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El estado del aeropuerto de Balta era lamentable, incluso comparado con el de Guayaquil. Una de las pistas se encontraba dividida por grietas y resquebrajaduras. Cameron estiró las piernas y el C-130 aterrizó suavemente en una de las pocas franjas de cemento que estaban intactas y se detuvo.

El vuelo fue agradable. Resultó difícil salir de Guayaquil, pero cuando estuvieron en el aire, el trayecto fue un planeo de hora y media por encima del azul del océano. El piloto iba a descansar, volvería a Guayaquil e iría de nuevo a recogerlos al cabo de cinco días.

La tensión dentro del grupo parecía haber empeorado. Szabla estaba furiosa porque Derek rompió el protocolo al ordenar a Cameron que durmiera con ella y con Justin, y Justin empeoró las cosas contando chistes sobre ménage à trois durante toda la noche. A las cuatro y media de la madrugada, Savage despertó a todo el pasillo con unos chillidos surgidos de las profundidades de alguna pesadilla; Derek tuvo que abrir la puerta de una patada para ver qué pasaba. Hicieron falta dos para despertar a Savage. Tucker se puso a sudar en medio del desayuno y, después de echarle un vistazo, Justin le quitó las jeringuillas de morfina del botiquín, las envolvió en un calcetín y las escondió en el fondo de la caja de armas.

Por lo menos Juan parecía llevarse bien con todo el mundo: en el aeropuerto de Guayaquil saludó al grupo con media reverencia y les dijo que se sentía encantado de estar con ellos en la misión. Szabla se movió al asiento de al lado y le permitió sentarse a su lado durante el vuelo.

Derek permaneció callado desde el despegue, de pie al lado de una de las ventanas y mirando al exterior. Al parecer, no había dormido en absoluto.

Rex llenó los silencios dando lecciones de geología y mostrando las islas por la ventana a medida que pasaban por encima de ellas. Formadas por erupciones volcánicas, fuertes erupciones de magma que atravesaban la corteza terrestre, las Galápagos, les contó, habían sufrido constantes cambios durante la mayor parte de sus diez millones de años de existencia: habían sufrido un proceso continuo de transformación por medio de erupciones y terremotos. Las islas habían surgido de la plataforma de las Galápagos, una plataforma basáltica submarina que se encontraba a una profundidad de entre trescientos setenta y novecientos metros, y seguían un orden cronológico: eran más antiguas cuanto más al este se encontraban. Los oscuros fantasmas del pasado de las islas se agazapaban debajo de las aguas, al este de la actual cadena de islas, víctimas de la erosión y del errático movimiento de la corteza terrestre.

Española y Santa Fe, las islas más antiguas con más de 3.250.000 millones de años, tenían menos actividad volcánica que sus primas más occidentales, Fernandina, Isabela y Sangre de Dios, que, con setecientos mil años de antigüedad todavía experimentaban erupciones significativas y crisis de crecimiento. Las islas estaban formadas de basalto, un magma de baja viscosidad que fluía y se expandía con facilidad, y a causa de ello los picos volcánicos eran menos pronunciados que los de sus equivalentes continentales, cuyo magma de andesita cargado de silicio permitió que se formaran elevaciones más pronunciadas. Las Galápagos, producto de erupciones efusivas, eran anchas y de superficie ligeramente combada, como conchas de tortuga, y de ahí el nombre del archipiélago.

Las islas se encontraban encima de siete corrientes oceánicas que transportaban vida marina desde puntos tan lejanos como la Antártida o Panamá. La confluencia de estas corrientes, calientes y frías, del norte y del sur, daban al archipiélago un clima inusitado en la zona ecuatorial. En la mayoría de los aspectos, señaló Rex, las Galápagos eran una anomalía: los lentos y pesados reptiles, la existencia de algunos pingüinos y flamencos entre los más tradicionales pájaros del archipiélago; los albatros que celebraban allí sus danzas nupciales y que iniciaban el primer vuelo desde sus acantilados.

Cameron había escuchado a Rex con atención, pero le pareció que los demás estaban aburridos.

El sol de Baltra era más intenso que el de Guayaquil. Los soldados salieron del avión con los rostros untados de crema protectora. Cameron sintió el calor del asfalto a través de las botas. Un panel electrónico anunciaba los minutos que faltaban para quemarse: 2’ 50” en pista. Dos Kfirs se encontraban aparcados en el extremo más alejado de la pista, a pleno sol, enganchados todavía a dos tractores de remolque: Israel había sido amable con el ejército de Ecuador.

Dos soldados franceses los recibieron en el asfalto, con insignias de Naciones Unidas en sus uniformes. Uno de ellos empezó a correr delante del avión para dirigirlo. Szabla entabló conversación con el otro en francés y les hizo una señal a los demás para que los siguieran hacia dentro.

La terminal estaba casi desierta. Era un edificio plano y abierto con techo de vigas a la vista y paredes de una altura de tres cuartos de enormes paneles marrones y porosos. La pared occidental se había derrumbado pero, al no estar conectada con el techo, su caída no había arrastrado nada más. Dejaba un enorme agujero que se abría por encima de la vegetación de matorrales. El polvo había entrado y se veía por todo el suelo de cemento. El espacio vacío, el paisaje yermo y los vacíos estantes de souvenirs daban al lugar un aire fantasmagórico. El grupo atravesó el edificio en silencio. En la pared más cercana había un panel de madera con letras grabadas de color blanco que rezaba: BIENVENIDOS, PARQUE NACIONAL GALÁPAGOS, ECUADOR, y a su izquierda se veía un mapa azul del archipiélago toscamente pintado. De las paredes colgaban torpes pinturas de tortugas e iguanas y de un flamenco de una altura imposible. Una fina capa de polvo rojizo lo cubría todo.

Cameron dio un paso hacia delante con la bolsa colgada del hombro. En el suelo había un enorme pingüino de cartulina, rechoncho y achaparrado, cuyos ojos pequeños y brillantes la miraban estúpidamente. Savage lo pisó. Cameron puso el pie encima de uno de los desvencijados bancos y echó un vistazo a la vieja terminal de autobuses que había detrás del aeropuerto. Un poco más allá, un delfín de metal pintado de azul y desconchado había caído encima de una escultura de tortuga: daba la inequívoca impresión de que la estaba golpeando.

Savage se puso un cigarrillo en los labios y lo encendió mientras asimilaba la escena que tenía a su alrededor.

– Este lugar es un puto zoo -rezongó.

Los soldados franceses se colocaron detrás del mostrador de TAME y Szabla hizo una seña para que se acercaran.

– Hacemos la relación de pertenencias y nos vamos de aquí.

Los soldados se pusieron en fila y cumplimentaron la información. Cada uno de ellos anotó nombre, rango y compañía para completar el formulario de registro, además de mostrar a los soldados franceses su documento militar de identidad. Savage se entretuvo por la pared, observando los recortes hechos de cartulina. Puso el cigarrillo en el ojo de una tortuga. Tank y Derek cargaron el equipo en una plataforma rodante que encontraron en un cuarto trastero.

Rex se dio cuenta de que Tucker se manejaba mal con la caja del equipo y se escabulló. Los demás ya habían salido del aeropuerto y se habían reunido en círculo, esperándolos. Cameron terminó con el portafolios y se lo dio a Savage, el último que quedaba. Él lo tomó con ciertas dudas y cuando Cameron volvió a mirarle, él todavía estaba de pie observándolo con una expresión de incomodidad en el rostro. Lo observaba y mordía el extremo del bolígrafo. Entonces se lo sacó de la boca y siguió a Cameron, pero el soldado francés le llamó con un fuerte acento:

– Esto no está completo.

Cameron volvió atrás y comprobó los formularios. Aunque Savage había escrito la información básica, había dejado en blanco la parte más compleja. Savage sacó otro cigarrillo, tosió y volvió a guardar el cigarrillo.

– Tienes que hacer esto -dijo Cameron-. No queremos ningún lío.

Savage se encogió de hombros.

– Que lo jodan.

Savage se pasó una mano por encima del pañuelo que le cubría la cabeza. El rostro se le dulcificó un poco, y Cameron pensó que había un toque de vulnerabilidad en él.

– ¡Vamos! -gritó Derek desde fuera.

Savage se aclaró la garganta.

– Sólo un poco oxidado, eso es todo -dijo.

Cameron se fijó en su escritura. Apartó la vista de ese trazo disléxico, le miró y tomó el bolígrafo.

– Ven -le dijo-. Te ayudo.

La carretera de tres kilómetros que iba hasta el canal de Itabaca estaba surcada de baches, grietas provocadas por terremotos que se habían vuelto a juntar. Tuvieron que levantar el equipo para pasar por encima de postes de teléfono caídos y cables hasta llegar al muelle. Cameron miró la franja de agua. Era obvio que ese canal se había formado por el agua que había rellenado una grieta de una falla sísmica.

Rex le dio unos golpecitos en la espalda con el portafolios y ella lo tomó. Señaló una pequeña panga de quilla plana que se encontraba amarrada al muelle. Tumbado en el pontón, un hombre dormía a la sombra que le proporcionaba una techumbre improvisada de hojas de palmera apoyadas sobre dos cañas de pescar. Tenía el sombrero colocado encima de la cara, estilo Huckleberry Finn.

– Los sismólogos de la estación me dijeron que alguien nos estaría esperando -dijo Rex-. Lo acordamos hace unas cuantas semanas. -Sonrió, satisfecho consigo mismo-: Las carreteras que atraviesan el canal están muy mal, así que tendremos que subir a la panga para ir a Puerto Ayora.

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