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A Cameron le quedaban cinco horas hasta que anocheciera y tenía mucho trabajo que hacer.

Mientras desataba la cinta de los paquetes de TNT que había sacado del agujero, rezó para que la otra larva hubiera muerto de alguna manera, para que no se metamorfoseara hasta el día siguiente. Aún tenía una oportunidad de sobrevivir hasta las diez de la noche, si sólo había una mantis en la isla; pero con dos, nunca lo conseguiría.

Y dos podían aparearse.

Cameron sólo había preparado una línea de defensa una vez, en Irán, en el 2005, pero entre sus recuerdos y el manual podría hacerlo. Recogió los paquetes que había dejado cerca del fuego y los lanzó en una de las cajas de explosivos. Arrastró las cajas de explosivos a pesar del dolor que sentía en todo el cuerpo, como una fiebre.

La mantis la observaba con interés. De repente, se internó en el bosque y desapareció. Mientras Cameron se esforzaba con las pesadas cajas, la mantis fue apareciendo a intervalos regulares, alargando el cuello desde distintos puntos entre el follaje del lindero del bosque. No se atrevería a acercarse con aquella luz, ahora que el sol estaba en el punto más alto.

Cameron debía apresurarse para que los árboles estuvieran preparados antes del anochecer. Todavía sentía en el cuerpo el olor del congelador, lo sentía en los pantalones y en el sudor de la camiseta. Cuando terminara de preparar la línea de defensa, tenía que lavarse.

Finalmente llegó a mitad del camino y dejó caer el extremo de la caja. Cayó al suelo con un golpe y levantó una nube de polvo.

Transportó los paquetes de TNT de dos en dos hasta algunas de las balsas que bordeaban el camino. Escogió diez de los árboles más altos de cada lado, incluido el delgado quino que estaba hacia el centro de la fila, que se encontraban a una distancia de unos cuatro metros y medio el uno del otro. Diego aprobaría el hecho de que hubiera escogido especies introducidas, pensó con leve regocijo.

A pesar del dolor que sentía en los brazos y en la espalda, empezó a trabajar inmediatamente en los veinte árboles que había escogido. En todo momento estuvo atenta a la criatura que la observaba desde el bosque, al final del camino. Cada vez que levantaba la vista, tardaba unos minutos en ver a la criatura, pero notaba su presencia inmediatamente de forma instintiva.

Si utilizaba demasiada cantidad de TNT en un árbol, éste se separaría por completo del tocón y le resultaría mucho más difícil controlar la dirección de la caída. Si la carga era demasiado pequeña, el árbol no caería y Cameron sería una presa fácil. En el manual encontró la fórmula de conversión que calculaba la cantidad de carga a partir del tamaño del árbol. Los árboles que había elegido eran viejos y robustos, de un diámetro aproximado de noventa centímetros. Según la fórmula, necesitaría aproximadamente unos once kilos de TNT por árbol.

Colocó las cabezas explosivas en los paquetes de TNT y extendió el cebo, como masilla, en la base. Técnicamente, el TNT no necesitaba cebo, pero a pesar de ello lo utilizó en cada una de las cargas. No estaba dispuesta a que algo no funcionara en el último minuto.

No había ninguna herramienta con que perforar los árboles, pero podía atar los paquetes de TNT a los troncos y utilizar las cargas externas. Según el manual, había que colocar las cargas a un metro y medio del suelo para asegurar que los árboles no se separaran por completo de los tocones al caer. Sin embargo, Cameron quería que los troncos quedaran muy cerca del suelo, así que las colocó a un metro de éste, después de hacer una muesca en el tronco con el pico del martillo que Szabla había encontrado en una de las granjas.

El trabajo era duro y cansado, y Cameron tardó más de la cuenta porque no dejaba de mirar al bosque con ansiedad. En aquel momento no se veía a la criatura por ninguna parte.

Con la gruesa cinta que había en el fondo de la caja de explosivos, fijó los paquetes de TNT a los árboles: dos filas de seis paquetes en cada tronco. La cinta destacaba en tiras brillantes. Utilizó un trozo de cable detonante con extensiones para las cargas de cada lado del camino y conectó con cuidado el aluminio de las cabezas detonantes a él. Una vez terminado, era un trabajo bonito; Tucker habría estado orgulloso.

El TNT haría explotar un trozo de árbol al ser detonado. Tal como estaban colocados los paquetes, los árboles de cada lado caerían, paralelos, en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto al camino y se estrellarían en medio de él. Cameron tendría que colocar dos cables detonantes para que un lado explotara antes que el otro; si no, los árboles se desviarían al chocar unos con otros durante la caída. Rebuscó en la caja hasta encontrar los ojetes y luego empezó a desenrollar el cable detonante. Decidió colocarlos a una distancia de nueve metros, cada uno de ellos a un metro del suelo para que la mantis no los pisara sin darse cuenta.

El sol ya había pasado el punto más alto e iniciaba el descenso. Cameron consultó el reloj y vio que casi eran las tres. Sólo quedaban tres horas para el anochecer.

Empezaba a sentir el aire más frío en los hombros.


Diego colocó los segmentos del ADN de los dinoflagelados de las diecisiete muestras de agua en tubos separados y en agar impregnado de bromuro de etidio; entonces enchufó la máquina de alto voltaje que provocaría la precipitación del ADN con carga negativa. El progreso descendente en el viscoso agar formaría unos patrones de bandas visibles a la luz ultravioleta que Rex podría comparar con el patrón de bandas de control para establecer si las muestras estaban infectadas.

Rex hizo tamborilear los dedos sobre la consola y consultó el reloj.

– ¿Cuánto va a tardar? -preguntó.

Diego se sentó en un taburete de metal, sacó un porro del bolsillo de la chaqueta y lo encendió. Ramoncito le miró y negó con la cabeza.

– Una hora -dijo Diego.

Rex dio unos golpecitos en la caja del gel.

– ¿No podemos acelerarlo? -preguntó-. Sólo está a ciento cincuenta voltios.

Diego negó con la cabeza; hinchó el pecho al tragar el humo. Cuando habló, el humo le salió por la boca:

– Se enturbiaría el gel. Jodería la resolución.

Señaló la rodilla de Rex, que se movía arriba y abajo en un tic nervioso, y luego le ofreció el porro. Rex miró el cigarrillo y luego a Diego.

– Ahora no podemos hacer nada -dijo éste.

Rex alargó la mano y aceptó el porro.


La mantis se introdujo en el bosque; la cutícula se movía, suelta sobre su cuerpo, a medida que avanzaba.

Trepó por un tronco y se colgó cabeza abajo, balanceándose al menor movimiento. Colgada como un murciélago, empezó a empujar a través del exoesqueleto. Este se rompió a lo largo del tórax y la mantis apretó con la cabeza y las patas de presa, retorciéndose. Tenía el arpón clavado profundamente en la cabeza y la vieja cutícula se había desintegrado a su alrededor. Todavía tenía el abdomen dentro de la vieja cutícula y la mantis empujó hacia delante y hacia atrás, con un chirrido, hasta que se liberó. Entonces se quedó colgando de la cutícula desechada durante casi una hora para empezar a endurecer la nueva. Finalmente cayó al suelo con la nueva piel todavía húmeda y tierna. Se levantó rápidamente: la tierra podía dañar sus nuevas alas y secar el exoesqueleto. Su anómala muda posmetamórfica había terminado.

Las tegminas protectoras eran de un marrón oscuro y se unían a su cuerpo en el segundo segmento del tórax, por encima de las alas inferiores, de un verde claro y moteado. Éstas salían del tercer segmento del tórax y sobresalían un poco, formando unas tiras verdes a lo largo de los costados.

La mantis volvió a trepar al árbol, más arriba de la rama de la que todavía colgaba la vieja cutícula, más arriba de las ramas que se abrían formando la parte más ancha de la copa, y cuando alcanzó la parte superior, cuyo follaje se entrelazaba enmarañado, se abrió paso con esfuerzo y se situó encima de todo, sujetándose con las cuatro patas posteriores en una de las ramas más altas de la Scalesia.

Se encontraba en la cima del bosque.

El agua que rodeaba la isla era visible por todos los costados; el cielo se extendía, claro y azul, hasta donde la vista llegaba.

La mantis extendió las alas, como enormes capas. Eran enormes, y mientras se secaban, continuaban estirándose y creciendo: sólo por eso la mantis había desafiado al sol. La nueva cutícula ya se había endurecido; era una armadura a medida. Con el cuerpo expuesto al aire, la mantis se quedó inmóvil, fortaleciéndose y endureciéndose al sol.

Pronto anochecería.

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