguera en el suelo blando y estaba vigilando el nido lleno de huevos. Chilló indignado ante la presencia de Cameron, con la temblorosa cola levantada en forma de uve. Cameron retrocedió.

Al hacerlo, topó con Justin, que se había colocado justo detrás de ella con su lanceta, a punto de encargarse de la matanza para ahorrarle eso otra vez. Un gesto cruelmente dulce. Ella se apoyó en él sólo para sentir su cuerpo durante unos segundos. Sentir las manos de él alrededor de la cintura la tranquilizó y Cameron le guiñó un ojo antes de darse la vuelta y continuar entre los árboles.

El hecho de que hubiera estado segura de cuál era su obligación la otra noche, de que tenía que matar a la larva, no le había facilitado la tarea. Tuvo que luchar con cada uno de sus instintos para levantar la lanceta y apuñalar a aquella cosa hasta la muerte.

No la habían preparado para matar animales. Sólo a otros hombres, hombres armados y de acento áspero. Combatientes. Quizá se le hacía difícil matar una larva porque no tenían inclinaciones políticas ni ninguna malignidad, porque no le deseaban ningún daño o, simplemente, no eran capaces de desear. O quizás era porque eso era contribuir en la eliminación de una forma de vida: una tarea tan vasta, importante e irrevocable que se sentía perdida en el laberinto de sus implicaciones. Como mínimo, le resultaba irónico y natural al mismo tiempo, que matar una larva le despertara más dudas que acabar con una vida humana.

Las larvas eran algo extraordinario y literalmente único. Pero el precio que había que pagar por su existencia era inmenso. Cameron no podía apartar de la mente en ningún momento la cosa aberrante que Floreana había dado a luz; en el fondo de sí misma, la llevaba encima en todo momento como un segundo y extravagante embarazo.

Al este, vio un punto en el que un trozo de tierra se había desplomado durante el último terremoto, y allí el bosque terminaba de repente en un precipicio. Se sentó en el borde y dejó la lanceta sobre las piedras, a su lado. Se sentó con los pies colgando por el precipicio, como una niña pequeña, y unos cantos cayeron varios cientos de metros. Los perdió de vista un momento antes de que llegaran al agua. Sentía agujetas en las piernas. Habían estado caminando desde el amanecer, y la incesante actividad de los últimos días estaba cobrando su precio.

El recuerdo de la rebelión de la escuadra la llenaba de vergüenza y desprecio. Aunque sabía que había hecho lo correcto al oponerse a Derek, aún no se había perdonado por ello. Recordaba las emociones en el rostro de él: pérdida, confusión, miedo teñido de rabia…

Justin se sentó a su lado, con el estómago pegado a su espalda y las piernas a cada lado de las suyas. Tank se dejó caer cerca de ella y le puso una manaza en el hombro.

– Os voy a dar una patada en el culo a los dos si continuáis tratándome como a un bebé así -dijo Cameron-. Estoy bien, ya lo sabéis. Dejad de acariciarme.

Tank apartó la mano y Justin hizo como que la estrangulaba. Cameron encontró el punto sensible en el codo de él y Justin la soltó rápidamente.

– ¡Ay!

– Sí, ay. Y tengo unos cuantos más guardados. -La brisa les llevó los olores del bosque-. Me siento sin esperanza buscando esos bichos -reconoció-. Son como agujas en un pajar.

– Deberíamos volver -dijo Justin-. Ayudarlos con el agujero.

A pesar de sus anteriores quejas, Cameron se apoyó ligeramente en su marido.

Delante, el agua se abría, clara e infinita, hasta el horizonte. Susurraba contra la base del precipicio, bajo los pies de Cameron, y se levantaba en remolinos de burbujas blancas y espumosas. La fronda se inclinaba bajo la brisa allí cerca, en una suave reverencia.

– Estás embarazada -dijo Tank-, ¿verdad?

Cameron se lamió el labio inferior. Estaba salado.

– ¿Cuándo te diste cuenta?

Él se encogió de hombros.

– Cuando fui a tu casa a recogerte.

Se quedaron en silencio unos momentos.

– No dejaré que te ocurra nada -dijo Tank.

El tono de su voz fue bajo y seguro, como siempre, pero había algo en él que hizo que Cameron se mordiera el labio para controlar la emoción. Al cabo de un momento, fue a cogerle la mano pero Tank dudó y miró a Justin, como si le hubieran pillado haciendo algo malo.

Justin asintió con la cabeza como diciendo «Adelante».

La mano de Tank era grande y cálida; envolvió la suya con facilidad. Cameron se inclinó, entre los dos hombres, y se permitió sentirse tranquila y a salvo, aunque fuera sólo por un momento.

Tank apartó la mano y los tres se quedaron en silencio otra vez. Los piqueros patiazules se zambullían en las aguas y volvían a salir a la superficie. Los ostreros blanquinegros saltaban por la costa rocosa, con sus picos de un rojo brillante y sus ojos amarillos, que contrastaban con la oscura lava.

– En otra vida -dijo Tank-, esto sería un lugar bonito.

Se apoyó en las manos. Se le veía la piel del cuero cabelludo enrojecida a través del pelo fino.

Cameron apartó la mirada de la impresionante vista y observó la lanceta que tenía al lado, impregnada todavía, en un extremo, de los fluidos de la larva.

– Sí -dijo-, lo sería.

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