Agradecimientos

A mi equipo:

Matthew Guma: mi extraordinario editor.

Diane Reverand: mi editora, y una mujer de extraordinaria visión.

David Vigliano, Dean Williamson y Endeavor: los más amables y dedicados agentes que existen.

Marc H. Glick y Stephen F. Breimer: por conseguir que todo funcione.


A mis asesores:

Ross Hangebrauck: antiguo miembro del equipo Ocho de la SEAL, y un gran tipo.

Cynthia Mazer: entomóloga, directora del Jardín Botánico de Cleveland.

Joshua J. Roering: profesor de Geología de la Universidad de Oregón.


Y también a:

Tim Tofaute: antiguo miembro de los equipos Cinco y Ocho de las Fuerzas Especiales de la Armada y del Naval Strike Warfare Center.

Jack Nelson: raquero, deportista náutico y dueño del hotel Galápagos.

Dra. Amanda Schivell, del Departamento de Biología de la Universidad de Washington.

Robert Kiersted: viajero profesional.

Sean D’Souza: gurú del Cuerpo de Paz Ecuatoriano.

Byron Riera Benalcázar y Pablo León: por hacerme conocer el Quito real.

Ron Cohen: profesor de Ciencia Planetaria de Berkeley.

Fredie Gordillo y Álex Montoya: por introducirme en algunos secretos del español.

Dr. Barry Brummer, Vani Kane, Chuck O’Connor, Andy Sprowl, Geoff Smick, Anne Trainer, Bret Peter Nelson, David Schivell, Dra. Kristin Baird y la fabulosa Laura Tucker.

Cualquier error es resultado directo de mi falta de habilidad para escucharlos mejor.


Y, por supuesto, a:

Mis padres y mi hermana.

Los libreros que me han prestado un apoyo maravilloso.

Kristin Herold por estimularme todo el tiempo.



***


15 nov. 07


Un débil grito llegó hasta la casa y distrajo a Ramón López Estrada de su plato de carne de cerdo frita. Se quedó inmóvil, con el tenedor levantado a mitad de camino. Probablemente el grito provenía de los establos que había en un extremo de su propiedad, más allá de los cultivos. Pero aquel grito era ligeramente distinto del habitual e incesante mugido del ganado, más bien parecía un relincho de miedo. Ramón lo atribuyó al viento, se llevó el tenedor a la boca y volvió a llenarlo generosamente. Tenía hambre; había estado trabajando en la granja desde la salida del sol hasta el atardecer para limpiar otra zona de bosque y despejar el suelo volcánico para cultivarlo.

El suelo cultivable era una rareza en las Galápagos, unas islas formadas por lava basáltica. Las áridas rocas tardaban cientos de años en ablandarse y convertirse en barro rojo por la oxidación del hierro y luego en mantillo, a causa de la intervención de las raíces y la lluvia. Durante muchos milenios, densos bosques de Scalesia pedunculata emergieron y florecieron, con árboles que llegaban a tener hasta veinte metros de altura. Solamente las zonas más elevadas de las islas más altas habían experimentado todo el proceso y sus árboles atrapaban las nubes bajas y las retenían sobre las secas tierras bajas.

Floreana, que tenía el redondo vientre cubierto por el delantal, se detuvo detrás de Ramón y le dio un masaje en la espalda dolorida. Paró un momento para apartarse un mechón de cabello de la frente y empezó a hacerle cosquillas con él en la mejilla hasta que Ramón la hizo a un lado con cariño.

La pareja ya había tenido un hijo, un chico a quien Ramón había mandado a Puerto Ayora a buscar trabajo y diversión. Ramón había dado más importancia a la felicidad del chico que a cubrir su necesidad de otro par de manos en la granja, permitiendo que descubriera la vida en la pequeña población portuaria de Santa Cruz. Pero eso significaba que Ramón tenía que pasar más tiempo en los campos, limpiando el bosque, construyendo establos y sembrando con gran esmero, atento a las estaciones y a su intuición de isleño.

A causa de los terremotos, el mes anterior el buque de abastecimiento no había pasado. Sin gasolina ni petróleo, la actividad de la población había menguado, como cuando un juguete de cuerda pierde fuerza. Las sierras automáticas ya no rugían por las mañanas, los hornos de gas sólo se utilizaban como mostrador y las casas quedaban sumidas en la oscuridad al anochecer. Incluso el valioso arado de Ramón descansaba en el campo acumulando óxido mientras él trabajaba la tierra con un rastro.

Sangre de Dios ya era una isla escasamente poblada y las nuevas condiciones habían ahuyentado a las demás familias de granjeros. A pesar de que pocos lo admitían, muchos se habían ido a causa de los extraños sucesos que habían ocurrido por toda la isla, como los perros y cabras que desaparecían o los cambios que se registraban en el comportamiento de los animales salvajes. Las niñas que habían vivido en la granja vecina contaban cuentos sobre tres monstruos de colmillos relucientes. Y después la pequeña niña de Marco había desaparecido. Tras una semana de búsqueda desesperada la dieron por muerta y Marco reunió a su familia y se trasladó al continente.

Ramón y Floreana vivían en una isla desierta. Una de las familias, en su prisa por marcharse, les había robado el bote. Pero no importaba. Floreana estaba embarazada de demasiados meses para viajar a ninguna parte, y además un barco petrolero pasaría por la isla al mes siguiente.

Ramón acabó de comer y sentó a su mujer en su regazo. Se quejó, fingiendo sentirse aplastado por el peso. Ella rió y se señaló el vientre.

– Esto es culpa tuya, ya lo sabes -le dijo.

Hablaba en voz alta y vigorosa, en un rápido español coloquial con acento de Oriente pese a que había nacido en las Galápagos. Su nombre provenía de su isla natal.

Ramón levantó la mano hacia la mejilla de ella y se inclinó para besarla, pero Floreana lo apartó riendo, le limpió un resto de ají de los labios con el pulgar y se llevó el plato de la mesa. Señaló el montón de troncos que había en una de las esquinas del humilde cubo que era la casa. Construida a base de porosos bloques de hormigón unidos con un denso mortero, la casa tenía las paredes agrietadas y deformadas a causa de los numerosos terremotos que atormentaban la isla. El fuego vacilaba en el hogar que era poco más que un agujero abierto al cielo del Pacífico.

Ramón rezongó y dejó caer la cabeza encima de la mesa con un golpe. El tenedor y el cuchillo saltaron. Luego, con un suspiro se levantó y cruzó la habitación hasta el hogar. Levantó el hacha, la hizo girar rápidamente y colocó un tronco en el suelo sucio. De repente, un gemido rasgó el aire. Floreana dejó caer el plato, que se estrelló en la encimera, y el hacha resbaló de la mano de Ramón, produciéndole un profundo corte en el dedo índice. El gemido creció hasta convertirse en un quejido y Ramón se dio cuenta de que era un animal que bramaba de dolor. El grito, más intenso que el que había oído unos minutos antes, estaba imbuido de pánico. Instintivamente, Floreana rodeó la mesa y se dirigió hacia su marido, sin apartar los ojos del pequeño agujero que era la ventana.

El sonido provenía de los establos, más allá de los sembradíos. Ramón abrazó a su mujer para tranquilizarla, pero le temblaba la mano. Se dirigió hacia la puerta blandiendo el hacha y con la sangre de su dedo cayendo hasta el suelo.

Las noches eran cada vez más cálidas y en el exterior el aire era espeso y húmedo. La garúa se instalaba en las cumbres del bosque, coronándolo con retazos de niebla. Se volvió a oír el grito, esta vez más apremiante, y Ramón lo sintió corriendo a lo largo de los huesos. Atravesó los bajos matojos de ricino, los floridos guayabos de hoja ancha y los altos plataneros. A su lado colgaban los racimos de fruta de gruesa cáscara formando crestas. Pensó en las miradas de pánico de los vecinos que se habían marchado y en las absurdas historias que se habían contado en todo el pueblo. Esos cuentos parecían más reales en la oscuridad.

El gemido se hizo más intenso y pareció casi humano, vibrando de forma antinatural, como el lamento de un niño atemorizado. El tono, excepto cuando se oía como desgarrado por el dolor, era bajo y claro, como si proviniera de una criatura enorme. Se oyeron más gemidos y sonidos de lucha. Aunque el aire era frío, Ramón sentía la camisa pegada al cuerpo, húmeda y pesada. Apretó el hacha con fuerza pensando en el arma que tenía en casa y maldiciendo la falta de municiones. Con cautela, levantó una mano para apartar la maleza.

Algo se levantaba allí delante, jadeando entre la alta hierba del establo del lado oeste. Una criatura enorme, oculta entre las sombras, la oscuridad y el miedo paralizante de Ramón, se retiraba lentamente hacia el borde del bosque. Tenía por lo menos tres metros de altura y parecía andar de pie, como un hombre, mientras el susurro de la hierba se apagaba alrededor de su cuerpo abombado. Sin prisas, llegó al comienzo del bosque de Scalesia y dejó de ser visible.

Otro grito llamó de nuevo la atención de Ramón hacia el animal herido. Era uno de sus favoritos, una hermosa vaca de manchas marrones y blancas. Ramón se dirigió hacia delante, intentando concentrarse en ella, pero tenía la mente embotada por la visión de aquella majestuosa criatura mientras atravesaba la niebla y penetraba en el bosque. La vaca mugió de nuevo, pero ya no era el mugido de miedo que se había oído antes. Tenía el costado abierto por dos cortes en diagonal que revelaban una maraña de tejidos y costillas rotas. La respiración se le escapaba por las heridas, agitando el pelambre que las rodeaba. Tenía la pata trasera rota y atrapada bajo el cuerpo, y la cabeza se encontraba en un doloroso ángulo con respecto al cuello, como si la hubieran levantado y dejado caer, o como si la hubieran lanzado contra el suelo en un rapto de frustración.

Como si algo se hubiese encontrado con un bocado mayor del que podía masticar.

Ramón dejó el hacha a un lado, respirando con fuerza. Allí no había osos ni felinos grandes ni cocodrilos. Por lo que sabía, el predador natural más grande de todo el archipiélago era el halcón de las Galápagos.

La vaca gimió y Ramón se agachó junto a ella y le acarició el flanco. Tenía la boca llena de espuma. Se dio cuenta de que la habían atacado en la parte trasera del cuello, ya que se veía raspado o mordisqueado hasta el omóplato. La carne de la herida estaba hecha trizas y en ella brillaba la sangre y un extraño líquido claro y viscoso que parecía saliva. Ramón acercó la mano, tocó la herida e inmediatamente la apartó al notar dolor en el corte del dedo índice. Se quitó el exceso de sangre en los pantalones e, instintivamente, se llevó el dedo a la boca para limpiar la herida. Escupió una sustancia sanguinolenta y espesa de mucosidad y se levantó.

La vaca se removió sobre la hierba, con la cabeza temblando contra el suelo. Ramón tomó el hacha y volvió a maldecir por no tener cartuchos para su escopeta. Después de echar un vistazo a la zona del bosque por donde la criatura había desaparecido, levantó el hacha por encima del hombro y la descargó en el cuello de la vaca.

Загрузка...