Samantha estuvo a punto de caerse de la cama al oír los fuertes golpes contra la ventana. Se incorporó de golpe con los ojos hinchados de sueño y con la mano ya tanteando en la consola que había al lado de la cama en busca de las gafas. Las encontró y se las puso torcidas. Tenía la bata enrollada a la altura de las caderas e, inmediatamente, se la colocó bien.
Tom estaba al otro lado de la ventana con el rostro encendido por la emoción.
– ¡Es el mismo virus!
– ¿Qué? -preguntó Samantha-. ¿Quién?
– El de los thermoproteaceae que sacaron del fondo de la costa de Sangre de Dios. Debieron de ser liberados durante la perforación y en el océano infectaron a los dinoflagelados. A causa de que los dinoflagelados han sido llevados a la superficie por los terremotos, se expusieron a los rayos UV y los virus han hecho de puente de este vacío estructural. Y escucha esto: al igual que lo que observó el doctor Denton, que los dinoflagelados estaban alterados, los thermoproteaceae están genéticamente jodidos de alguna forma. Cada uno tiene un perfil genético distinto.
– Cómo es que…
Tom se encogió de hombros.
– Rajit ha estado probando en el laboratorio, intentando fijar su etiología y patogenicidad e intentando comprender la prueba PCR. Parece que el virus contiene un gran espectro de código de ADN: proteínas de todo tipo de especies. Los chicos ya le han puesto un apodo: el «virus Darwin».
Samantha se rascó la cabeza.
– Pero no le pongáis el nombre de ninguna localidad: lo último que necesitamos ahora mismo es una Cámara de Comercio indignada.
– ¿Qué ha sucedido con los conejos? -preguntó Tom.
– Nada como lo de la otra noche -respondió Samantha-. Estoy pensando en el efecto de alguna citopatía. Tendremos que extraerles sangre y observarla en el microscopio.
– ¿Los has observado esta mañana? -preguntó él. Al ver que ella negaba con la cabeza, añadió-: Bueno, será mejor que te apresures antes de que se caguen en ti y te manden a casa en una burbuja.
Frotándose los ojos, Samantha arrastró los pies hacia la puerta de emergencia y entró en la habitación de al lado. Tom la esperó al otro lado de la ventana en lugar de dar la vuelta hasta el punto de observación. Cuando Samantha volvió a entrar estaba pálida como un fantasma.
– Será mejor que vengas -le dijo, con voz temblorosa-. Tienes que ver esto.
Al otro lado de la puerta de emergencia se habían colocado varias mesas y un equipo de virólogos y de oficiales de alto rango se habían reunido alrededor de ellas. Teléfonos, faxes y ordenadores trabajaban simultáneamente, parpadeando, pitando, sonando. Samantha, todavía vestida con la bata de laboratorio, acercó una mesa hasta el cristal y observó a los demás. A pesar de que la presencia de virus en la sangre había continuado bajando, todavía no había llegado a cero; Samantha no saldría de la cuarentena hasta después de los siete días obligados. Tenía un montón de resultados micrográficos en el regazo.
El coronel Douglas Strickland recorrió dando grandes zancadas el pasillo de detrás de la improvisada estación de trabajo; sus brillantes zapatos resonaban sobre las losas del suelo. Los trabajadores se quedaron quietos.
El coronel se detuvo frente a Samantha, al otro lado de la ventana.
– Doctora Everett -saludó.
Ella sonrió y asintió con la cabeza.
– ¿Sí, cariño?
Él hizo una mueca.
– He sido informado de que tenemos una especie de crisis entre las manos.
– Se puede llamar así.
Strickland se quitó la boina y se la pasó de una mano a otra.
– Si continúa usted prestándonos su experiencia profesional en este problema, estoy seguro de que sus esfuerzos compensarán los cargos que se han puesto contra usted por sus anteriores indiscreciones. Suponiendo, por supuesto, que usted exprese su remordimiento ante el abogado militar.
Samantha se puso de pie.
– De lo único que me arrepiento es de haberme colocado en una situación en la cual mi opinión médica está expuesta a supervisión militar.
– Creo que difícilmente…
– No tema, doctor. Voy a ayudarle, pero no por ese motivo. Voy a ayudarle porque en realidad todavía estoy lo bastante loca para que me importe. Así que ahí va la primera pregunta: ¿Se trata de algo en lo que han estado trabajando al otro lado de la verja?
Strickland palideció.
– ¿Está usted sugiriendo que hemos desarrollado este virus asesino aquí con miras a la guerra biológica?
– No tenemos tiempo para sugerencias: se lo estoy preguntando directamente. ¿Procede este virus de sus instalaciones de guerra biológica o no?
Strickland se acercó hasta que la punta de la nariz casi tocaba el cristal. Tenía el rostro cómicamente encendido y las mandíbulas apretadas.
– Míreme a la cara, doctora Everett. ¿Cree usted que tendría este nivel de preocupación si tuviera la más remota idea de lo que es eso?
Samantha le miró. Le creyó.
– He visto las… crías del conejo. -Strickland tembló. Samantha no se imaginaba que él sintiera escalofríos muy a menudo-. Unas criaturas que no se parecen a nada… Auténticos abortos, todas ellas.
– Mutaciones inviables -dijo Samantha.
– ¿Infectó el virus realmente al conejo?
– No. Hemos estudiado los registros del estudio del virus de la fiebre hemorrágica del Congo y Crimea. El virus para el cual trajeron a los conejos. Una hembra estaba embarazada, de pocos días quizá. El virus aceleró drásticamente el embarazo, pero no lo provocó.
– ¿Se va a extender?
Samantha se encogió de hombros.
– En este momento no sabemos si va a infectar a los humanos. Pero, técnicamente, la única misión de un virus consiste en replicarse. Para sobrevivir tiene que saltar continuamente de un huésped a otro, muchas veces mutando, adaptándose y evolucionando en el proceso. Los virus no son inteligentes: son tan cortos como los humanos, en realidad. No tienen estrategias a largo plazo. Este virus podría ser tan virulento como para extinguirse a sí mismo matando a todos los huéspedes. El doctor Denton y yo estamos estudiando la posibilidad de un linaje de mantis mutado en Sangre de Dios.
– ¿Cómo funciona este… virus Darwin?
Samantha indicó con un gesto de cabeza la estación de trabajo de detrás de Strickland.
– En eso es en lo que estamos trabajando ahora.
– ¿Cuál es su opinión o intuición en este momento? -le preguntó él.
Samantha suspiró, envolviendo el puño con las faldas de la bata de laboratorio.
– Mi análisis preliminar ha mostrado que el virus contiene secuencias genéticas propias de un gran abanico de otras formas de vida. Al igual que todos los virus, éste invade las células huésped y las utiliza para replicarse. En los organismos más complejos, parece que se une entre un gen promotor y un gen que se expresa solamente durante el desarrollo embrionario: en el caso de los conejos, en los genes HOX. A causa de ello, el ADN del virus sólo prospera durante el desarrollo embrionario. Durante este período, ataca la secuencia de ADN del huésped, inserta sus propios segmentos de ADN funcional en la fórmula y utiliza este material como piezas básicas para crear nuevas formas de vida en la generación siguiente.
– ¿Segmentos de ADN funcional?
– Sí. Es el que contiene las órdenes de funcionamiento de las células y que les permite formar estructuras complejas, como alas, piernas, configuración del esqueleto, pulmones y otras estructuras con o sin utilidad.
Strickland negó con la cabeza, sin poder creerlo.
– Así que si esta cosa se extiende, ¿podríamos tener perros con agallas?
– Es muy poco probable, pero no imposible. Hemos olvidado lo cerca que estamos, genéticamente, de otros animales. De los chimpancés sólo nos separan unos mil genes de entre cien mil. Incluso organismos tan lejanos como las lombrices intestinales tienen secuencias de ADN similares a las nuestras, como las diferencias de pronunciación de una palabra. Si algo se introduce en el código de un animal y lo estropea, aunque sólo sea un poco, las alteraciones fenotípicas pueden ser extraordinarias. -Samantha intentó ajustarse las gafas, pero seguían inclinándose hacia la izquierda.
– Cómo es posible que cree… -Los ojos del coronel se enturbiaron cuando se vio a sí mismo reflejado en el cristal.
– Tiene que entender cómo funcionan los virus. No pueden vivir fuera de su huésped, así que a un virus le interesa que su huésped sobreviva y se reproduzca para pasar el virus. El virus Darwin altera las crías de las plantas o animales huéspedes para poder existir en una amplia variedad de organismos. Entonces, la selección natural funciona como ejecutor de los no aptos, matando a las mutaciones menos viables. -Samantha señaló con la cabeza la puerta de emergencia-. Como las crías de los conejos. Pero si este virus está jugando con segmentos de ADN funcional, tarde o temprano dará con mutaciones viables: crías que sobrevivirán y se reproducirán. El virus introduce un elemento aleatorio en la baraja genética y salta constantemente, quizá miles de veces. En Sangre de Dios sacó finalmente una mano ganadora.
»Es como el famoso ejemplo en el que hay millones de monos escribiendo en millones de máquinas de escribir durante toda la eternidad. Al final, uno de ellos escribirá Hamlet. La evolución funciona de manera similar. No piensa; lo único que hace falta es variación y aleatoriedad. Pero imagine cuánto más rápido un mono escribiría Hamlet si utilizara palabras o frases completas en lugar de letras solamente. Eso es lo que ocurre en este caso. El virus introduce bloques enteros de código genético, lo cual aumenta drásticamente las posibilidades de obtener crías viables. Esas crías que sobreviven… tienen un gran potencial físico. Es como si hubieran evolucionado al instante. Lo que normalmente tarda millones de años se ha conseguido en una sola generación. Eso es lo que ha sucedido en Sangre de Dios. Tenga en cuenta que la variación no se encuentra previamente dirigida a conseguir vías favorables, así que cuando tiene esa enorme aleatoriedad, y viabilidad… -Samantha extendió los brazos y los dejó caer-. Esos animales… es increíble.
– ¿Increíble? -Strickland tomó aire con fuerza-. Las consecuencias si esta cosa se extiende son horrorosas. Los agentes biológicos peligrosos son un tema de seguridad internacional. ¿Sabe usted, doctora Everett, que un avión que volara por encima de Washington D.C., con una carga de cien kilos de esporas de ántrax y con un dispersor ordinario, lanzaría una dosis fatal para tres millones de personas? ¿Que un taxi expulsaría, durante una soleada tarde de Manhattan, por el tubo de escape la cantidad suficiente para matar a cinco o seis millones de personas?
– Sí, señor, lo sé. -Samantha sonrió un instante y dirigió la atención a las pruebas micrográficas que tenía en el regazo-. Yo escribí ese estudio.