Un hombre entró en la celda de Samantha por la puerta de emergencia. Sus movimientos eran lentos y difíciles a causa del traje espacial. Samantha se puso de puntillas para ver por la ventana del casco.
– ¿Quién es usted? -preguntó, desconfiada.
– Martin Foster. Enfermedades Infecciosas. -El doctor le ofreció la mano-. Vengo de Hopkins.
Samantha le dio la mano y se sintió ridícula.
– Samantha Everett.
– Sí. Lo sé.
– ¿Cómo están sus pacientes?
– ¿Aparte de usted? -El doctor Foster meneó la cabeza-. Cuesta abajo. El piloto ha empezado a mostrar síntomas gastrointestinales esta mañana.
– Mierda -exclamó Samantha-. Es tan frustrante tener aquí el antisuero, en nuestras manos, y no poder… -Sonrió con tristeza-. Por complicaciones legales.
– Bueno -dijo el doctor Foster sacando una aguja-, usted presenta tanto anticuerpos como antígenos. Si su cuerpo no los ha rechazado mañana por la mañana y el cómputo vírico total sigue bajando, conseguiré permiso para utilizar el antisuero con los demás. -Sonrió-. Ha habido cierta presión pública.
El rostro de Samantha se iluminó de forma casi cómica.
– ¿Habla en serio? -Le presentó el brazo con el puño cerrado para que él pudiera localizar una buena vena. Él se inclinó, concentrado. Samantha no podía dejar de sonreír-. ¿Sabe? Dicen que un traje espacial le pone a uno cuatro kilos y medio encima.
El doctor Foster levantó la mirada.
– Creí que eso era lo que hacía una cámara de televisión -dijo con humor.
– Eso también.
Samantha se inclinó hacia delante y echó un vistazo al trasero de él.
– Joder, no me extraña no conseguir nunca una cita.
El doctor Foster terminó de extraer la sangre, sacó la aguja y le puso un poco de algodón en el brazo. Samantha lo aguantó y dobló el brazo, manteniéndolo levantado.
– ¿Está Tom ahí ya? Ha estado fuera haciendo cabriolas. Ni siquiera he sido capaz de ponerme en contacto con él.
– Ha sido realmente responsable por su parte hacer fiesta el día de Navidad -respondió el doctor Foster con una ligera sonrisa y levantando la voz para que Samantha lo pudiera oír a pesar del traje-. Quizá debería usted hablar con sus superiores.
– Yo soy su superior. Cuando uno es el microscopista de virus más importante del mundo, no se puede tomar fiesta en el día de Navidad. -Dejó caer el puño en la palma de la mano-. Hay responsabilidades que van con el trabajo. Sacrificios. Por eso no he tenido una cita en años.
– Creí que era a causa del traje espacial y los cuatro kilos y medio.
– Eso también.
– Y por su comportamiento intimidante.
– Vale: no provoque a su suerte. Sólo necesito que Tom observe una muestra con el microscopio de electrones. Lo haría yo misma, pero no me dejarán salir de aquí.
El microscopio de electrones, de enorme exactitud, hipersensible a minúsculas vibraciones y a las interferencias electromagnéticas, se encontraba fijado en el suelo de cemento del sótano y rodeado por capas y capas de malla de cobre. No había forma de que permitieran a Samantha bajar allí, pero estaba ansiosa por obtener resultados micrográficos de la muestra de Sangre de Dios.
– Haré que le localicen -le dijo el doctor Foster-. Estoy seguro de que, por usted, vendrá.
– Gracias. Y esté mañana a primera hora para sacarme sangre y poder suministrar el antisuero a los pacientes.
– Suponiendo que los resultados sean buenos.
Samantha le dedicó un gesto de despedida.
– Haga sus suposiciones fuera de aquí. Mueva el culo.
El doctor Foster se detuvo antes de salir y la miró con preocupación.
– ¿Está usted bien?
Samantha sonrió. Señaló el tubo que Donald le había enviado y se apoyó en el mostrador.
– Ya estoy pensando en el siguiente paso -respondió.
– Bien -dijo él-. Quizá cuando salga usted de aquí podamos tomar un café. O quizás ir al cine.
– ¿No querrá decir «si» salgo de aquí? -preguntó Samantha.
– Me siento mejor con el «cuando» -le contestó el doctor Foster-. Está usted esquivando la pregunta.
– Bueno, hay muchas cosas… No sé si… -Samantha se dio cuenta de que estaba retorciendo un mechón de pelo con los dedos. Dejó de hacerlo, se miró la mano y la bajó-. Sí -dijo-, me gustaría.