23

Cameron avanzó un poco encima de los tablones poco firmes. Llamó una vez pero el hombre no contestó. Tenía el rostro lleno de sangre, y las ropas manchadas y resecas por las manchas oscuras. Incluso algunos mechones de pelo estaban manchados.

Derek y Cameron se acercaron hasta él e hicieron una señal a Savage y a los dos científicos para que los siguieran. Derek tenía la mano encima de la pistola. Cuando llegaron detrás del hombre, Derek señaló una tortuga gigante. Se encontraba debajo de una barraca de techo de metal ondulado. Delante había un muro bajo hecho de piedras grises y una chumbera muy alta cuyas pencas más bajas se veían mordidas.

– Solitario Jorge -dijo el hombre sin volverse.

– Lo siento -dijo Derek-. Yo no…

– No comprendemos -aclaró Cameron.

El hombre habló un perfecto inglés:

– Jorge Solitario. El último de los Geochelone elephantopus de Isla Pinta. La especie entera fue arrasada por las cabras salvajes en 1960. No queda ningún ejemplar que se pueda emparejar con éste. Cuando muera, la especie morirá. Cada vez es más viejo. -Levantó una mano llena de sangre reseca para rascarse la mejilla-. Mírelo de cerca. Tiene usted la extinción ante sus ojos.

Se dio la vuelta para mirarlos y Cameron se dio cuenta de inmediato de que no era peligroso. Con el mostacho negro, las mejillas altas y los profundos ojos pardos, tenía un aire digno, casi principesco, incluso en el estado en que se encontraba. Les ofreció la mano.

– Diego Rodríguez -dijo.

Cameron le señaló la mano y él se la miró, dándose cuenta por primera vez de la sangre.

– ¡Oh! -exclamó, mientras se limpiaba la mano con la camisa sin conseguirlo-. Sangre de cerdo. Me quedé sin balas.

Cameron sonrió.

Rex dio un paso hacia delante.

– ¿Dónde está el Departamento de Sismología? -le preguntó.

– Me has encontrado -dijo Diego entre risas.

– ¿Hay alguien ahí?

– ¿Alguien ahí? -Diego se inclinó hacia delante, todavía riéndose-. Yo estoy ahí.

– Esto no resulta de mucha ayuda, amigo mío -respondió Juan-. Necesitamos científicos aquí.

– Soy el director en funciones de la Estación -afirmó Diego con exagerada seriedad-. Y el último científico que queda. Bueno, un momento, eso no es del todo cierto. Ramoncito todavía está aquí.

La risa se le pasó un poco y se secó los ojos.

– ¿Quién es Ramoncito? -preguntó Juan.

– Es el chico de los suministros. Tiene unos catorce años y es muy dedicado. Quizás os lo hayáis encontrado cuando volvía a la ciudad.

– ¡Esto no es un chiste! -le espetó Juan.

– No, no lo es -respondió Diego.

– Necesitamos llegar a Sangre de Dios -le dijo Rex.

– Que os acompañe la suerte. Ninguna embarcación local se acerca por allí ya. -Levantó las manos y movió rápidamente los dedos-. Está encantada.

– Voy a equipar la isla con equipo geodésico -le explicó Rex-. Tenía que encontrarme con los sismólogos aquí para colocar el equipo de telemetría en su lugar y ellos tenían que conseguirnos el transporte.

– Consiguieron arreglar una barca. Se la llevaron a tierra firme. De forma sabia, debo añadir. -Diego suspiró-. Los últimos de mis científicos.

– Necesitamos una embarcación -dijo Rex.

Diego los miró.

– ¿Cuántos sois?

– Nueve -contestó Derek-. Más los suministros.

– Pues estáis bien jodidos, como se dice. La mayor parte de los botes han zarpado hacia el continente. El único que queda para llevaros a todos de forma razonable es el mío. Y me he retirado.

– ¿Cuándo?

– Hace unos dos minutos.

– ¿Qué ha sucedido en la Estación? -preguntó Juan, más enfadado-. ¿Por qué está usted a cargo de ella?

– ¿Que por qué estaba yo al cargo de ella? -La pierna de Diego le temblaba y colocó una mano encima para detenerla-. Porque era el único que quería quedarse. No obteníamos dinero. Nadie recibía su paga.

– Entonces, ¿cómo pudo usted quedarse? -le preguntó Juan.

– Porque -dijo Diego mientras se sacaba algo del pelo y lo tiraba al suelo- mi familia es asquerosamente rica.

– Se llevará bien con Szabla -murmuró Derek.

Diego meneó la cabeza, perdido todavía en sus pensamientos.

– Primero las tortugas… luego las tortugas marinas… más tarde las iguanas y los pájaros y las plantas.

– ¿De qué diablos está hablando? -preguntó Derek.

Cameron se encogió de hombros. Savage se encendió un cigarrillo.

– Todo está perdido. Todos mis pequeños proyectos aquí. -Diego señaló otro cercado de tortugas, un poco más arriba-. Trasladamos a ese grupo de tortugas desde Isabela antes de la erupción del Wolf. Las habría arrasado la lava.

– Bueno -comentó Savage, bajando el cigarrillo-, ¿no es así como funciona la evolución?

Rex le miró y masculló, molesto:

– Un filósofo.

– La supervivencia del más fuerte -replicó Savage-. Es así, ¿no? Un volcán aparece, entra en erupción, los pequeños mierdas no pueden apartarse de su camino. Así es como funciona la evolución.

– Parece que tienes una idea clara del concepto -dijo Rex.

Diego soltó un profundo suspiro.

– En realidad, ahora me siento bastante de acuerdo con eso. Durante más tiempo del que puedo recordar, lo he puesto todo ahí. Aquí. -Señaló los cercados que había alrededor y los distantes picos de la montaña con un movimiento del brazo-. ¿Y para qué? ¿Qué importa? Tal como se dice, tiro la toalla. Lo he perdido todo.

– Lo has perdido todo -repitió Juan.

– Sí, todo. Mis tortugas, mis trabajadores, mi título… -Diego bajó la cabeza-. No tiene ningún sentido llevaros a Sangre de Dios. Sin munición, estamos luchando en una batalla perdida de antemano.

– Hay que poner manos a la obra -dijo Rex.

– Acabo de ver siete años de mi trabajo perderse en el gaznate de un cerdo. Estoy acabado. Encontrad vosotros mismos vuestra barca.

– Escúchame -dijo Juan, enfadado y dando un paso hacia delante-. Con tu perfecto inglés y tu falso acento castellano. Es posible que yo sea un mono de Guayaquil, pero voy a decirte lo siguiente: todavía podrías haber perdido más. -Agarró uno de los dedos de Jorge el Solitario y continuó-: Todos podemos perder más todavía. ¿Las cosas van mal en el mundo, no van bien? Mala suerte, amigo. Mi mujer y mi hija se han ido a causa de un mal cálculo de tiempo y una peor ingeniería estructural. Pero ya no voy a perder más en esta… mierda. El agujero de la capa de ozono y estos terremotos y la loca irresponsabilidad de los demás… No voy a hacerlo. Estas islas son la prueba de que la vida todavía puede tener sentido, de que las cosas pueden ser lógicas y mágicas al mismo tiempo. Y ahí hay algo que vale la pena, un pequeño destello de sentido en esta confusión que tenemos delante.

Juan puso una mano en el hombro de Rex, el cual le miró, sorprendido. Juan continuó dirigiéndose a Diego desde detrás de él, con enfado:

– Es posible que quieras abandonar tus responsabilidades porque las cosas se han puesto mal, pero no hagas esta elección por nosotros. Nosotros queremos quedarnos para hacer lo que podamos, por pequeño que sea. No hagas pagar a estas islas tu desilusión.

Diego se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos de las manos. Bajó un poco los hombros, como si soportaran un gran peso. Un pinzón pasó volando por encima de él y aterrizó en el caparazón de. Jorge el Solitario. Con movimientos dolorosamente lentos y un suspiro resignado, la tortuga se empujó con las cuatro patas y estiró el largo cuello. El pinzón saltaba sobre su caparazón mientras cazaba los parásitos en la piel rugosa de Jorge.

Diego miraba.

– Hermoso -murmuró-. Tan hermoso.

Juan dio un paso atrás y el tono rojo de su rostro se suavizó. Echó un vistazo a los demás, avergonzado por haber perdido la compostura.

– Te pagaremos bien -dijo Derek.

La risa de Diego tenía un toque de locura.

– Pagadme con balas.

– Lo siento -le dijo Derek-. No entiendo. ¿Cuánto quieres?

Diego se levantó y dio una palmada.

– Dos tragos de bourbon. Uno solo, otro con hielo. -Se levantó y se miró las ropas-. Después de que me haya duchado.

Pasó al lado de los demás y se detuvo un momento al lado de Juan. Juan bajó la vista, incómodo. Diego levantó una mano para darle un golpecito pero la volvió a bajar al darse cuenta de que la tenía cubierta de sangre. Enfiló el camino de vuelta a la Estación.

– Venid -dijo.


Diego, satisfecho, se encontraba sentado en el bar delante de dos vasos, uno de ellos con hielo. Vació el primero, lo dejó en el mostrador y tomó un sorbo del otro. Tucker le miraba con avidez mientras jugaba con el llavero. Él bebía zumo de maracuyá. Un gato asilvestrado que se había colado en el bar estaba jugando cerca de la puerta y se afilaba las uñas en una silla desvencijada.

El Galapasón, un bar tropical situado al extremo oriental de la avenida Charles Darwin, protegía a los parroquianos del sol abrasador con unos cuantos tablones de madera colocados encima de las vigas. En el centro había una mesa de billar, una de cuyas patas se apoyaba sobre un montón de libros viejos. Unas hamacas se balanceaban entre los cuatro por cuatro, y desde las paredes los miraban unos coloridos loros en bajorrelieve. Unos muebles rotos se amontonaban desordenadamente en una habitación trasera. Una rata se escurrió entre las cajas amarillas de Pilsener que se amontonaban en el sucio suelo entre las cajas anaranjadas de botellas de Club.

Los soldados estaban terminando un ceviche de pulpo aliñado con ají. Lo habían servido con un puré de patatas, queso, cebolla y salsa de cacahuetes. Savage pidió otra cerveza con un ademán y el camarero se la llevó con rapidez. Observó la etiqueta de Pilsener que estaba del revés.

Diego se encogió de hombros.

– Ecuador -dijo.

Cameron y Derek se habían llevado algo de comer mientras montaban guardia con el equipo para que Szabla y Justin pudieran comer tranquilamente. Los soldados y los científicos estaban sentados en un largo banco sin hacer ningún caso de las ratas ni del desagradable olor a orín que se había instalado en aquel aire húmedo. Había unos cuantos hombres del lugar en las mesas y dos de ellos jugaban al billar en la inestable mesa.

Después de ducharse, de haber llenado una bolsa con suministros y de haberse vestido con unos tejanos y una camiseta de nailon, Diego estaba preparado para desafiar al sol y embarcar hacia Sangre de Dios. Vació el segundo vaso de whisky.

El gato se tumbó en el suelo y se dedicó a jugar con la parte inferior del asiento de la desvencijada silla. Diego lo miró con animosidad. Cuando se engordara un poco haría lo mismo que los demás gatos y perros asilvestrados: saldría a barrer la zona de huevos de tortuga y de iguanas terrestres.

– ¿Sabes? -dijo Rex-. Aunque coloque el equipo de GPS en Sangre de Dios, todavía hará falta que alguien reciba aquí la información de telemetría y la mande a Estados Unidos.

– Bueno -respondió Diego-, tendrás que enseñarme cómo funciona el equipo.

– Creí que estabas retirado -dijo Juan.

– Eran los efectos de la sangre de cerdo. -Diego se levantó-. Vamos a preparar el equipo. Luego entraré la barca y la cargaremos.

Se levantaron y se dirigieron a la puerta. Al salir, Diego agarró al gato por la cola. Cuando estuvo fuera, le dio una vuelta en el aire y lo lanzó contra la pared. Luego tiró el cuerpo inerte en un cubo de basura antes de enfilar hacia la Estación.

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