9

25 dic. 07, día 1 de la misión


El C-130 se inclinó hacia un lado e inició el descenso al aeropuerto de Guayaquil. Dio dos vueltas y se aproximó desde el este, avanzando en vuelo bajo por encima de la confluencia del río Babahoyo con el río Guayas. Cameron se desabrochó y se puso de pie para mirar por la pequeña ventana redonda que daba a los dos motores de propulsión de una de las alas. El río corría lleno de barro como una rizada cinta de color marrón. Los terremotos habían provocado deslizamientos de tierra y de piedras que habían obstruido los ríos, especialmente aquellos que desembocaban en el mar.

El paisaje se encontraba punteado por fábricas y almacenes y, a lo lejos, se divisaba la niebla que rodeaba la ciudad. Dos de las pistas estaban fuera de funcionamiento a causa de largas grietas y unos hombres vestidos con chalecos de color naranja corrían de un lugar a otro gritando órdenes.

Derek y los demás se estaban poniendo crema de protección solar y lentes de contacto de protección de rayos UV. Cameron volvió a sentarse y empezó a hacer lo propio. Tank se puso la crema por encima del pelo cortísimo como si se pusiera loción capilar, procurando proteger el cuero cabelludo. Los soldados se colocaron con velero en los hombros de las camisas unas células solares cuyas baterías parecían pequeñas insignias de oficial.

Los frenos del avión chirriaron sobre el asfalto y ellos se vieron empujados contra los cinturones de seguridad. Derek se puso de pie con las manos sobre las caderas.

– Szabla, tú vigilas las plataformas mientras bajamos.

Szabla asintió con la cabeza y tomó el M-4 mientras los otros soldados desembarcaban. En el edificio principal de la terminal, unas grandes letras de color rojo anunciaban: AEROPUERTO SIMÓN BOLÍVAR-GUAYAQUIL. El césped que rodeaba las pistas, de un color amarillento a causa del sol, se doblaba bajo la brisa. El aire era denso y húmedo; Cameron sintió que la humedad le llegaba a los pulmones al respirar.

A pesar de que era la primera hora de la mañana, cuando se distanciaron de la sombra del avión notaron que una pared de calor los golpeaba.

– Dios santo -dijo Savage-, esto acaba con cualquier cosa.

Rex sacó un sombrero de su bolsa, lo desplegó y se lo puso en la cabeza, ligeramente inclinado. El tejido de paja trenzada brilló al sol. La combinación de ese sombrero con la ropa que llevaba -una camisa blanca con dos bolsillos y pantalones de explorador- le daba el aspecto de un señor del caucho de Malaca. Además de un maletín de piel marrón, llevaba varias bolsas de nailon circulares, acolchadas y cerradas con cremallera.

Cameron se alegraba de llevar el traje de camuflaje de cincuenta por ciento nailon: era ligero y fresco, y las mangas largas le protegían los brazos del sol.

Rex levantó la vista hacia ella y Szabla.

– Eh, Thelma y Louise -dijo-, poneos los sombreros para el sol.

Al mismo tiempo les señalaba un tablón electrónico de color naranja que se encontraba situado encima de uno de los hangares: MINUTOS PARA QUEMARSE: 4’ 30”.

Szabla sonrió y se dirigió a la rampa para ayudar a Tank a descargar las plataformas del avión, que contenían las cajas de viaje, las bolsas con el equipo y las cajas del equipo de GPS de Rex. Las cajas de viaje, de 100×60×40 centímetros, plegables y de metal, contenían el equipo general.

Un soldado raso del ejército de Estados Unidos se dirigió hacia ellos a paso ligero. Además del uniforme llevaba la boina de color azul claro y el cinturón elástico azul de Naciones Unidas. Derek caminó hacia él y respondió a su saludo. Hablaron unos instantes y luego Derek hizo una señal a la escuadra para que le siguieran.

El aeropuerto estaba totalmente desorganizado, lleno de uniformes y algún grupo de civiles. Al atravesar las puertas de cristal rotas hasta la calle, Cameron se sorprendió de la multitud y de la congestión del tráfico. A pesar de que las consecuencias de los terremotos eran evidentes en el pavimento irregular, las paredes torcidas y los montones de escombros, la vida de la ciudad continuaba. Cameron se dio cuenta de que esperaba encontrar las puertas y las ventanas de los edificios cerradas con tablones, como en las malas películas sobre catástrofes que emitían por la madrugada.

Un adolescente se les aproximó e intentó agarrar la caja de las armas que Tank y Szabla llevaban, pero Szabla se volvió y, apartando rápidamente su M-4, le dio una patada en el costado, justo debajo de las costillas. El chico cayó sobre el pavimento gimiendo. Un policía que se encontraba cerca, un hombre bien afeitado con un diente torcido, corrió hacia ellos y empezó a gritar a Szabla en español.

– Es mejor que vuelvas donde estabas antes de que te coloque bien ese jodido diente -gruñó Szabla.

Rex, que hasta aquel momento había estado intentando llamar por el teléfono satelital sin ningún éxito, se acercó con rapidez e intercambió algunas palabras con el policía ecuatoriano. El policía levantó los brazos y Szabla, detrás de Rex, dejó la caja en el suelo y le dijo:

– Voy a darte una, hijo de…

Cameron se llevó a Szabla para que Rex pudiera hablar con el policía, quien, cuando Tank se aproximó y se quedó al lado de Rex, se calmó un poco. Ayudó al chico a levantarse y salió en estampida. Rex se volvió para encararse con Szabla, con una expresión dura en el rostro.

– Sólo intentaba ayudarte con el equipaje. Intentaba obtener una propina.

– ¿Quiere una propina? -Señalando la caja, añadió-: ¿Qué tal «no toques el jodido material militar»? Me importa una mierda dónde estemos. Esto son M-4.

– Las reglas son diferentes aquí.

– No -respondió Szabla, apuntando al rostro de Rex con el índice-. Las reglas son diferentes aquí. Cuando lleguemos a la mierda científica, tú dirigirás la mierda científica pero, por el momento, mantén la boca cerrada y el culo fuera de mi camino.

– La próxima vez, antes de golpear -dijo Rex, al tiempo que recogía su bolsa-, intenta un «no, gracias».

– Lo siento -dijo Szabla-. Sólo hablo francés.

– Entonces intenta un «non, merci».

Derek atravesó las puertas con Tucker y el soldado a su lado justo cuando una chiva tomaba la curva. El soldado señaló el autobús con el techo de paja y, al ver la expresión de Derek, se encogió de hombros y dijo a modo de disculpa:

– Los vehículos militares están desbordados, y Naciones Unidas tiene prioridad.

Cargaron el equipo y se sentaron en los lados de la chiva con los M-4 en los brazos, apuntando al cielo abierto. Esas armas eran una versión en alta velocidad de los M-16, disparaban proyectiles del 5,56, treinta proyectiles por recámara. Casi todos los componentes de la escuadra los habían adornado con linternas, objetivos y otras baratijas.

Savage miró el M-4, mucho más pequeño que el M-60 al que estaba acostumbrado:

– Maldito disparador de guisantes -gruñó.

– Yo no me quejaría -dijo Derek-. Es un punto superior a un puñal.

La ciudad se veía gris y agotada. El conductor los condujo por un tortuoso camino entre manzanas de almacenes y edificios ruinosos. Cameron tardó unos momentos en darse cuenta de que el sinuoso trayecto era una estrategia: el conductor tomaba las calles que todavía estaban en buen estado. La cantidad de edificios en construcción era impresionante. Por todas partes se veían equipos de construcción, conos anaranjados, grúas amarillas y camiones. El caliente olor del asfalto contribuía a la opresiva polución de la ciudad.

Un niño pequeño imitó una pistola con una mano y apuntó a la chiva. Savage bajó el arma y, jugando, la apuntó hacia el niño. Derek se la apartó de un manotazo.

Rex intentaba no parecer nervioso en medio de las armas. Estaba sentado al lado de Cameron con los pies encima del asiento de plástico roto que tenían delante de ellos.

– Maravilloso, ¿no? -dijo-. Dos millones y medio de personas viviendo en un manglar.

El conductor torció bruscamente a la derecha y difícilmente evitó un enorme bache. De repente se encontraron en una calle llena de edificios altos. Los vendedores empujaban carritos y los ciclistas volaban a ambos lados de la chiva, tan cerca que Cameron no se explicaba cómo no rascaban el parachoques. Tomaron una calle que corría a lo largo de la ribera occidental del Guayas y Cameron estiró el cuello para ver los diferentes uniformes militares que supervisaban las construcciones y que se encontraban en los puestos de control de vehículos. Un pelotón de iwias, tropas especiales ecuatorianas, se encontraba reunido en la ribera del río. Más adelante, un tanque de Naciones Unidas se detuvo al lado de una gran estatua de dos hombres dándose la mano, con la bandera blanca y azul cielo ondeando contra el telón de fondo del río. Unos cuantos soldados franceses se encontraban sentados en el tanque, con las piernas colgando por los costados, comiendo bocadillos y bebiendo Coca-Cola. La alta verja de la zona acordonada sobresalía al fondo.

Cuando llegaron a un puesto de control, un comandante avanzó hacia ellos. Examinó el documento de identidad de Derek, inclinándolo ligeramente para comprobar los hologramas.

– Mitchell, ¿eh? -dijo-. ¿Equipo de reserva?

– Sí, señor.

– Bonito paseo.

Derek tardó unos momentos en responder:

– Gracias, señor.

El comandante bajó la cabeza con una ligerísima sonrisa de satisfacción.

– Esta mañana recibí una llamada acerca de su misión. -Se quitó la boina azul y se pasó una mano por el rígido pelo gris de la nuca. Luego, golpeando ligeramente el cañón del M-4 de Derek para que éste lo bajara, añadió-: Ningún arma a partir de este puesto de control. Hemos asegurado el centro de la ciudad. -Echando un vistazo a la escuadra de la chiva, continuó-: Lo último que necesitamos es un puñado de… -Se detuvo a tiempo. Se aclaró la garganta.

– Soldados -dijo Tucker-. Somos soldados.

– ¿Cuánto tiempo van a estar aquí? -le preguntó a Derek, pasando por alto a Tucker.

– Nos marchamos mañana -respondió Derek-. A las siete de la mañana.

El comandante le devolvió el documento de identidad.

– No quiero verlos armados en mi área de operaciones. Tendrán todas las armas y el material bajo vigilancia en el hotel. ¿Soy suficientemente claro?

– Sí, señor.

El comandante golpeó uno de los costados de la chiva y ésta arrancó. Savage dedicó al comandante un exagerado saludo, éste le miró y Savage le guiñó un ojo, evidentemente divertido por la expresión del comandante cuando la chiva doblaba la esquina.

– ¡Vaya por Dios! -murmuró Savage-. Vaya un gilipollas.

La chiva se apartó de la ribera y subió hasta el hotel, un destartalado y alto edificio colonial de la calle Chile. En la entrada había dos guardias con fusiles de aire comprimido, boinas rojas y pantalones oscuros con un ribete amarillo en las costuras laterales. Saludaron con la cabeza a Derek y Rex cuando éstos entraron. Cameron permaneció con los otros, vigilando el equipo.

Una mujer que empujaba un cochecito de niño calle arriba, hacia el hotel, se detuvo bajo el desgarrado toldo verde de una tienda. La ventana, rota y con barrotes, se encontraba repleta de Nikes y Levis de rebajas. La mujer dejó el cochecito y se aproximó para examinar unos tejanos que se encontraban a un lado del montón. Cameron se dio cuenta de que se había quedado observando el barato cochecito del niño, de metal pintado de negro y con ruedas traseras giratorias. En el interior, las sábanas estaban cuidadosamente colocadas alrededor del niño, como almohadas.

De repente, un horroroso chillido salió del cochecito. Cameron corrió hasta él y miró al bebé. Un rayo de sol penetraba a través de uno de los agujeros del toldo y caía directamente encima del rollizo muslo del niño, que ya había enrojecido.

Cameron se colocó el arma a la espalda, colgando de la tira. Se inclinó, agarró al niño y, manteniéndolo extrañamente alejado de su cuerpo, lo meneó arriba y abajo para intentar calmarlo. Los demás la miraron, con los rostros desencajados por la sorpresa. A Savage le colgaba un cigarrillo de los labios, y un hilillo de humo subía y formaba volutas entre sus ojos.

La madre acudió a toda prisa, agarrándose el ancho y largo vestido rojo para correr. Cameron, torpemente, le tendió el niño.

– El sol -explicó Cameron, señalando el toldo roto y la pierna del bebé.

La madre le dio las gracias efusivamente y se alejó mientras tranquilizaba al niño.

– Eh, Mamá Oca -se burló Szabla. Levantó un pie y añadió-: Creo que me he hecho daño en el dedo gordo. ¿Te importaría curármelo con un beso?

Cameron le dio un golpe en el pie y Szabla cayó hacia atrás, sobre Tank, quien la agarró y la sostuvo para que pudiera ponerse de pie.

Derek y Rex salieron del hotel. Con una señal, Derek les ordenó que descargaran el equipo. Szabla subió encima de la chiva y empezó a pasar las cajas de viaje y las bolsas de lona a los demás. Al otro lado de la calle, dos hombres apoyados contra una pared de uno de los edificios, los observaban. Uno de ellos, un guayaquileño alto y guapo con la camisa desabrochada y un montón de cadenas de oro colgadas del cuello, observaba a Szabla mientras ésta se inclinaba y le lanzó un beso. Su amigo, un hombre más bajo con el pelo recogido en una cola de caballo, se rió. Szabla se incorporó encima de la chiva, los miró y se llevó una mano a la entrepierna. El hombre bajo rió y Szabla hizo una reverencia antes de bajar al suelo.

Rex intentó levantar una de las cajas de viaje y no pudo ni separarla del suelo. Con una sonrisa, Szabla la cargó y le indicó con un ademán que avanzara delante de ella.

– Sé un caballero y ábreme la puerta, por favor -le dijo.

Dentro, el papel de la pared estaba despegado y roto. La alfombra marrón que había delante de la mesa de recepción se veía gastada por el uso. Savage se detuvo junto a una horripilante escultura de Cristo en la cruz colgada en la pared, junto a la recepción. Pasó un dedo por la corona de espinas y luego se frotó las puntas de los dedos, como si esperara que le saliera sangre de ellas.

La escuadra siguió a Derek escaleras arriba con el equipo. Se reunieron en la primera habitación del tercer piso y dejaron el equipo en una esquina.

Derek abrió la caja de las armas, cuyo interior estaba protegido con espuma. Sacó la recámara de su M-4, colocó el arma dentro y tiró la recámara en una de las cajas de viaje de al lado, dentro de uno de los espacios que había para guardar la munición. Con una seña indicó a los demás que hicieran lo mismo.

– Aseguraos de que las armas están descargadas y bloqueadas -dijo-. Las Sig Sauer también.

Rex levantó la vista a las salidas de aire con expresión de disgusto.

– Un agujero en el ozono del tamaño de Marte y el aire acondicionado a todo trapo.

Pero cuando se dirigía hacia el temporizador del aire, Szabla se interpuso:

– No con este calor, no lo harás -dijo-. A la mierda los CFC.

– Es precisamente este tipo de…

Derek carraspeó e interrumpió:

– Ocuparemos las habitaciones por parejas. Yo y Cam nos quedamos aquí. Szabla y Justin, vosotros estáis al otro lado del rellano. Quiero a Savage y a Tucker en la habitación de al lado, y a Rex y a Tank en la siguiente.

– Creo que puedo apañarme solo -dijo Rex-. Aunque es tentador, no creo que necesite un «compañero».

Derek no le hizo caso. Tank se sentó en una de las camas con un gruñido y se quitó una bota. Chasqueó los dedos, Justin sacó un bote de Tinactin y se lo tiró.

Cuando los demás terminaron de descargar y guardar los M-4 y las Sig Sauer de 9 mm, Derek contó las recámaras de la caja de viaje para asegurarse de que estaban todas. Él mantuvo la pistola cargada encima, ya que se iba a encargar de la vigilancia.

El llanto de un niño les llegó a través de la delgada pared. Derek se puso rígido y palideció. Cameron tosió con fuerza para distraer la atención de los otros. El llanto continuaba. Posiblemente era el niño que se había quemado por el sol.

Rex marcó en su teléfono satelital. Colgó y volvió a marcar.

– Según una grabación, la zona norte de la ciudad se encuentra todavía incomunicada. Ya lo intenté antes desde el aeropuerto.

El rostro de Derek recuperó parte del color, pero todavía se le veía trastornado.

– Así que la zona norte de la ciudad está fuera de comunicación -dijo Szabla-. ¿Y a quién le importa?

– El laboratorio del doctor Ramírez se encuentra allí.

Szabla miró a Rex con irritación.

– ¿Tengo que repetir la pregunta?

– No he conseguido informarle de nuestra hora de salida mañana. Si tiene que encontrarse con nosotros en el aeropuerto, tiene que saber a qué hora.

– Pues ve y díselo.

– Hay que atravesar el cordón de Naciones Unidas.

– Ahora resulta que somos un servicio de escolta -dijo Szabla.

– Dudo que tengan muchos encargos con esta línea de trabajo -dijo Rex-. Mire, alguien tiene que acompañarme. ¿Por qué no votan o algo así?

– Estamos en las fuerzas navales -dijo Szabla-. Aquí no se vota.

– Yo iré -dijo Cameron-. Yo y Tank. ¿De acuerdo, teniente? ¿Teniente?

Derek salió de su trance. El llanto del niño había terminado.

– ¿Qué?

– Yo y Tank acompañaremos a Rex a buscar al doctor Ramírez. ¿De acuerdo?

Derek asintió con la cabeza.

– Con la actitud que estamos encontrando por aquí, quiero que mantengáis el tono bajo alrededor de las tropas de Naciones Unidas. Vestid de civil y mantened las Sig Sauer fuera de la vista.

Abrió la caja de las armas, sacó dos pistolas y se las lanzó a Cameron y a Tank. Cerró la tapa de la caja de un golpe, cerró los dos candados y se colgó las llaves del cuello.

– Si alguien descubre que las lleváis, mi puesto está en juego. Si tenéis problemas con Naciones Unidas o con los nativos, enseñad el documento de identidad. Ante contrariedades, sed sensatos. Doy por sentado que todo irá bien. Hay plena luz de día y estoy gratamente sorprendido por la estabilidad en la ciudad, incluso más allá de los puestos de control. Os esperamos aquí y cenaremos más tarde.

Le dio a Cameron un montón de sucres envueltos en una goma. Azul verdoso de un lado, rojo y naranja por el otro.

Cameron metió el dinero en el bolsillo anterior del pantalón, a resguardo de robo. El bebé de al lado soltó un berrido y Cameron se dio cuenta de que el rostro de Derek se tensaba, como si le hubieran dado un puñetazo, pero pronto recuperó la compostura. Nadie más pareció darse cuenta.

– El laboratorio se encuentra por Coronel Julián -dijo Rex-, No es la parte más bonita de la ciudad.

Tank puso su enorme mano encima del hombro de Rex y lo condujo hacia la puerta.

– No se preocupe -dijo Cameron. Miró de nuevo a Derek y, luego, los siguió-. Está en buenas manos.

Загрузка...