La carretera al canal, un camino mal pavimentado que atravesaba Santa Cruz en dirección al extremo norte de la isla, era una extensión de cuarenta y dos kilómetros de desorden. Los baches y las grietas reducían la velocidad del camión a un penoso avance nocturno. Unas cuantas veces Diego tuvo que detenerse para no meterse en una fisura y esperar a que Ramoncito y Rex sacaran dos placas del suelo del camión y cubrieran con ellas la fisura. Una vez tropezaron con un bache con bastante fuerza y Rex creyó que habían destrozado un neumático, pero el camión siguió avanzando.
Después de lo que les pareció toda una vida, bajaron por la pendiente de la colina hacia el muelle del canal Itabaca. Al otro lado de las oscuras aguas brillaban las luces del aeropuerto de Baltra.
El camión se detuvo y todos saltaron fuera.
Rex miró las aguas y maldijo.
– Me olvidé de esto -dijo-. No hay ningún bote. ¿Qué vamos a…? -Miró alrededor y Diego ya se había quedado en calzoncillos.
Diego metió la cabeza en el camión y agarró las esposas que colgaban del espejo retrovisor.
– Voy a detener ese avión aunque tenga que esposarme a él -dijo. Dio unos cuantos pasos a la carrera y se zambulló en el agua con elegancia.
Ramoncito gruñó y empezó a desvestirse. Rex le miró un momento antes de imitarle.
Cameron se despertó al notar el aire que levantaban las hélices del helicóptero. Guiado por las luces estroboscópicas, avanzó por encima del camino y aterrizó en el campo que se encontraba entre el campamento base y la vesícula de aire. Un soldado se encontraba sentado detrás de la M-60 montada en la puerta.
Tres figuras salieron del helicóptero y corrieron hacia ella bajo la amarilla sábana de la luz del foco. En los brazos llevaban unas tiras blancas con una cruz roja. Al ver el cuerpo de la mantis debajo del árbol se pararon en seco con las Beretta a punto. Uno de ellos gritó algo al artillero y dos hombres salieron con lanzallamas. Cameron tosió: tenía la garganta llena de sangre y tierra.
Los lanzallamas cobraron vida y acabaron con los restos del virus del campamento base. Cameron levantó una mano exhausta e irguió dos dedos; luego señaló en dirección a la casa de Ramón y Floreana y hacia el congelador de especímenes: los dos lugares que necesitaban ser esterilizados con fuego. Uno de los soldados asintió con la cabeza y corrió por el camino con el lanzallamas entre las manos. Cameron se dio cuenta de que todo eso sólo tenía sentido si las muestras de agua habían salido limpias.
Dos figuras se aproximaron con cautela, con los ojos fijos en la criatura, y colocaron a Cameron en una camilla. Cameron intentó hablar, decirles que Justin se encontraba enterrado, pero tenía la garganta llena de tierra y no pudo emitir ningún sonido. A pesar de sus protestas, ellos la llevaron rápidamente aunque con cuidado hacia el helicóptero. Detrás de ella, un lanzallamas acababa con el cuerpo de la mantis.
Cameron forcejeaba en la camilla.
– Deteneos. Hay un hombre -consiguió decir. Pero su voz no era audible bajo el ruido de los lanzallamas y de los rotores. Señaló al montón de tierra removida bajo el cual se encontraba Justin, pero ellos continuaban pasando de largo.
Se tiró de la camilla y gruñó al golpearse contra el suelo. Justin estaba enterrado a unos tres metros. Las figuras se detuvieron, preocupadas, y se inclinaron encima de ella. Cameron vio el destello de una aguja en una mano enguantada: un sedante. Se dio la vuelta para ponerse de espaldas con torpeza y las figuras dieron un paso atrás.
Se dio la vuelta de nuevo y se arrastró hacia Justin al tiempo que sentía la aguja en el trasero. El mundo se volvió borroso. Cameron luchó para no quedar inconsciente y se impulsó hacia delante con las uñas sangrantes. Las figuras esperaron a que perdiera la conciencia.
Con un gruñido, se impulsó hasta el tubo de plástico que sobresalía del suelo. Tenía la visión llena de puntitos negros. Finalmente, llevó la mano hasta allí y apartó un montón de tierra, revelando la mejilla de Justin. Una de las figuras se agachó encima de él y comprobó el pulso de Justin en el cuello.
Cameron sintió que su cuerpo flotaba.
Atada a la camilla, Cameron volvió en sí cuando el Blackhawk tocó el pavimento de Baltra. Una de las enfermeras manipulaba un tubo de oxígeno. Se inclinó encima de Cameron y le observó las pupilas con una pequeña linterna, no sin antes ponerse un segundo par de guantes.
Encima del tubo de oxígeno que tenía en el pecho había una bolsa de plástico que contenía la cadena con el anillo de casada. La enfermera debía de habérselo quitado para poder tomarle el pulso con más facilidad.
Temerosa de que el anillo se perdiera con tanta actividad, Cameron levantó una mano débilmente, abrió la bolsa y se puso el anillo en el dedo. La cadena le resbaló del pecho y cayó al suelo del helicóptero. Cameron no estaba acostumbrada a llevar el anillo: lo notaba grande y difícil de manejar, pero reconfortante.
Cameron dejó caer la cabeza a un lado. Justin se encontraba tumbado en la camilla al otro lado del helicóptero. Miraba el techo con los ojos vidriosos. Tenía la cara pálida, como la de un cadáver, y sucia de sudor y tierra. Cameron bajó los ojos hasta sus uñas. Estaban azuladas; tenía toda la sangre concentrada en el corazón y el cerebro. Una sola lágrima le cayó desde la comisura del ojo, pero no parpadeó.
– Cariño -dijo Cameron, con la voz rota.
Se limpió el flujo nasal que le caía sobre el labio superior. De repente, el cuerpo de Justin se tensó a causa de una ola de dolor; arqueó la espalda y los tobillos tiraron de las cintas que le ataban a la camilla. Los ojos tenían una expresión de drogado, de locura, y por un momento Cameron creyó que le había perdido a pesar de la constancia del parpadeo del monitor.
Los soldados desembarcaron sin hacerles caso.
Cameron se aclaró la garganta, intentó pronunciar algo, pero las palabras le salieron entrecortadas.
– Cariño -dijo-. Cariño, mírame. Mírame.
Justin la miró con los ojos encendidos de dolor. Débilmente, levantó una mano temblorosa. La dejó colgando en el espacio entre ambas camillas, en dirección a ella. A pesar del terrible dolor que sentía en el hombro, Cameron alargó la mano hacia él también. Por un instante no hubo nada más, ni ruido, ni dolor, ni los rotores encima de sus cabezas. Solamente el tacto de la mano de su marido en la suya, sus ojos en su rostro.
La puerta se abrió y Cameron vio una película de imágenes nocturnas: Rex que corría hacia la puerta abierta del helicóptero, el bombardero B1 en la pista a punto de despegar, Diego tumbado delante del avión con las muñecas esposadas en el tren de aterrizaje. Parecía que Rex y Diego iban en calzoncillos.
Cameron parpadeó con debilidad, intentando comprender todo eso. El bombardero ya debería haber despegado, debería encontrarse rumbo a Sangre de Dios en esos momentos con la bomba de neutrones en el vientre. Diego debía de haber retrasado el despegue al esposarse al tren. Un soldado de Naciones Unidas sujetaba los brazos de Diego entre las rodillas mientras otro luchaba por abrir las esposas con una llave. Al fin las abrió y los soldados arrastraron a Diego, que forcejeaba y chillaba. Un botón salió disparado de la camisa del soldado y cayó al suelo. Ramoncito, con unos sucios calzoncillos, apareció corriendo aparentemente de la nada, y empezó a golpear débilmente la espalda de uno de los soldados con los puños.
El bombardero empezó a avanzar y los motores rugían a punto del despegue.
Rex subió al helicóptero apartando a la enfermera a un lado. El agua se le escurría por el pelo.
– Las muestras de agua están limpias -le dijo-. Todas.
Cameron intentó sonreír pero no pudo.
– ¿Exterminasteis todos los reservorios? -le preguntó.
Cameron luchó contra la confusión. Levantó una pálida mano con el pulgar hacia arriba. Detrás de ellos, el B1 bramó al despegar, con los motores rugiendo, cortando el aire como una guadaña. Justin murmuró algo, pero se perdió en medio del ruido.
Diego se soltó de los soldados de Naciones Unidas y corrió hacia el helicóptero con Ramoncito pisándole los talones.
– ¿Lo hicisteis? -gritó Diego. Tenía uno de los codos lleno de sangre: se lo había raspado contra el pavimento.
Rex apretó los labios y sacó el minúsculo transmisor de donde lo había colocado, en las encías. Sujetándolo en la palma de la mano como si de una joya se tratara, lo activó y pidió al operador que lo comunicara con Samantha. Su pierna se movía en un tic nervioso mientras el B1 se volvía cada vez más pequeño a sus espaldas.
Al final de la pista, el panel electrónico estaba apagado, esperando otra mañana, otra lectura. Diego murmuró algunos insultos mientras esperaban. Finalmente oyeron la clara voz de Samantha.
– Han vuelto -dijo Rex-. Los reservorios de virus han sido exterminados. Hemos terminado.
Se oyó el frotar de la camisa de Samantha contra el transmisor, pero a pesar de ello distinguieron cómo gritaba al secretario Benneton al otro lado de la ventana.
El B1 desapareció en la noche; las luces de las puntas de las alas casi no se percibían. Diego observó cómo se alejaba, con claras muestras de estar luchando contra el pánico.
– Acaba de dar la orden de cancelación -dijo Samantha.
La cara de Diego quedó inerte a causa del alivio. Empezó a sollozar despacio. Ramoncito se apoyó en él y enterró el rostro en su costado.
– Quiero que usted, el doctor Rodríguez, el chico y Cameron se dirijan directamente aquí para las pruebas. El C-130 los espera.
Rex se volvió.
– Sí -dijo-. Lo veo.
Un enfermero llegó corriendo desde el C-130.
– ¿Cuántas camillas tengo que preparar?
Rex miró dentro del helicóptero, dándose cuenta por primera vez de lo vacío que estaba.
Cuando el enfermero volvió a preguntarlo, la voz le salió con un acento de pavor.
– ¿Cuántas camillas?
– Dos -dijo Rex. Volvió a hablar, en un susurro-: Sólo dos.
A lo lejos, el sonido de los motores del B1 cambió, elevándose en un tono más agudo. El avión viró trazando un amplio círculo y se dirigió hacia el aeropuerto. Diego cayó de rodillas. El pelo húmedo le caía por encima de los ojos.
Era la visión más bonita que había tenido nunca.
Tumbados en las camillas que habían sido cuidadosamente aseguradas, Cameron y Justin estaban dormidos antes de que el C-130 despegara. La aceleración hizo que Rex se apoyara en el asiento con fuerza, pero pronto se acostumbró. El avión avanzó con rapidez y rodeó la isla antes de enfilar hacia el noreste, hacia Maryland.
Rex, que quería echar un último vistazo a las islas, se levantó con cuidado y cruzó hacia la pequeña ventana redonda que había al lado de las hélices. Uno de los enfermeros le pidió que se sentara, pero Rex hizo caso omiso de él. Miró fuera y luego se volvió sonriendo hacia Diego y Ramoncito.
– Venid -dijo-. Tenéis que ver esto.
Diego tuvo que ir con cuidado para mantener el equilibrio mientras se acercaba a Rex. Alargó una mano hacia Ramoncito para ayudarle a llegar hasta la ventana. El asombro del chico a causa del avión era evidente.
Abajo, la negra masa de Santa Cruz era visible en las oscuras aguas. Al extremo sur de la isla, justo cerca del centro de Puerto Ayora, la noche estaba encendida con docenas de fuegos artificiales, las brillantes chispas cayendo hacia abajo como ascuas.
Diego, sin darse cuenta, revolvió el pelo de Ramoncito. Los tres se quedaron mirando las brillantes luces de los fuegos hasta que la isla se perdió a lo lejos. Diego tenía los ojos húmedos de emoción cuando miró al chico.
– Feliz Año Nuevo -le dijo.