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El cielo perdió rápidamente el color. Derek murmuraba en sueños y dormía a ratos con la cabeza sobre las hojas blandas del suelo. Se encontraba de nuevo en el exterior de su casa, durante La Noche, y sentía las piernas débiles. Sabía que algo andaba mal. La casa parecía una iglesia, una iglesia diabólica.

El pánico se le había instalado en las tripas y se las atenazaba como una pinza, pero luchó contra él para no perder la cabeza. No sintió la puerta de entrada caliente al tacto, no tanto como imaginó que lo estaría. Se abrió lentamente, sin chirriar, y vio un ataúd al fondo. Consiguió pronunciar el nombre de su esposa una vez, y luego, otra. Ella respondió en un tono ligero y disciplente, como de seda flotando al viento.

– Aquí dentro -le dijo.

La voz parecía proceder del comedor.

Derek avanzó con dificultad por la cocina, tropezó con una silla y tuvo que sujetarse en la encimera para recuperar el equilibrio. El porta-cuchillos estaba tumbado y donde debía haber estado el cuchillo más grande sólo había una hendedura negra.

Se detuvo a poca distancia de la puerta del comedor y luego reanudó la marcha, lenta, arrastrando los pies, esforzándose por respirar, sintiendo un peso en el pecho y el rostro encendido.

Vio a Jacqueline de pie en un extremo de la mesa, como una alta sacerdotisa frente a un altar, un fantasma envuelto por el borroso vuelo del camisón. Las cortinas, detrás de ella, se hinchaban por la brisa nocturna. Vio la mancha de sangre en la mejilla de Jacqueline. Vio la pequeña y fláccida pierna, el arco que dibujaban los minúsculos dedos blandos como masa de pan encima del palisandro laqueado: cuatro lunas crecientes. Sintió el latido del corazón en las sienes, en las manos, en los ojos. La miró: estaba transfigurada, sin percibir nada. Derek sabía lo que iba a decir antes de que moviera los labios, antes de oír las palabras.

– Ningún bicho -murmuró.

De repente, Derek estaba gritando y retrocediendo en el bosque, a cuatro patas, arañándose la cara contra los matorrales y apartando a manotazos la tela de araña de los recuerdos. Se dio un golpe contra un árbol antes de darse cuenta de dónde estaba: en un pequeño anillo de Scalesias, en Sangre de Dios.

La respiración se le cortó en el pecho al ver esa cosa tejida entre los dos árboles que tenía enfrente. Una crisálida. De un metro y medio de altura, cilíndrica y con estrías horizontales, el capullo tenía un color beis apagado. Una sustancia pegajosa recorría los troncos de arriba abajo, a cada lado de él, y fijaba el capullo a él. Estaba más abultado en el centro, como una bolsa que contuviera un cuerpo.

Latía.

Derek intentó gatear hacia atrás y volvió a golpearse contra el árbol que tenía detrás. Se puso de pie y observó el capullo con horror e incredulidad. Intentó decir algo pero le temblaban los labios.

El capullo parecía flotar en las sombras, enmarcado por los oscuros árboles que se levantaban a su alrededor. Tenía una apariencia casi sagrada, con el círculo de musgo alrededor como el ábside de una catedral. Derek se sintió igual que de niño, durante su confirmación, cuando los familiares que lo rodeaban tenían la mirada puesta en él. En esos momentos pensó que él debía de ser algo sagrado para ellos, tantos adultos mirándole, con su traje demasiado ajustado.

Derek cayó al suelo de rodillas y movió las piernas desesperadamente para alejarse hacia el bosque. Sintió las mejillas mojadas y se dio cuenta de que estaba llorando, aunque no sabía bien por qué.

Oyó un crujido sordo que provenía del capullo.

Inclinó la cabeza hacia el hombro. Tuvo que intentarlo tres veces para conseguir hablar.

– Cameron -balbuceó, finalmente-. Canal principal.

Cameron se encontraba en la vesícula de aire cuando oyó la voz de Derek. Tank estaba cavando como una excavadora para sacar las rocas del fondo. Todos estaban trabajando a la luz de unas improvisadas antorchas que Justin había clavado en el suelo, en los bordes del agujero.

– ¿Sí? -contestó-. ¿Derek? ¿Derek?

– ¿Estás en línea privada? Ponte en línea privada.

Cameron lanzó la pala a un lado y trepó fuera del agujero con una cuerda de nudos que habían asegurado arriba. Lo hizo con cuidado para no desprender más rocas con los pies. Notó la mirada de enfado de Szabla mientras corría hacia el campamento, y sabía que posiblemente también Justin estaba preocupado, pero le debía esto, por lo menos, a Derek. Corrió hasta que se alejó lo suficiente de los demás y se detuvo. Apoyó las manos en las rodillas mientras recuperaba la respiración. Por un momento creyó que se había cortado la comunicación, pero luego se dio cuenta de que ese sonido que oía era Derek, llorando.

– Derek -dijo-. ¿Qué sucede?

Derek se enjuagó los ojos y miró el capullo. En esos momentos se movía mucho y podía apreciarse que algo se removía dentro de él. Crujía con cada movimiento.

Cameron intentó tener paciencia, pero la voz la traicionó. Oyó un sonido de fondo, como el crujido de un puente.

– Derek, ¿qué está ocurriendo ahí?

Una imagen le cruzó por la mente: cuatro diminutos dedos sin vida curvados encima del palisandro laqueado.

– Ha sido culpa mía, Cam -dijo-. Tendría que haber sabido que ocurriría.

– ¿Qué pasa ahí, Derek? ¿Qué está sucediendo?

– No lo sé. Creo… que está cambiando.

– ¿Hay un capullo? -El no respondió, así que Cameron continuó-: Derek, escúchame con mucha atención. Busca una rama, una roca, lo que sea. Tienes que protegerte. Ya viste lo que Savage trajo al campamento.

Abrumado por la pena y el cansancio, Derek registró la zona buscando una rama adecuada. Al final encontró una. Era un poco más gruesa de lo que quería, pero todavía la podía levantar con las manos y hacerla oscilar con fuerza.

Se puso en pie y agarró la rama con fuerza, buscando en sí la rabia. Dio un paso hacia delante y levantó la rama por encima de la cabeza, pero de repente se sintió débil y con náuseas. Se puso en cuclillas, con la cabeza gacha, como si suplicase. Los hombros le temblaban a cada sollozo.

– Es sólo un bebé, Cam -dijo-. Es sólo un bebé.

Cameron miró frenéticamente hacia el bosque. En algún lugar de esa mancha oscura de árboles tenía lugar aquello, y ella era incapaz de hacer nada al respecto.

– Derek, escúchame. Como no apartes esas tonterías de la cabeza ahora mismo, vamos a estar todos metidos en un jodidísimo problema. Así que arriba. ¡Hazlo!

Derek se puso de pie con torpeza y avanzó hacia el capullo. Éste se balanceaba y se retorcía, algo golpeaba desde dentro. Levantó la rama como si fuera un bate de béisbol, doblando los brazos y girando los hombros, y puso toda su energía en el golpe. Éste cayó en el costado del capullo y lo hizo balancear entre los árboles. Era duro y mucho más compacto de lo que había creído. Estaba levantando la rama de nuevo cuando un sonido de rasgadura llenó el silencio. Se había abierto un corte de arriba abajo en el capullo.

– Está saliendo -dijo. Dio un paso hacia atrás, horrorizado-. Dios mío.

– Corre, Derek. Es demasiado tarde: tendremos que encargarnos de él más tarde. Saca el culo de ahí. Vuelve a la base. ¡Corre!

Derek luchó contra la debilidad que sentía. Cerró los ojos y sintió que la rabia volvía a él poco a poco, notó sus instintos de soldado en el corazón. Cuando volvió a abrirlos, el mundo le pareció enfocado.

– ¿Y dejar que lo paguen los demás? -dijo, la voz apagada por los mocos y las lágrimas. Negó con la cabeza-. No de nuevo.

Desconectó el transmisor mientras Cameron chillaba.

Los demás corrieron hacia ella desde el agujero, Justin a la cabeza. Cameron todavía estaba chillando cuando llegaron hasta ella y, entonces, se calló. Se quedaron a su alrededor, expectantes. Había un silencio imposible.

Derek vio que una cabeza aparecía por la grieta y la abría como si fuera un melón. Del rostro de la mantis colgaban tiras de seda endurecida. Poco a poco, fue saliendo. La nueva cabeza era todo unas fauces abiertas: mandíbulas serradas, labro enorme, maxilares temblorosos. El rostro se movía incesantemente.

Derek le dio un golpe en la cabeza con la rama.

El cuerpo siguió el movimiento de la temible cabeza. En primer lugar un par de patas quebradizas, luego el tórax, luego el abultado abdomen. La mantis emergía del capullo blanco como un ave fénix que se levantaba. La cabeza encima de un cuello alto y delgado, el cuello rodeado de un tenebroso collar de seda endurecida. Se puso sobre las patas, insegura, y luego se sacudió como un perro mojado para liberar las patas de la sustancia pegajosa y acabar de salir.

Parecía inconcebible que la larva se hubiera metamorfoseado en una cosa tan grande y terrible. La mantis todavía se expandía más, como un pollo que se hincha después de romper el huevo. Derek se precipitó hacia delante y le dio un sólido golpe en la espalda, pero el ala no se rompió. Fue a darle al cuello, pero la mantis se apartó y solamente le pudo golpear el acorazado tórax. Derek corrió fuera de su alcance antes de que el animal pudiera verle con claridad.

La mantis cerró varias veces las patas de presa en el aire, como trampas de acero. Se acercó a él, dejando el capullo detrás, colgado de los árboles.

Cuando bajó las patas delanteras, Derek se precipitó hacia delante y le golpeó la cabeza varias veces. Aquello pareció confundirla y evitó que se lanzara al ataque. A veces golpeándola en la cabeza, a veces en el tórax, Derek mantuvo su asalto mientras la mantis se adaptaba al nuevo cuerpo y al ataque. Finalmente, levantó una pata delantera y paró un golpe. La rama se rompió. Derek lanzó el trozo que le quedaba contra ella con los brazos doloridos.

La mantis se incorporó por encima de él despidiendo un olor fétido. Derek miró los dos ojos negros como lagos oscuros. El animal abrió un poco las mandíbulas mientras apartaba las patas de presa. En la quietud de antes del ataque, Derek casi trepó por la mantis en un remolino de puñetazos y codazos.

Los soldados estaban alrededor de Cameron entre la oscura hierba. La luz distante de las antorchas bailaba encima de los rasgos ensombrecidos de sus rostros, como halos infernales. Cameron estaba temblando de pies a cabeza, aunque no era más que frío, y cruzó los brazos para dejar de temblar. Abrió la boca para hablar, pero también le temblaba la mandíbula, así que la cerró.

Se quedaron en silencio, esperando algo, aunque ninguno sabía qué.

De la oscuridad del bosque les llegó el eco de un grito paralizante. Los envolvió una vez, otra, y luego desapareció, dejando solamente el susurro de la hierba bajo el viento.

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