Jadeando, Szabla y Diego depositaron una de las cajas de viaje al lado de las demás. Justin los siguió con un montón de cantimploras y dos bolsas. Era el tercer viaje subiendo el equipo por la pendiente desde la playa, y necesitaban un descanso. Savage se había mostrado sorprendentemente callado y había trabajado con la constancia de una mula.
Habían amontonado el equipo en medio de un gran campo que se encontraba del lado este del camino, a una distancia de unos noventa metros del bosque de Scalesia. Las balsas de ambos lados del camino ocultaban los campos y la casa de Ramón y Floreana estaba a la vista.
– Especies introducidas -dijo Diego señalando las dos hileras de árboles de la carretera, más altos y gruesos que sus equivalentes endémicos-. Balsas. Fueron plantados aquí por viajeros noruegos hará unos setenta años. Cortaron los bosques de Scalesia para conseguir pastos, pero permitieron que estos extraños se esparcieran por todas partes. -Un quino solitario se levantaba entre las balsas, y su corteza rojiza contrastaba fuertemente con los troncos grises de aquéllas-. Odio esos jodidos árboles. -Volvió a su bolsa y buscó en ella la cantimplora.
Tank pasó por encima de una tortuga gigante y se sentó encima de ella con brusquedad. La tortuga escondió la cabeza dentro del caparazón con un silbido. Tank miró camino abajo, más allá de la torre de vigilancia, hasta el mar.
– Sal de encima de la tortuga -le espetó Diego.
Tank intentó levantarse pero no pudo. Se masajeó los músculos de los muslos y sintió que el sol le llegaba al cuero cabelludo a través del pelo cortísimo. Diego se dio media vuelta, enfadado.
– Es mejor que te recuperes de una vez -le dijo Szabla a Tank-. Se supone que eres nuestra mula de carga. Y ese tirón muscular ya empieza a cansar. -Se cruzó de brazos y se dirigió hacia los demás-: Ya que soy la bruja del grupo, voy a jugar a la gobernanta y voy a dirigir el montaje del campamento. -Señaló a Savage y Tucker y añadió-: ¿Por qué no hacéis un breve reconocimiento hasta el inicio del bosque? Tomad nota de la configuración del terreno.
Savage levantó la vista. Escupió.
– ¿Por qué nosotros?
– Porque yo soy el oficial de más graduación y no me siento con ganas de hacerlo -respondió Szabla. Sonrió con frialdad-. Moved el culo.
Savage y Tucker anduvieron el uno al lado del otro hasta el inicio del bosque de Scalesia. Al bifurcarse, los árboles parecían abrir las ramas en verdes y entrelazados ramos como brotes de brócoli. Las enredaderas se enroscaban alrededor de los delgados troncos, a la busca de agua. Unos pimenteros pequeños se mecían a causa del viento. Savage se detuvo.
Tucker dio la vuelta al reloj de muñeca para limpiar el sudor acumulado debajo de la correa.
– ¿Qué es esto?
Savage cerró los ojos. Detrás de ellos, el viento ululaba al pasar por la torre de vigilancia. Dos libélulas pasaron en un vuelo loco y una vaca mugió en la distancia. El calor parecía elevarse del suelo en oleadas. Savage volvió a abrir los ojos y miró hacia el bosque, que se volvía denso hasta la claustrofobia a tan sólo unos metros.
– Nada -respondió.
Dio un paso hacia delante y Tucker le siguió. Sin ponerse de acuerdo y a pesar de que ambos hacía años que no participaban en una misión, avanzaban separados unos quince metros uno del otro, la distancia del radio de una granada.
Los troncos de los árboles se inclinaban y torcían. Encontraron uno que incluso daba una vuelta completa sobre sí mismo antes de que sus ramas se bifurcaran. En algunas zonas, la corteza estaba cubierta por brillantes líquenes rojos y anaranjados. Las hojas de la granadilla colgaban de los árboles como collares. En algunas zonas aparecían muertas y se abrazaban a los árboles con fragilidad.
Savage se abría paso por el denso terreno mientras valoraba la flora y fauna que lo rodeaban. Las criaturas que vivían en la isla eran curiosas y no tenían miedo, ya que habían evolucionado en un lugar seguro. Las iguanas marinas se dejaban agarrar por la cola; era posible empujar a los halcones posados en las ramas con el mango de una pala; uno podía cargarse a una tortuga a la espalda y llevarla a aguas más profundas. Incluso, en la vegetación de algunas zonas había algo noble: la silueta de un cactus solitario recortada contra el cielo, la vulnerable posición de los mangles, los palosantos dispersos como los árboles frutales en un huerto.
Sólo el bosque guardaba sus secretos. Las copas de los árboles agrisadas por la niebla. Las extrañas llamadas de pájaros invisibles. Las enormes rocas que se alejaban sobre patas de tortuga.
Un mosquero cardenal cruzó por entre las hojas verdes como un dardo rojo brillante en las sombras del sotobosque y Tucker sonrió, señaló en dirección al pájaro y miró a Savage. Pero Savage no estaba. Se volvió rápidamente hacia la derecha, donde le había visto por última vez. Savage soltó un agudo silbido y Tucker se volvió de nuevo. Savage estaba a unos cuarenta metros de él, sonriendo. Una diminuta araña se desplazaba por una hoja a milímetros de su cara.
Tucker se pasó la lengua por los dientes.
– No me fijé en que caminabas hacia ahí.
– No lo he hecho. He llegado flotando. -Savage le guiñó un ojo-. ¿Tomo yo la delantera un rato?
Tucker asintió con la cabeza pero Savage ya se había dado la vuelta y había empezado a penetrar en el follaje. Tucker le siguió entre las sombras.
Ya no tenían una actitud informal, de descanso. Se movían como las patas de un mismo animal: siempre manteniendo la misma distancia entre ellos, adelantando con constancia y al mismo ritmo. Savage tenía la camisa empapada de sudor y las mangas le colgaban, pesadas, de los bíceps. Cayó en una especie de trance, y con los ojos borrosos percibía las plantas, los pájaros y las sombras.
La criatura movía las distintas partes de su boca con ansiedad. Notaba la presencia de algo vivo con las antenas y por las vibraciones del suelo. Giró la cabeza para observar la zona a su alrededor con el centro del ojo compuesto, ya que así la visión era más nítida. La visión binocular le permitía percibir con agudeza la profundidad de campo.
Unos receptores especiales se pusieron en marcha ante la cercanía de la presa y con impulsos nerviosos la criatura calibraba la distancia y el ángulo de su inminente asalto.
En el sotomonte, la tierra dejó paso al lodo y las botas de Savage se hundían en él con un ruido pegajoso. Aminoró el paso. El verde de su camisa era una mancha en medio del verde más frío del bosque. Hizo un gesto con la mano. Fue un gesto muy pequeño en la penumbra, pero Tucker se detuvo de inmediato. Tucker bajó el pie en silencio y repartió el peso entre las dos piernas con cuidado.
Se quedaron inmóviles durante un rato sin atreverse a girar la cabeza y mirar alrededor. Savage observó los árboles con un esfuerzo para ajustar la vista a las sombras y a los pequeños puntos de la luz del sol. Retrocedió con el cuchillo fuera. Se movió despacio, sin hacer ningún ruido excepto por el roce del traje de camuflaje. Se detuvo cerca de Tucker. Esperaron y escucharon.
– Hay algo allí -dijo Savage en voz baja.
Tenía la cara húmeda y sucia por el sudor que le caía por las sienes y por debajo del pañuelo.
Ambos se quedaron el uno al lado del otro, respirando al compás. Miraban hacia delante, hacia las sombras, a los troncos de los árboles, a las hojas que se mecían al viento. Había algo que no andaba bien allí delante, pero Savage no sabía qué era.
El cielo se abrió de luz y se oyó un trueno. Oyeron la lluvia antes de verla, repiqueteando contra las hojas de los árboles. La lluvia atravesó despacio las densas copas y cayó a chorros alrededor de ellos.
– ¿Qué crees? -susurró Tucker.
Savage volvió a mirar hacia delante, pero cada vez era todo más borroso.
– La lluvia nos quitará visibilidad y el terreno se pondrá peor.
– ¿Osos o algo parecido?
Savage negó con la cabeza.
– Ningún depredador. Sólo uno o dos halcones, una serpiente inofensiva. No hay nada peligroso aquí.
Tucker sintió un escalofrío.
– Supongo que sólo nos hemos asustado.
Savage puso la palma de la mano bajo un chorro de agua.
– Ya se sabe -dijo. Miró a su alrededor, el ambiente gris y denso por la lluvia-. Vamos a ver si esos perezosos ya han vuelto al campamento.
Savage encabezó el trayecto de vuelta.